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– Lady Abbott y yo éramos amigos. No estaba en posición de ofrecer otra cosa que amistad, y yo, por supuesto, no tenía intención de ofrecerle nada más, ni siquiera en otras circunstancias.

– Claro que no, Jared. Incluso antes de casarse con el viejo Abbott no era un gran partido. Lo único que tiene es su gran belleza. El viejo rondaba los ochenta cuando se casaron, hace tres años. No creí que durara tanto.

Para cambiar discretamente de tema, Roger Bramwell explicó:

– Tienes varias invitaciones, Jared. Sir Francis Dunham y su esposa, lady Swynford,!a duquesa viuda de Worcester. Envié tu aceptación para esas tres. En cuanto a las demás, deberás mirarlas y decidir por tu cuenta.

– Nada que sea inmediato, Bramwell. Las señoras aún no tienen ropa adecuada. A propósito, quiero que mandes uno de los lacayos a casa de madame Charpentier para decirle que la señorita Amanda Dunham ya está aquí. Necesitaremos que envíe el ajuar de Amanda y que venga a tomar medidas para mi esposa y su madre para un vestuario completo. También la señorita Amanda va a necesitar algo para vestirse antes de la boda. Que mande la factura de lo que ya tenga terminado y hazle un depósito para lo que tendrá que hacer aún. Esto la hará venir corriendo. Ahora, caballeros, tengo algo que discutir con mi esposa. Les veré por la noche. Adrián… -Se inclinó y salió de la estancia.

Miranda estaba explorando embelesada su alcoba. Decorada en terciopelo turquesa y raso crema, tenía el mobiliario de precioso estilo Chippendale, en caoba. La alfombra era china, de gruesa lana azul turquesa con un dibujo geométrico en color crema. Las dos grandes ventanas de la alcoba daban al jardín, que se encontraba lleno de flores de todos los colores. La chimenea tenía una preciosa repisa georgiana que sostenía dos exquisitos jarrones de Sévres, blanco y rosa, a cada extremo, y un reloj también de porcelana de Sévres en el centro. Sobre una mesita redonda junto a la ventana había un gran cuenco de cristal de Waterford lleno de rosas blancas y rosas.

– ¿Le preparo el baño, milady? -preguntó Perkins.

– Oh, sí, por favor. No me he bañado en agua dulce desde hace casi seis semanas. ¿Hay aceite de baño en la casa? No, deja, tengo un poco en el maletín. Es el que preparan para mí. -Se sentó en una butaca junto a la ventana y esperó.

Perkins se movió por la habitación deshaciendo el equipaje de Miranda, colocando sus cepillos de plata en el tocador, protestando de cómo venía la ropa salida del baúl, arrugada, dirigiendo con firmeza y autoridad a los lacayos que subían la gran bañera de porcelana y varios cubos de agua caliente. Era tan alta como su nueva señora, de huesos grandes, mientras que Miranda era fina y esbelta. Llevaba el cabello castaño trenzado y enmarcando su rostro redondo. Era una cara dulce, de grandes ojos grises, una boca grande y nariz respingona. Vestía un sencillo traje de lana gris, largo hasta el tobillo, con cuello y puños de un blanco resplandeciente. Echó a los lacayos, cerró decidida la puerta de la alcoba y, después de tomar con cuidado el precioso aceite para el baño de Miranda, echó un chorro generoso en la bañera, no sin fijarse en la etiqueta londinense del pequeño frasco.

– Enviaré a uno de los hombres a la farmacia del señor Carruther mañana mismo, milady, y pediré más. Es perfume de alelí, ¿verdad?

– Sí. Tienes buen olfato, Perkins.

Perkins la miró con su sonrisa contagiosa.

– Es normal, milady. Mi familia cultiva flores para vender en las afueras de Londres. Levántese ahora y deje que le quite estas ropas sucias del viaje. -Al instante tuvo a Miranda desnuda y dentro de la bañera-. Ahora relájese, milady, mientras llevo todo esto a la lavandería. No tardaré ni dos minutos. -Acto seguido desapareció. Miranda suspiró agradecida ante el lujo de la intimidad y de aquel baño caliente. Durante el viaje sólo podían bañarse con agua de mar y nunca desnudas en una bañera. Sus baños eran lo que mamá calificaba de «limpieza de pajarito», y el agua salada fría las dejaba más pegajosas que limpias.

Miranda sintió que todo su cuerpo se relajaba y sin siquiera abrir los ojos se frotó los hombros con el agua perfumada.

– Casi puedo oírte ronronear, fierecilla -la voz profunda parecía divertida.

– Es que estoy ronroneando -respondió sin abrir los ojos.

– Compones una imagen preciosa, milady. Lo único que lamento es que la bañera sea demasiado reducida para los dos. Prefiero las viejas y grandes tinas de madera donde caben dos personas cómodamente.

– No sé por qué, me parece que no pensabas precisamente en un baño, milord.

– ¿De veras?

– De veras.

– ¡Dímelo! -Abandonó el tono zumbón y su voz enronqueció de pronto.

– ¿Decir qué?

– ¡Dímelo, maldita sea!

Miranda abrió sus ojos verde mar y lo miró de hito en hito. Los ojos verde oscuro de él brillaban con luces doradas. Percibió la violencia apenas reprimida.

– Te amo, Jared -dijo claramente-. ¡Te amo!

Jared se inclinó y la sacó chorreante de la bañera. La estrechó contra su duro cuerpo y su boca se cerró salvajemente sobre la de Miranda que le devolvió el beso con la misma pasión, apartando finalmente la cabeza para respirar.

– ¡Dilo tú! -ordenó Miranda.

– ¿Decir qué?

– Dilo, ¡maldita sea!

– ¡Te amo, Miranda! ¡Dios Santo, cómo te amo!

La puerta se abrió de repente.

– ¡Ya estoy de vuelta, milady! ¡Ohhh! ¡Oh, milady! Le ruego que me perdone. Yo… yo…

Tranquilamente, Jared devolvió a Miranda a la bañera. La joven estaba muerta de risa.

– Acaba de ayudar a tu señora, Perky. Sólo he venido a decirle que la modista no tardará en llegar. -Se volvió y Perkins abrió unos ojos como platos porque Jared estaba empapado hasta las rodillas-.Me reuniré contigo cuando llegue madame Charpentier, querida.-Con estas palabras cruzó la puerta de comunicación entre ambas alcobas.

– ¿Quieres lavarme el pelo, por favor, Perkins? Realmente está muy sucio-murmuró Miranda-. ¿Cómo te ha llamado mi marido? ¿Perky? Es delicioso y te sienta muy bien. Eres demasiado joven para ser Perkins. Este nombre corresponde a una anciana de pelo blanco, lisa como una tabla. -La doncella se echó a reír, ya más recuperada de la impresión-. Voy a llamarte Perky -declaró Miranda, decidida.

Una hora después, el cabello de Miranda estaba casi seco y se sentía deliciosamente limpia. Llamaron a la puerta y una doncella fue a abrirla para que entrara madame Charpentier y sus dos aprendices. Era una mujer alta, seca, de edad indeterminada, siempre vestida de negro, pero la más buscada y apreciada de las modistas de Londres. Mirando apreciativa a la joven, dijo:

– Señorita Dunham, encantada de volverla a ver.

– Es lady Dunham -corrigió Jared plácidamente, entrando detrás de madame Charpentier.

La modista lo ignoró. Hacía tiempo que había decidido que los maridos contaban poco, sólo servían para pagar las facturas.

– ¡Clarice! ¡El metro! -ordenó a una ayudante y empezó sin más dilación a medir a Miranda- No ha cambiado, señorita Dunham. Sus medidas son las mismas. Utilizaremos los mismos colores de la temporada pasada: rosa pálido, azules y verdes.

– ¡No! -declaró Jared con firmeza.

– ¿Monsieur?

– No está usted vistiendo a la señorita Amanda, madame Charpentier. Mi esposa es completamente distinta de su hermana. Los colores pálidos no la favorecen.

– ¡Monsieur, es la moda!

– Los Dunham de Wyndsong dictan su propia moda, madame Charpentier. ¿Es usted capaz de hacerse cargo? Quizá debería pedir a Simone Arnaude que vistiera a mi esposa.

– ¡Monsieur! -La esquelética modista pareció una gallina ofendida, y ambas ayudantes ratoniles palidecieron, jadeando.

– ¡Fíjese en lady Miranda Dunham, madame! -Una mano elegante levantó la cabellera y la dejó resbalar entre sus dedos-. El cabello platino, los ojos verde mar, la tez como de rosas silvestres y crema. Toda ella es exquisita, pero vístala de tonos pálidos a la moda de hoy y se verá apagada. ¡Quiero color! ¡Turquesa, borgoña, granate, esmeralda, zafiro, negro!