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– ¿Negro, monsieur?

– Negro, madame. Este próximo miércoles iremos a Almack's y quiero que el traje de mi mujer sea de seda negra para realzar no solamente su tez, sino los diamantes que lucirá.

– ¡Negro! -musitó la modista-. Negro-Miró largo y tendido a Miranda, haciéndola ruborizarse. Luego una nota de respeto se percibió en su voz al asentir-. Milord Dunham tiene razón, y yo no soy aún demasiado vieja para aprender. Milady estará ravissante, ¡se lo prometo! Conque Simone Arnaud, ¡vaya! Vamos, Clarice, Marie.

– Después de recoger las cintas métricas y los alfileteros, salió majestuosamente de la estancia seguida de sus dos ayudantes.

– ¿Qué diamantes? -preguntó Miranda.

– Perky, fuera. No vuelva hasta que la llame.

– ¡Sí, milord! -exclamó Perkins, riéndose mientras salía.

– ¿Qué diamantes? -repitió Miranda.

– Los que voy a comprarte mañana. ¡Métete en la cama!

– ¿Con la ropa interior? -preguntó zumbona.

Tranquilamente le arrancó la camisa y tiró ambas mitades al suelo. Con la misma tranquilidad, Miranda le arrancó la de él, dejando ambos trozos junto a los de su camisa. Pero cuando sus manos se tendieron hacia la cintura de sus pantalones, él se las cogió.

– Oh, no, milady. Tengo muchas camisas, pero con todos los sastres de Londres ocupados y los tejidos decentes carísimos…

Se desabrochó la prenda mencionada y se la quitó. Luego, en un rápido movimiento levantó a Miranda del suelo y se la llevó a la cama adornada de crema y turquesa. Sujetándola con un brazo, apartó la colcha y la depositó dulcemente. Permaneció un momento junto a la cama, contemplándola y bebiendo la perfección de su magnífico cuerpo. Los senos pequeños perfectamente formados, la cintura fina y exquisitamente moldeada, las piernas largas y esbeltas. Jared sufría, no simplemente de deseo sino con otra especie de ansia, un ansia tan elusiva que ni siquiera podía darle un nombre. Miranda le tendió los brazos y con un gemido apagado Jared enlazó su cuerpo al de ella. Sus bocas se unieron, dulce, tiernamente, pero la estrechaba con tal fuerza que la joven apenas podía respirar.

– ¡Oh, fierecilla, cuánto te amo! -murmuró, vencido-. Debes de ser una brujita para tejer semejante red de encanto a mí alrededor. Soy un loco confesándote mi debilidad por ti, pero sospecho que has sabido desde el principio que te amaba. -Su mano fuerte y bronceada le acarició el cabello.

– No lo adiviné, Jared -le respondió con dulzura-. ¿Cómo podía ser? Estaba demasiado preocupada en mí misma para verte realmente. La noche antes de que saliéramos de Wyndsong permanecí despierta, en la oscuridad, escuchando el viento entre los robles. Por primera vez me enfrenté con la gravedad de la decisión que tomaba al zarpar hacia Inglaterra. Fue solamente entonces cuando me di cuenta de que te amaba y te necesitaba; de que sin ti y sin tu amor yo sólo era una mitad incompleta. ¡Te quiero, cariño! Confío en que la red que he tejido a tu alrededor sea realmente mágica. Si lo es, ¡nunca se romperá! -Tomó entre sus manos la oscura cabeza, la atrajo hacia sí y le besó los párpados, la boca, los pómulos prominentes-. ¡Ámame, mi vida! ¡Oh, ámame por favor! -murmuró dulcemente a su oído, provocándole una llamarada de deseo.

Estaba apresada entre sus poderosos muslos, Jared acariciaba hábilmente su carne ardiente. Miranda atrajo la cabeza de su esposo sobre sus senos, murmurando: «¡Por favor! A Jared le encantó que se sintiera cómoda con él, lo bastante para indicarle lo que le gustaba. Cerró la boca sobre un pezón erguido y rosado, y eso la hizo gritar. Chupó primero un seno dulcemente redondeado y después el otro. Dejó que sus labios resbalaran hacia abajo, a la gruta musgosa entre las piernas, curiosamente oscura en contraste con su cabello platino.

Miranda estaba algo más que asustada, como se advertía por el pulso agitado de su cuello. Pero se dejó amar como él deseaba desesperadamente. La suave lengua alcanzó la dulzura hasta entonces prohibida, provocándole casi un desvanecimiento. Su voz profunda la meció.

– Ah, fierecilla, eres tan hermosa como había sospechado…

Miranda sintió el calor de su propio rubor.

La pasión la acunaba y la alzaba muy por encima de! mundo de los simples mortales. Flotaba. Las manos de Jared se deslizaron por debajo de ella, alzándola de modo que su acometida fuera más profunda, y Miranda sintió que las lágrimas se le deslizaban por las mejillas cuando él la llenó con su enormidad, su calor. La besó y fue lamiéndole las lágrimas mientras su cuerpo se movía rítmicamente dentro de ella, dulce pero insistente, hasta llegar simultáneamente a la cima.

Su cuerpo grande y jadeante cubrió los estremecimientos del otro, esbelto, hasta que pasaron los espasmos. Entonces, de mala gana, se retiró de ella. Sin decir palabra tiró de los cobertores encima de ellos y la abrazó. Miranda suspiró feliz y poco después su respiración regular reveló que se había dormido. Qué digno de ella era aquella súbita declaración de su amor por él. Jared sonrió para sí a la luz del fuego. El reloj de porcelana de Sévres de la repisa de la chimenea dio las siete.

– Estás despierto -su voz tranquila lo sobresaltó.

– -Hum, hacía meses que no dormía tan bien -murmuró.

– ¡Yvo!

– Creo que vamos a tener que levantarnos. Miranda. No me preocupa el servicio, porque de todos modos chismorreará. Pero me temo que la pobre Doro se escandalizará si no aparecemos para la cena.

– Puede que sí -musitó Miranda, aunque luego se puso boca abajo y dejó correr los dedos sobre el pecho velludo, moviéndolos peligrosamente hacia abajo.

– ¡Señora! -refunfuñó Jared.

– ¿Decías? -Sus ojos verde mar estaban entornados, como los de un gato, y la caricia de las uñas provocaba a Jared estremecimientos en el espinazo. La agarró con fuerza por la muñeca.

– A cenar, señora. Tenemos invitados. ¿Recuerdas?

Miranda esbozó un mohín.

– ¡Gracias a Dios que mamá y Amanda van a casarse! ¡Y cuanto antes, mejor!

Jared soltó una carcajada. Salió de la cama y tiró de la campanilla.

– Haz prácticas de aplomo con Perky mientras yo llamo a Mitchum para que me ayude a bañarme y vestirme.

Era sábado por la noche, y la única aparición pública que hicieron los Dunham en el fin de semana fue ir temprano a la iglesia el domingo. El lunes, Jared Dunham desapareció por espacio de varias horas. Las damas se entretuvieron con las constantes pruebas en que madame Charpentier insistió, acompañada de sus dos nerviosas ayudantes y seis costureras, desde primera hora de la mañana y hasta última hora de la tarde. Miranda, compadecida de las jóvenes modistillas, medio muertas de hambre y exceso de trabajo cuando apenas habían salido de la infancia, ordenó a la cocinera que las alimentara bien e insistió en que descansaran en la habitación de servicio, vacía, del ático.

– Si cosen tan bien como comen, será usted la dama mejor vestida de Londres -comentó la cocinera a su señora.

– No quiero escatimarles nada -respondió Miranda-. Dos de esas pobres niñas tenían los ojos llenos de lágrimas cuando el lacayo se llevó la bandeja con los restos del té.

– Hambrientas o no, son muy afortunadas -declaró la señora Poultney.

– ¿Afortunadas?

– Sí, milady, afortunadas. Tienen un oficio y un empleo. Es más de lo que tienen muchas otras. No corren buenos tiempos, con los franchutes luchando sin parar. Hay mucha gente que se muere de hambre.

– Bueno -suspiró Miranda-, no puedo darles de comer a todos, pero puedo alimentar a las chicas de madame Charpentier mientras estén en casa.

– Voila! -exclamó madame a última hora del miércoles-. Está fini, milady, y aunque no me está bien decirlo, ¡es perfecto! Será la envidia de todas las mujeres esta noche en Almack's.