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Convencida de que todos los asistentes la habían visto, lady Abbott entró en el salón seguida de sus acompañantes. Hizo una elegante pero breve reverencia a la condesa Cowper y a la princesa De Lieven.

– Señoras.

– Lady Abbott -murmuró lady Cowper-. ¿Cómo se encuentra nuestro querido lord Abbott? He oído decir que últimamente está muy decaído.

– Es cierto -fue la respuesta-, lo está. Pero se empeña en que me divierta. "Soy un viejo, pero tú eres joven y no debes preocuparte por mí, Gillian», me dijo. Está loco por mí. No quiero disgustarle, porque disfruta con los chismes que le traigo.

– Que suerte tiene usted -dijo la princesa con dulzura-. Déjeme que le proporcione un chisme. Jared Dunham ha vuelto a Londres, y ahora es lord Dunham por herencia.

– No lo sabía -exclamó lady Abbott.

– Está aquí esta noche -añadió lady Cowper-, con las dos hijas del viejo lord. La menor va a casarse con lord Swynford dentro de pocas semanas.

Lady Abbott se volvió bruscamente y echó una mirada al salón. Al descubrir a su presa, se dirigió hacia él.

– ¡Emily, no le has dicho que Jared está casado!

– ¡Vaya por Dios, se me ha olvidado! -exclamó lady Cowper inocentemente, con los ojos brillantes de curiosidad.

Gillian Abbott se arregló disimuladamente los rizos, ignorando a sus acompañantes, que salieron tras ella. El había vuelto y Horace estaba ya en su techo de muerte, pensó Gillian. Se imaginó como lady Dunham, satisfecha de sí, mientras sorteaba a los bailarines y recorría el salón en busca de Jared. ¿Cómo se llamaba su propiedad americana? ¿Windward? Algo parecido. Pero no importaba. No tenía intención de vivir en aquella tierra salvaje. Él poseía una buena casa en Londres y pensaba hacerle comprar una casa de campo. ¡Allí estaba! ¡Dios, reconocería esa espalda ancha y musculosa en cualquier parte!

– ¡Jared! -lo llamó con su voz grave y susurrante. Él se volvió- Jared, mi amor! ¡Has vuelto! -Se lanzó a sus brazos, agarrándole la cabeza para besarlo apasionadamente. ¡Ya! ¡Lo comprometería públicamente!, pensó triunfante.

Con una rapidez que no había anticipado, Gillian Abbott se encontró separada del abrazo que tan cuidadosamente había preparado, y apartada de él. Jared Dunham la contemplaba con aquella maldita expresión sardónica que siempre le había molestado tanto.

– Gillian, querida -le dijo-. Trate de reportarse.

– ¿No te alegras de volver a verme? -Hizo un mohín. Los mohines de Gillian habían enloquecido a muchos hombres.

– Estoy encantado de verla, lady Abbott. ¿Puedo presentarle a mi esposa, Miranda? Miranda, cariño, lady Abbott.

Gillian sintió que se helaba. No podía haberse casado, gritó para sí. ¿Qué sería de sus planes? Miró enfurecida a la alta y hermosa mujer vestida de negro de pie junto a Jared. ¡Sin impresionarse lo más mínimo, la belleza se atrevió a devolverle la mirada! Lady Abbott se esforzó por contenerse porque parecía como si todo el salón estuviera observando la escena. ¡Malditas Emily Cowper y Dariya Lieven, aquel par de cerdas!

– Le deseo felicidad, lady Dunham -logró balbucir.

– Estoy segura de ello -fue la clara respuesta.

Un estremecimiento contenido recorrió el salón.

Gillian sintió una rabia incandescente que la inundaba. ¿ Qué derecho tenía aquella estúpida señoritinga yanqui a hablarle de aquel modo?

– ¿Qué diablos te llevó a casarte con una americana, Jared? -su voz destilaba ácido.

En el salón las conversaciones decayeron. Aunque ingleses y americanos volvían a estar en guerra, ninguno de los dos países sentía animosidad hacia el otro. Era simplemente otra escaramuza en la, al parecer, interminable batalla entre padre e hijo. El insulto era, por consiguiente, fruto de la frustración de una mujer amargada; sin embargo, la gente bien reunida aquella noche en Almack's comprendió que si la joven lady Dunham no sabía recoger el reto lanzado por Gillian Abbott, quedaría socialmente marcada.

Miranda se irguió en toda su altura y miró desde su aristocrático rostro a lady Abbott.

– Quizá mi marido se casó conmigo porque sintió la necesidad de una verdadera mujer -espetó con imponente dulzura.

Gillian Abbot abrió la boca cuando el certero dardo dio en el blanco.

– Tú… tú… tú… -le espetó furiosa.

– ¿Americana? -ofreció alegremente Miranda. Luego se volvió a su marido-. ¿Me habías prometido este baile, milord?

Y como para darle la razón, la orquesta inició un alegre ritmo.

– Vaya, vaya, vaya -comentó lady Cowper, sonriendo a su amiga, la princesa De Lieven-. Al parecer este final de temporada no va a resultar aburrido, después de todo.

– Ha estado mal por su parte no decirle a Gillian Abbott que lord Dunham se había casado, Emily -la riñó la princesa. A continuación rió y añadió-: La joven americana es una elegante luchadora, ¿verdad? La pareja perfecta para Jared.

– Se conocieron en Berlín, ¿verdad, Dariya?

– Y también en San Petersburgo. -Bajó la voz-. En diversas ocasiones ha servido a ciertos intereses de su gobierno como embajador-correo-espía no oficial.

– Lo sabía.

– ¿Por qué estará en Londres?

– Por la boda de su cuñada, naturalmente. Se casará a últimos de junio.

– Tal vez -dijo la princesa de Lieven-. Pero apostaría a que hay algo más en esta visita. Inglaterra y América vuelven a estar al borde de la guerra gracias a las intrigas de Napoleón y al desconocimiento de la política europea por parte del presidente Madison. Jared ha apoyado siempre a aquellos que, en su gobierno, desean la paz con honor y prosperidad económica. América sólo medrará así. Es un país vasto y rico, y algún día será una potencia a tener en cuenta, Emily.

– Se lo preguntaré a Palmerston -comentó lady Cowper-. Él lo sabrá.

El baile tocaba a su fin y las parejas dejaron el salón en busca de refrescos, antes de sentarse. Amanda, aunque pronto se convertiría en lady Swynford, estaba rodeada de admiradores entre los que repartía sus bailes con delicioso encanto bajo la mirada adoradora de Adrian.

Sobre sillas de terciopelo y oro, la viuda lady Swynford y Dorotea conversaban enfrascadas acerca de planes para la boda y comentaban chismes.

A la penumbra de un palco privado, Miranda sorbía limonada tibia y pastel rancio, que constituían el refresco proporcionado por Almack's. Estaba furiosa y la actitud fría y divertida de su marido la ofendía. Cuando ya no pudo resistir aquel pesado silencio, estalló:

– ¿Fue tu amante?

– Por un tiempo.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Mi querida fierecilla, ningún caballero habla de sus amantes con su esposa.

– ¿Esperaba que te casaras con ella?

– Esto era imposible por diversas razones. La dama ya está casada, y jamás le di la menor esperanza de otra cosa que una amistad breve. La relación terminó cuando dejé Londres el año pasado.

– Pues ella no parecía opinar lo mismo -protestó Miranda.

– ¿Estás celosa, fierecilla?

– Sí, maldita sea, lo estoy. ¡Si esa gata de ojos amarillos vuelve a acercarse a ti, le arrancaré los ojos!

– Ten cuidado, milady. No estás comportándote a la moda. Demostrar afecto por el marido se considera de mal gusto.

– Vámonos a casa -le susurró.

– Sólo hemos bailado una pieza. Me temo que causaremos un pequeño escándalo -replicó Jared.

– ¡Estupendo!

– Soy como cera en tus manos, milady. -Entornó los verdes ojos. La oscuridad del palco los ocultó cuando él la abrazó-. ¡Dímelo! -ordenó, rozándole los labios con un beso.