– Me desquitaré por el fallo, milady -se rió con picardía y cruzó la puerta detrás de los Van Notelman.
¡Sola! Por primera vez en muchos meses estaba sola. Los bien entrenados sirvientes se movieron rápida y silenciosamente por la casa, ordenándola de nuevo. Subió despacio la escalera hacia su alcoba vacía y tiró de la cinta bordada de la campanilla. Le pareció que la doncella tardaba mucho en aparecer.
– ¿Sí, milady? -Perky llevaba la cofia torcida y estaba ruborizada por el vino, el amor o ambas cosas.
– Prepárame un baño caliente -ordenó Miranda-, y también necesitaré una cena ligera… quizá pechuga de capón, ensalada y tarta de fruta. Luego puedes tomarte la noche libre, Perky.
Perky le hizo una reverencia torcida. Más tarde, cuando Miranda estuvo bañada y Perky le hubo cepillado el pelo. Miranda le dijo amablemente:
– Ya puedes irte, Perky. No te necesitaré más esta noche. Pásalo bien con Martin.
– ¡Oh, milady! ¿Cómo lo sabe?
– Resultaría difícil ignorarlo -rió Miranda-. Está loco por ti.
Perkins rió feliz, trató de hacer una última reverencia tambaleante y salió. Miranda volvió a reír; luego cogió un pequeño volumen encuadernado en piel, de los últimos poemas de lord Byron, y se sentó en el sillón de tapicería junto a la chimenea para leer mientras cenaba.
La señora Poultney le había preparado una crujiente ala de capón y varías lonchas de pechuga jugosa, un ligero suflé de patata, zanahorias enanas con miel y una ensalada de lechuga bien aderezada. La mujer era maravillosa, pensó Miranda, que se lo terminó todo con buen apetito antes de dedicarse a la tarta de fresas con su cobertura de fino hojaldre y el cuenco de crema de leche de Devon, junto con la pequeña tetera de fragante té verde de China. Saciada, se recostó en el sillón, caliente y relajada, y se quedó dormida.
La despertaron el golpe del libro al caer el suelo y las diez campanadas del reloj. No sabía bien si había sido la buena comida, el calor del fuego o la poesía de lord Byron, o las tres cosas combinadas, lo que la había adormecido. Recogió el libro y lo dejó sobre la mesa. El león literario de moda en Londres la aburrió. Estaba segura de que Byron nunca había sentido amor por nadie excepto por sí mismo. Miranda, de pie, se desperezó y bajó descalza la escalera hasta la biblioteca en busca de otro libro.
La casa estaba en silencio, porque los sirvientes, excepto el solitario lacayo que dormitaba en el vestíbulo, se habían acostado. Un fuego iluminaba los oscuros rincones de la biblioteca con una luz dorada mientras Miranda subía la escalerilla del pequeño altillo en busca de una de sus historias favoritas. Enroscada en su silla, empezó a leer. Apenas había empezado cuando se abrió la puerta de la biblioteca y oyó pasos. Varias personas estaban entrando en la biblioteca.
– Creo que aquí estaremos solos -dijo Jared-. Mi esposa y el servicio se han acostado hace rato.
– Por Dios, Jared -oyó el elegante deje londinense-, si tuviera una mujer tan preciosa como la tuya llevaría también tiempo en la cama y no dando vueltas por Londres.
Se oyó la nsa de los tres hombres, luego Jared dijo:
– Estoy de acuerdo contigo, Henry, pero ¿cómo podemos reunimos sin provocar especulaciones, a menos que nuestros encuentros parezcan reuniones sociales? Bramwell, sírvenos whisky, ¿quieres? Bien, Henry, ¿qué piensas de todo eso?
– Creo que tu gente tiene razón. El causante de todos nuestros males es el propio Bonaparte. El Parlamento acaba de rescindir la Real Orden que promulgó tan a la ligera. No quieren admitirlo abiertamente, pero necesitamos el mercado americano tanto como ellos nos necesitan a nosotros. ¡Maldita sea! ¡Aunque os hayáis independizado, somos ramas del mismo tronco!
– Así es -asintió Jared-, y todavía lo suficientemente ligados a Inglaterra para que pueda ser el simple señor Dunham en América mientras que, debido a la antigua concesión real a mi familia, soy lord Dunham aquí, en Inglaterra.
– ¡Caramba, Jared, qué whisky tan bueno! -comentó Henry Temple, vizconde de Palmerston.
– Conozco a un escocés que tiene una destilería aquí en Londres.
– ¡No podía ser de otro modo!
Resonaron las risas masculinas. Arriba, en el altillo de la biblioteca, Miranda se enroscó y se hizo lo más pequeña posible en su silla. No podía mostrarse, y menos en camisón. Habían asumido que la biblioteca estaba vacía.
Cuando lord Palmerston hizo aquel comentario acerca de ella, se había ruborizado hasta las raíces de su cabello platino.
– Sí, sabemos que Gillian Abbott está involucrada -dijo lord Palmerston-, pero no es la jefa y es a él a quien queremos. Gillian ha tenido amantes poderosos en los últimos años y es hábil para sonsacarles información, que pasa a su contacto. Algo que nunca entenderé es por qué hombres de ordinario prudentes pierden toda cautela en sus brazos.
– Nunca gozaste de sus favores, ¿verdad?
– ¡Dios Santo, no! Emily me mataría -rió avergonzado-. Pero Gillian fue tu amante el año pasado, ¿no?
– Por poco tiempo -admitió Jared-, Es hermosa y sexualmente insaciable, pero ¡cielos! resulta de lo más aburrida. Me gusta disfrutar en la cama, pero también quiero poder hablar con una mujer.
– Eres un tío radical -rió Temple-. La mayoría de los hombres estarían encantados, más que encantados, con Gillian tal como es.
– Sus ojos adquirieron una expresión grave-. Señor Bramwell, ¿tiene usted alguna idea acerca de quién es el contacto de Lady Abbott?
– La he vigilado muy de cerca, milord -respondió Roger Bramwell-, pero conoce a mucha gente y va a muchos lugares. Creo que su contacto es alguien de la alta sociedad, y que le pasa información en las reuniones sociales… probablemente, de viva voz. No veo otro modo. Empezaré a concentrarme en la gente que ve en las reuniones sociales.
– No acabo de entender por qué lo hace -observó lord Palmerston, moviendo la cabeza.
– Por dinero -declaró Jared con sequedad-. Gillian es codiciosa.
– -¿ Cuál es su plan, señor Bramwell, cuando averigüemos quién es nuestro hombre?
– Haremos llegar información a lady Abbott. La primera será auténtica, aunque de poca importancia. Esto nos ayudará a identificar a nuestra presa. La segunda será falsa. Una vez transmitida nos señalará a nuestro hombre con toda seguridad y entonces podrán arrestarlo.
Lord Palmerston asintió y dijo despacio:
– ¿Te das cuenta, Jared, que deberás ser tú el que engañe a la dama?
– ¡De ningún modo! -exclamó Jared-. ¡No quiero volver a involucrarme con lady Abbott!
– Jared, debes hacerlo. Estás bajo orden presidencial secreta para ayudarnos a detener a Bonaparte. Madison se dio cuenta de que los franceses lo embarcaron en lo del bloqueo, pero lo comprendió demasiado tarde. Te quiere a ti para este trabajo.
– Con el debido respeto, Henry, mis órdenes fueron ir a San Petersburgo y convencer al zar de que le convenía respaldar a Inglaterra y América, en lugar de a Francia. Nadie me ordenó que me acostara con Gillian Abbott. Y si lo hiciera, lo proclamaría por todo Londres, asegurándose de que mi mujer se enterara la primera. Miranda es joven y orgullosa, y muy independiente. Ya está enterada de que gocé de los favores de Gillian cuando era soltero. Me arrancará la piel a tiras si vuelvo a enredarme con esa descarada. -Miranda asintió vigorosamente-. Además de todo eso, amo a Miranda.
– No creí que fueras un hombre que te dejaras manejar por una mujer -observó tranquilamente Palmerston.
– ¡Tocado! -sonrió Jared-. Lo has intentado, Henry, pero mi esposa significa para mí más que mi orgullo. Bueno, ¿por qué yo, precisamente?
– Porque no podemos meter a nadie más en esto, Jared. Si lo hacemos, corremos el riesgo de que alguien lo descubra. Mira, Jared, aunque lord Liverpool pueda ser el nuevo primer ministro, el verdadero poder detrás del trono es lord Castlereagh, el ministro de Exteriores. Y que Dios nos valga, porque es un loco. El pobre Prinny puede ser un experto en arte, pero no tiene ni idea de cómo elegir un gobierno decente. Lord Castlereagh es un hombre de pocas luces, obstinado, que nunca ha sabido ver lo que es una buena solución. Es cierto que odia a Bonaparte y que se esfuerza por destruirlo, pero lo hace por razones equivocadas. Puede que yo sea un político tory, y ministro de la Guerra en un gobierno tory, pero antes que nada soy un inglés leal.