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– En otras palabras, Henry, lo que estamos haciendo no tiene sanción oficial.

– No.

– Y, si un bando u otro descubre nuestro plan, el Gobierno no nos reconocerá.

– En efecto.

Se hizo un silencio profundo. Miranda oyó solamente el crepitar de los leños en la chimenea. Por fin, Jared dijo:

– O soy un loco o un gran patriota, Henry.

– Entonces, ¿lo harás?

– A la fuerza ahorcan -suspiró Jared-. Supongo que no puedo ir a Rusia hasta que cacemos a nuestra espía. Bram, sírvenos otra copa.

– Para mí no -rehusó lord Palmerston-. Debo visitar muchos otros sitios esta noche a fin de preparar mi coartada. Cualquiera que nos viera salir de White's, sabrá que estuve en Watier's a continuación y ninguna sospecha recaerá sobre nosotros.

– Te acompañaré hasta la puerta -dijo Jared, levantándose para salir con él.

– No -lord Palmerston hizo un gesto con la mano-. Bramwell me acompañará a una puerta lateral, Jared. Es mejor que nadie me vea salir de tu casa. -Lord Palmerston tendió la mano y Jared se la estrechó.

– Buenas noches, Henry.

La puerta se cerró tras Henry Temple y Roger Bramwell. Una vez solo, Jared Dunham contempló tristemente el fuego y exclamó a media voz:

– ¡Maldita sea! -Y con voz más fuerte añadió-: Ya puedes salir, fierecilla.

– ¿Cómo has sabido que estaba arriba? -dijo mientras bajaba.

– Tengo muy buen oído, querida mía. ¿Por qué no bajaste en lugar de permanecer escondida? Has oído asuntos muy delicados.

– ¿Que bajara y recibiera a tus invitados así, milord? -Hizo una pirueta y levantó los brazos.

Vio a través de la fina seda circasiana el brillo de las finas caderas, las firmes nalgas y los jóvenes senos con la mancha oscura de sus pezones. Entonces se echó a reír.

– Tienes toda la razón, fierecilla, pero ahora tenemos un problema. ¿Eres capaz de guardar todo esto en secreto? Porque es necesario que no lo divulgues. -Estaba tan serio como Miranda jamás lo había visto.

– ¿Me crees acaso una de esas chismosas londinenses? -preguntó.

– No, mi amor, claro que no. No te ofendas. Pero has oído cosas que no deberías saber.

– ¿Eres un espía? -preguntó abiertamente.

– No, no lo soy, ni lo he sido nunca. Miranda. Trabajo en silencio y entre bastidores por una paz honorable. Soy antes que nada, y siempre, un americano. Napoleón ha trabajado con ahínco para destruir las relaciones entre América e Inglaterra, porque mientras discutimos él puede saquear Europa libremente. Él es el verdadero enemigo, pero los políticos con frecuencia no saben ver más allá de las causas aparentes.

– Lord Palmerston dijo que teníais una comisión presidencial.

– Bien…, no directamente. No conozco al presidente Madison. John Quincy Adams actúa de intermediario en este asunto. Pronto iré a Rusia para tratar de convencer al zar de que su interés reside en los americanos y los ingleses. El zar Alejandro ya ha sido informado por Napoleón.

– ¿Y qué papel desempeña tu amiga lady Abbott en todo esto?

Jared quiso ignorar el cebo.

– Forma parte de una red de espías franceses que operan en Londres. Necesitamos saber quién es el cabecilla y quitarlo de en medio. Si no lo hacemos, mi misión no estará segura. No conviene que Napoleón sepa lo que voy a hacer en Rusia, ¿verdad?

– ¿Y tienes que hacer el amor con ella?

– Probablemente, sí -respondió. No veía otro medio de tratar la cuestión como no fuera abiertamente.

– ¡La odio!-exclamó Miranda.

Jared se levantó y abrazó a su esposa.

– Oh, mi gran amor -murmuró-. No disfrutaré. Habiéndote conocido, ¿cómo puedo disfrutar con ella? Es vulgar y tosca, en cambio tú eres la perfección.

Miranda suspiró. Jared era un hombre de carácter y cumpliría con su deber. Pasado un instante se soltó de sus brazos y pasó al otro extremo de la habitación. Lo miró de frente y preguntó:

– ¿Cómo puedo ayudarte?

– Oh, mi fierecilla -dijo con voz enronquecida-. Estoy empezando a pensar que no soy tan digno de ti como debiera.

– Te amo -dijo Miranda simplemente.

– ¡Te amo!

– Entonces, dime cómo puedo ayudarte, Jared -repitió.

– Guardando nuestro secreto y manteniendo el oído atento para lo que oigas y creas que pueda interesarme -le contestó.

– Está bien, te doy mi palabra. Ahora, ¿podemos ir a la cama?

Algo más tarde, cuando yacían en plena pasión, ella lo tumbó de espaldas, se puso encima de él y le preguntó:

– ¿Por qué? ¿Por qué debe el hombre estar siempre encima y la mujer debajo?

Entonces Miranda se empaló en su verga endurecida. Él gimió y tendió las manos para acariciarle los senos. Miranda buscó el ritmo apropiado y lo montó como una joven Diana. Se movió frenéticamente y pareció encontrar gran placer en su situación indefensa. Pero, de pronto, la vanidad varonil se rebeló y Jared alargó las manos para agarrarle con fuerza!as pequeñas nalgas. Miranda se revolvió para desasirse, pero él no la dejó y la ola del clímax los alcanzó a los dos al unísono.

Cuando recobró el aliento, Miranda se separó de él diciéndole:

– Acuérdate de mí, cuando te veas obligado a hacer el amor con esa mujer.

– Fierecilla mía, es muy difícil que consiga olvidarme de ti -le murmuró y su risa feliz resonó en los oídos de Miranda durante mucho, mucho tiempo.

Aquellas palabras lo persiguieron. Juntos asistieron a un baile en casa de lady Jersey unas noches más tarde y después de saludar a su anfitriona pasaron a su abarrotado y ruidoso salón de baile. Era sólo un poco más pequeño que el de Almack's y admitía fácilmente a un millar de invitados. Decorado en blanco y oro, el salón tenía exquisitas molduras de yeso y estaba iluminado por ocho arañas de cristal de Waterford. Los ventanales estaban enmarcados por cortinajes de raso blanco con hojas amarillas. Enormes maceteros de cobre contenían rosales blancos y amarillos, colocados a intervalos a lo largo del salón.

Los músicos se habían instalado sobre un estrado rodeado por tres lados con palmeras y rosales. A lo largo de los costados del salón se veían infinidad de sillas doradas tapizadas de seda rosa para que los bailarines cansados pudieran reposar y destruir al mismo tiempo la reputación de sus mejores amigos.

Cuando Miranda y Jared entraron en el salón, la primera persona que vieron fue Beau Brummel, y él inmediatamente decidió apadrinar la carrera de Miranda en la sociedad de Londres. Beau era alto y elegante; tenía el cabello claro, exquisitamente arreglado, y ojos azules y vivos con una expresión perpetuamente divertida. Tenía la frente despejada y la nariz larga, y sus delgados labios siempre parecían esbozar un mohín despreciativo. Había lanzado la moda del traje de etiqueta negro y lo llevaba a la perfección.

Brummel se adelantó para saludar a Miranda y su voz culta se alzó deliberadamente para que llegara a los que le rodeaban. Cogió lentamente la mano de Miranda y se la llevó a los labios.

– Ahora, señora, sé que las Américas son el hogar de los dioses, porque vos sois una verdadera diosa. Vedme a vuestros pies, divina dama.

– Por favor, señor Brummel. Semejante postura estropearía el buen corte de vuestra magnífica casaca, y jamás podría perdonármelo-respondió Miranda.

– ¡Cielos, un ingenio digno de su rostro! Creo que me he enamorado. Venga, diosa, le presentaré a los que están bien y a los que están mal. No le importa, ¿verdad, milord? No, claro que no.