– ¡El emperador lo estaba esperando! -exclamó la francesa.
– Ya le dije que la información valía la pena -declaró Gillian, satisfecha-. ¿Sabe?, siempre me ha sorprendido que Napoleón utilice una mujer como espía.
La francesa se echó a reír.
– No hay nada insólito en que una mujer espíe. Catalina de Médicis, la esposa de Enrique II, tenía un grupo de mujeres, conocido como el Escuadrón Volante, que recogía información.
– Los ingleses jamás harían esto.
– No -fue la divertida respuesta-. Sólo espían para los demás y para su beneficio personal. Será mejor que nos vayamos, madame, no vaya a ser que llegue alguien. Adieu.
– Adíeu -respondió Gillian y Miranda oyó cómo se cerraba la puerta del servicio. Volviendo a mirar por la rendija del biombo, vio que el cuarto estaba vacío.
Tan de prisa como pudo. Miranda se precipitó al salón de baile en busca de Jared. Lo encontró hablando con lord Palmerston, que le sonrió con afecto.
– Como de costumbre, señora, su belleza eclipsa la de todas las demás -observó galantemente lord Palmerston.
– ¿Incluso la de lady Cowper? -preguntó Miranda con picardía, sabiendo que la hermosa Emily era la amante de lord Palmerston.
– ¡Que Dios nos ampare, soy Paris con su maldita manzana!-exclamó lord Palmerston, con fingida consternación.
– Soy la americana más bonita de este salón y lady Cowper es la inglesa más hermosa -terció Miranda.
– Señora, es usted una diplomática nata, no el ministro de la Guerra.
– Soy mejor espía, señor. ¿Quién es la dama vestida de rojo? La morenita que baila con lord Alvanley.
Lord Palmerston miró hacia donde le indicaba.
– Es la condesa Marianne de Bouche. Está casada con el primer secretario de la embajada suiza.
– También es la espía a la que lady Abbott pasó su información. Yo estaba en el excusado hace un momento y cuando entraron creyendo estar a solas hablaron libremente. Domino el francés, milord, y lo he entendido todo.
– ¡Vaya, que me aspen! -exclamó lord Palmerston-. ¡Una mujer! Ahora entiendo por qué no dábamos con el espía. ¡Una mujer! ¡Todo el tiempo ha sido una mujer! Cherchez ¡afemine, es bien cierto. Por Dios, lady Dunham, que nos ha hecho un gran favor. Jamás lo olvidaré, se lo prometo.
– ¿Qué hará con ellas?
– A la condesa la mandaremos a su casa. Es la esposa de un diplomático y no podemos hacer otra cosa que informar al embajador suizo acerca de las actividades de la dama.
– ¿Y Gillian Abbott?
– Será deportada.
Miranda palideció.
– ¿Qué dirán a su marido?
– El viejo lord Abbott ha muerto. Falleció a primera hora de la noche, poco después de que su mujer saliera. La detendremos después del entierro, discretamente. Su desaparición de la sociedad será atribuida al luto. No tardarán en olvidarla. Su propia familia ha muerto y no tiene hijos. Francamente, querida, los caballeros que han sido sus amantes no lamentarán su desaparición y los demás no la echarán de menos. Seremos discretos. No queremos poner en evidencia a! Nuevo lord Abbott, ni empañar la memoria del viejo lord.
– Pero, ¡deportarla!
– Eso o ahorcarla, querida.
– Preferiría que me ahorcaran. Supongo que lady Abbott es de mi mismo parecer.
– Si la ahorcáramos daríamos publicidad al asumo -respondió lord Palmerston, meneando la cabeza-, cosa que no nos conviene. No, lady Abbott será deportada para siempre… no en una colonia penal, sino a las nuevas tierras de Australia, donde será vendida como esclava durante siete años. Después de esto, quedará en libertad, pero no podrá salir de Australia.
– ¡Pobre mujer! -la compadeció Miranda.
– No lo sienta por ella. No lo merece. Gillian Abbott traicionó a su patria por dinero.
– Pero será virtualmente esclava durante siete años, -Miranda se estremeció-. No me gusta la esclavitud.
– Ni a mí, pero en el caso de lady Abbott es nuestra única solución.
El temor de Miranda por lady Abbott resultó innecesario. Gillian se enteró de su próxima detención y huyó de Inglaterra. Sólo cabía asumir que uno de sus amantes se compadeció de ella y la advirtió. Los policías habían seguido a la enlutada Lady Abbott después del entierro a fin de arrestarla discretamente en su casa. Pero bajo los velos del luto encontraron a una joven actriz londinense y no a Gillian Abbott. Horrorizada al descubrir que estaba involucrada en un crimen, la señorita Millicent Marlowe se deshizo en lágrimas y lo contó todo.
Era una partiquina en la compañía del señor Kean y había sido contratada dos días antes por un caballero a quien jamás había visto.
Como la pobre y asustada criatura decía obviamente la verdad, se la dejó en libertad. La doncella de lady Abbott, Peters, fue convocada, pero no se la pudo encontrar. La investigación reveló que Peters también había huido. El nuevo lord Abbott quería poner fin a la situación. Temeroso de un escándalo, hizo saber que la viuda se había refugiado en su nueva casa de Northumberland para el año de luto.
Jared y Miranda Dunham cerraron su casa de Devon Square y salieron hacía Swynford Hall, en las afueras de Worcester. El trayecto les llevó varios días. Viajaron cómodamente en una gran berlina construida especialmente para largos viajes. Llevaban dos caballos suplementarios que trotaban con los lacayos cuando Jared y Miranda no los montaban. Roger Bramwell había arreglado las paradas en posadas cómodas y agradables. Fue un trayecto delicioso y Miranda disfrutó de la compañía de su marido aquellos pocos días en la campiña inglesa. Y lo disfrutó mucho más porque sabía que pronto abandonarían Inglaterra para irse a Rusia.
El campo estaba exuberante de plantas veraniegas, un marco perfecto para Swynford Hall, una mansión en forma de E de principios de la época isabelina. Los ladrillos habían adquirido un tono rosado, aunque la mayor parte de la casa estaba recubierta de brillante hiedra verde oscuro. La berlina traspasó la verja de hierro mientras un portero sonriente los contemplaba. Su rolliza mujer hizo una reverencia afectuosa desde la puerta del pabellón de entrada el pasar la berlina. La avenida estaba bordeada de enormes robles, y más allá de los árboles se veía la atractiva vivienda de la viuda. A Miranda se le escapó una risita.
– Veo que la viuda lady Swynford ya está en su casa. No creí que Mandy lo consiguiera.
– Pero yo sí -replicó Jared-. Es tan testaruda como tú, mi amor, pero su apariencia angelical hace creer a la gente que es una mujer fácil de manejar.
– Vaya, ¿así que yo no soy la mujer más agradable?
– Oh, sí, muy agradable. -Pero acabó concluyendo-: ¡Cuando te sales con la tuya!
– ¡Trasto! -le increpó-. ¡Eres tan mal bicho como yo!
– ¡Exactamente, milady, y ésta es la razón por la que nos llevamos tan bien!
Todavía seguían riéndose cuando el coche se detuvo ante la entrada de Swynford Hall, donde los anfitriones esperaban. Las dos hermanas se abrazaron cariñosamente y, después. Miranda dio un paso atrás para contemplar a su radiante gemela.
– Veo que sobrevives al matrimonio -comentó sonriendo.
– No he hecho más que seguir tu ejemplo -le respondió Amanda, burlona.
Era el principio de una semana maravillosa. Los habían instalado en unas habitaciones de la esquina con vistas a las suaves colinas de Gales al oeste y al lago y a los jardines de la finca, al este. Amanda y Adrián seguían aún su luna de miel y resultaban los anfitriones menos exigentes. Las dos parejas se encontraban solamente a la hora de cenar. No había otros invitados y solamente en la cena del día de su llegada, la madre de Adrián estuvo invitada. Al día siguiente se marchó a casa de una vieja amiga, lady Tallboys, en Brighton. La sencilla vida campestre resultaba demasiado aburrida y estrecha para ella, declaró.