Al final de una deliciosa semana de largos paseos a caballo y a pie por el bosque, Miranda entró un día en sus habitaciones y se encontró a Mitchum haciendo la maleta de su marido. Sobresaltada, preguntó qué ocurría.
– Milord ha dicho que salimos esta noche para Rusia, milady-respondió el alto y severo ayuda de cámara.
– ¿Han informado a Perky? ¿Por qué no está recogiendo mis cosas?
– No estaba enterado de que nos acompañara usted, milady-respondió Mitchum, desazonado de pronto.
Miranda bajó corriendo hacia el salón del jardín, donde la esperaban los demás. Entró de sopetón y gritó a Jared:
– ¿Cuándo te proponías decírmelo? ¿O es que solamente ibas a dejarme una nota? ¡Creí que íbamos juntos!
– Debo viajar deprisa y resultaría imposible para una mujer.
– ¿Por qué?
– Escúchame, fierecilla. Napoleón se dispone a atacar Rusia. Cree que Inglaterra y América están tan implicadas una con otra que no podrán ayudar al zar. Debo llegar a San Petersburgo y conseguir la firma de Alejandro en un tratado de alianza secreta entre América, Inglaterra y Rusia. ¡Debemos destruir a Napoleón!
– Pero ¿por qué no puedo ir yo? -insistió.
– Porque debo llegar y estar de vuelta antes de que empiece el invierno ruso. El verano está ya mediado y el invierno les llega mucho antes que al resto de Europa e Inglaterra. El Dream Witch está anclado en la costa. Mitchum y yo saldremos a caballo esta noche. No podemos esperar una berlina ni una doncella.
– ¡Cabalgaré con vosotros! No necesito a Perky para nada.
– No, Miranda. Nunca has pasado más de dos o tres horas en la silla, y nuestra cabalgata hasta el mar será una paliza. Debes quedarte aquí con tu hermana y Adrián hasta mi regreso. Si alguien decide visitar Swynford, dirás que estoy enfermo y que no salgo de mi habitación. Te necesito aquí, fierecilla. Si ambos desapareciéramos durante semanas, provocaría habladurías.
“0h, mi amor, quiero volver a Wyndsong. Quiero criar nuestros caballos y mandar mis barcos a los confines de la Tierra sin tener que preocuparme. Quiero fundar una dinastía basada en el amor que nos profesamos. ¡Y no podemos hacer ninguna de esas cosas mientras el maldito mundo anda de cabeza!”
– ¡Te odio por todo esto! -exclamó, rabiosa. Pasado un instante preguntó-: ¿Por cuánto tiempo?
– Debería estar de vuelta a final de octubre.
– ¿Deberías?
– Estaré.
– ¡Mejor que sea así, milord, o iré a buscarte!
– Y lo harías, ¿verdad, fierecilla? -Tendió la mano y la atrajo hacia sí con fuerza. Miranda lo miró y sus ojos verde mar devoraron su rostro-. Volveré a casa muy pronto, mi amor -prometió con voz ronca y la besó ansiosamente.
Observándoles desde una esquina de la habitación, lady Amanda Swynford se dijo de nuevo que prefería el tierno amor que sentía por Adrián a ese ardor salvaje. Su hermana y Jared eran tan apasionados que cuando estaban pendientes uno de otro el mundo que los rodeaba dejaba de existir. El amor ardiente que compartían su gemela y Jared era, en cierto modo, algo muy primitivo.
Leyendo sus pensamientos, lord Swynford se acercó en silencio y pasó un brazo tranquilizador sobre los hombros de su esposa.
– Es sólo que ellos son muy americanos y tú y yo somos muy ingleses.
– Sí… será eso, supongo -respondió despacio Amanda-. Qué raro que Miranda y yo seamos tan diferentes.
– Pero en realidad os parecéis mucho, ¿sabes? Ambas poseéis un gran sentido de la ecuanimidad, y una tremenda lealtad hacia vuestros seres queridos.
– En efecto, así es -respondió Amanda-, y si conozco bien a mi hermana, se pondrá de lo más pesada cuando su marido se haya ido. Tú y yo lo pasaremos muy mal, Adrián. Esto no es precisamente lo que yo esperaba como verano de luna de miel.
– No -musitó Adrián, reflexivo-. No creo que tengamos ningún problema con Miranda.
Durante varios días a partir de la marcha de Jared, Adrián pareció haber acertado. Miranda se mantenía reservada. Amanda había temido enfrentarse con la Miranda de antes, tempestuosa, llena de rabia. Pero su hermana gemela estaba tranquila y pensativa. Se guardaba sus emociones y nadie podía saber si empapaba de lágrimas la almohada en la oscuridad de la noche.
Pasaron agosto y septiembre. Perdido en la corte rusa, lord Jared Dunham, el enviado angloamericano, tenía aún que ver al zar Alejandro. Napoleón había declarado la guerra a Rusia y marchaba sobre Moscú. El zar todavía no había decidido si apoyar abiertamente a los enemigos declarados de Bonaparte. También encontraba raro que ingleses y americanos, oficialmente en guerra, le pidieran que firmara con ellos una alianza contra los franceses. Decidió aplazar la decisión. Sin embargo, no se molestó en informar de ello a lord Dunham. Así que Jared esperaba y se preocupaba por si fracasaba su misión. Se desesperaba por su ausencia de Inglaterra.
Le llegó un mensaje de lord Palmerston. Los americanos y los ingleses, que buscaban el modo de terminar el conflicto entre sus países, habían decidido que Jared debía permanecer en San Petersburgo hasta que el zar tomara una decisión y se uniera a la alianza angloamericana contra Bonaparte. Pero al comprender que la prolongada ausencia de Jared de la escena social inglesa causaría comentarios, decidieron traer a su hermano Jonathan burlando el bloqueo inglés y americano, a fin de dejarlo en Inglaterra para que ocupara el puesto de su hermano Jared. Se parecían tanto que nadie notaría la diferencia.
Jared sonrió con amargura paseando dentro de la pequeña casa de invitados, que pertenecía a un gran palacio, y que se había alquilado para él. Daba al río Neva, que partía en dos el corazón elegante de San Petersburgo, y estaba rodeada por las viviendas opulentas de los muy ricos y poderosos. La casa, una pequeña joya, se había construido en el fondo de un gran jardín y tenía una vista preciosa del río. Contaba solamente con dos sirvientes, una cocinera y una doncella. Ambas ancianas hablaban un francés apenas comprensible, pero Jared no necesitaba a nadie teniendo a Mitchum. No estaba allí para hacer vida social. Por tanto, no tenía que recibir.
Jared Dunham se sintió muy solo de pronto, completamente aislado del mundo. Se preguntó si no estaría pagando muy caro el precio de sus ideales. ¿Qué diablos estaba haciendo en Rusia, lejos de Miranda, lejos de Wyndsong? Napoleón ya estaba en Moscú y una gran extensión de campos calcinados marcaban su paso a través del país, porque los aldeanos rusos, acérrimos patriotas, habían prendido fuego a sus campos antes de permitir que cayeran en manos de los franceses. Aquello significaría hambruna aquel invierno. Jared Dunham suspiró al ver la fina capa de hielo en el río Neva brillando al sol de la mañana. En Inglaterra estarían en otoño, pero aquí, en San Petersburgo, se les había echado el invierno encima. Se estremeció. Suspiraba por su mujer.
A la luz del amanecer, de pie junto a su cama, Miranda contemplaba al hombre que dormía allí. Estaba absolutamente segura de que no era su marido. Estaba casi convencida de que se trataba de su cuñado, Jonathan Dunham, pero ¿porqué estaba en Inglaterra? ¿Por qué se hacía pasar por Jared? Un súbito cambio en el ritmo de su respiración le hizo comprender que se había despertado.
– Buenos días, Jon -saludó plácidamente.
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó, sin molestarse siquiera en abrir los ojos verde gris.
Sentada al borde de la cama, se rió al contestarle:
– Jared no ha estado nunca tan cansado. Sobre todo después de una separación tan larga. Te has cortado el pelo.
– Para parecerme más a Jared.
– ¿Te proponías decírmelo, Jon? ¿O acaso el inteligente lord Palmerston decidió mantenerme en la ignorancia?
– Debía decírtelo sólo si me reconocías.
– ¿Y si no?
– Debía callarme -respondió a media voz.