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– Una belleza única -le había explicado Kit-, y además inteligente.

Mientras Darius Edmund estaba en la cola de los que esperaban para saludar a los anfitriones y a los invitados de honor, sus ojos se posaron sobre la dama en cuestión. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Era absolutamente magnífica y no hizo nada por disimular su admiración cuando se llevó a los labios su mano enguantada.

– Lady Dunham -murmuró-. Estoy desolado al ver lo tonto que he sido. Tendrá que prometerme un baile, naturalmente, y ser mi pareja para la cena.

– Me honra usted, mi señor duque -le dijo con frialdad- Le concederé un baile, por supuesto, en cuanto a la cena, no puedo prometerle nada. Tengo el tercer vals libre.

– Debo conformarme con eso, milady, pero le advierto que trataré de convencerla para que cene conmigo.

– Estaré en guardia -le sonrió.

Darius Edmund se refugió en un rincón desde donde podía ver a lady Dunham. Su traje tenía una transparencia de seda color violeta, recubierta de moaré lavanda finísimo. El dobladillo y el borde de las manguitas estaban bordados con una greca clásica en oro. El escote era profundo y el duque de Whitley admiró su precioso busto. Le ceñía el cuello un complicado collar de amatistas y perlas orientales montado en oro amarillo. Las piedras eran ovales, excepto la del centro, que tenía forma de estrella. Llevaba pendientes a juego, una pulsera y un anillo también en forma de estrella. Pero lo más delicioso eran las dos estrellas de amatistas oscuras en el pelo.

Su cabello. El duque suspiró, impresionado. Lo llevaba partido con raya en medio y sujeto en un moño bajo, en la nuca. Se preguntó qué aspecto tendría suelto, flotando. El cabello de una mujer era en verdad su mayor gloria y al duque no le gustaba el estilo de pelo corto, a la sazón de moda.

– ¡Darius, hijo mío!

Fastidiado se volvió hacia la gordezuela y enturbantada lady Grantham, amiga de su madre. Le sonrió y se llevó su mano a los labios, murmurando un saludo.

– Qué suerte encontrarte a solas -gorjeó lady Grantham-. Ven conmigo. Quiero que conozcas a mi sobrina, que está pasando unos días en casa antes de su primera temporada en Londres.

Santo Dios, pensó irritado, una chiquilla recién salida de la escuela. Pero no podía evitarla. El tercer vals no llegaría lo bastante deprisa para él. Cuando llegó, aferró ansiosamente a lady Dunham entre sus brazos y salió a la pista. Miranda se echó a reír.

– ¡Por Dios, señor! ¿Le parece correcto demostrar claramente tanto alivio?

– No tengo por qué ser cortés; soy Whitley, uno de los títulos más antiguos de Inglaterra. Por Dios, señora, que sois arrebatadora. ¿Por qué no me declaré a usted!a temporada pasada?

– Probablemente porque no me vio -respondió ella alegremente.

– Debía de estar ciego -murmuró, agitando la cabeza. Charlaron divertidos y pronto, pensando en el hombre que hubiera debido estar bailando con ella. Miranda se entristeció. Segundos después experimentó ira. Éste era su primer aniversario de boda y en lugar de estar en casa, en Wyndsong, celebrándolo con su amado, estaba bailando en un salón inglés con un duque enamorado mientras su cuñado fingía ser su marido. Si Jared pensaba que la maldita alianza angloamericana era más importante que su matrimonio, entonces ¿por qué se empeñaba ella en mostrarse como la esposa recatada y digna? ¿Quién sabía lo que estaría haciendo en la corte de Rusia? Cuando el baile llegó a su fin, Miranda pasó la mano por el brazo del duque y le dijo:

– He decidido permitirle que me acompañe a cenar, señor.

– Muy honrado -murmuró, besando la mano enguantada de lavanda antes de entregarla al siguiente bailarín.

A medida que aumentaba su ira, Miranda se mostraba más alegremente coqueta. Bailó la última pieza antes de la cena con Jonathan y le divirtió ver que él no aprobaba su comportamiento.

– Tienes a casi todos los jóvenes, casados o solteros, suspirando tras de ti.

– Tú no eres mi marido -le dijo en voz baja-. ¿Qué más te da?

– Respecto a todos los demás, soy Jared.

– Vete al infierno, mi amor.

– Por Dios, Miranda, ahora sé por qué Jared te llama fierecilla. Compórtate, o tendré que excusarte.

Lo miró rabiosa, enfurecida, y él le rodeó la cintura con un brazo.

– ¡Te odio! -exclamó Miranda entre dientes-. ¡Te odio por no ser Jared! Mi esposo estaría ahora aquí conmigo si no estuviera en San Petersburgo.

– Cálmate -le aconsejó Jon, comprendiendo su ira-. Cálmate, cariño. No puedes evitarlo y conozco bien a mi hermano; debe de sentirse tan solo como estás tú ahora.

El baile terminó y el duque se precipitó para llevarse a Miranda a cenar. Ambos hombres se inclinaron.

– Duque.

– Milord, estoy encantado de tener a su hermosa esposa como compañera de cena. Ojalá pudiera encontrar otra dama igual para hacerla mi duquesa. Belleza, inteligencia e ingenio son una combinación insólita.

– En efecto, señor. Soy muy afortunado -afirmó Jon, quien volvió a inclinarse y se alejó.

El comedor de los Swynford era aquella noche un templo a la gula. La larga mesa de caoba estaba cubierta por un mantel de damasco blanco, irlandés, con un dibujo flora!. Alineados de un extremo a otro de la mesa había seis candelabros de plata, de seis brazos cada uno, con velas de color crema. Entre los candelabros destacaban cinco centros de rosas rojas, blancas y rosas, con verde y algo de acebo. El copioso menú consistía en dos mitades de ternera asada a la sal para conservar todo su jugo. Las habían colocado a cada extremo de la mesa. Había cuatro piernas de cordero recubiertas de romero, dos lechones con manzanas en la boca, jamones aromatizados con clavo, ocas asadas y rellenas de fruta, enormes salmones escoceses en gelée, esturión, ostras, langostas y fuentes de lenguado frito. Había liebre, anguilas, carpas, paté de palomino, fuentes ovaladas de porcelana de Wedgewood con perdices y codornices, pastel de calabacín, coles de Bruselas, suflé de patatas, fritos de manzana y albaricoque, y grandes cuencos de plata con lechuga, rabanitos y escalonias.

Sobre el largo aparador estaban los postres, fuentes de plata con pastel de queso y almendras, tortas, tartas de fruta, grandes cuencos de natillas; peras recubiertas de merengue, manzanas asadas y pasteles rellenos de crema de moka. Bandejas de plata, a pisos, sostenían petiís fours recubiertos de azúcar glas blanco, rosa y verde.

Miranda comió sólo una loncha de ternera cruda, ensalada y dos diminutas patatas, pero el plato de Darius era como una montaña de ternera, lechón, codorniz, pastel de calabacín, coles de Bruselas, fritos de albaricoque y una pequeña langosta. Contempló asombrada cómo lo engullía todo y luego elegía tres postres. Ella sólo tomó uno. También bebió mucho champaña, pero ahí siguió su pauta, porque su ira no había remitido en absoluto. El champaña se le subió a la cabeza y rió como una tonta mientras el duque coqueteaba con ella. A éste, el deseo empezó a inflamarlo. Si no podía tenerla como esposa, ¡qué exquisita amante sería!

– Pasemos al invernadero, querida -le murmuró al oído-.Tengo entendido que los rosales de su cuñado no tienen parangón.