Ambas hermanas se habían reído a espaldas del buen doctor, y ante el horror del ama habían desnudado al niño encima de la cama de la mamá para admirar su perfección. Los dediles de manos y pies, las uñas diminutas, su espeso pelo negro, los genitales en miniatura, todo les provocaba exclamaciones de júbilo.
– ¿Cómo vas a llamarlo? -preguntó Amanda cuando su sobrino ya tenía una semana.
– ¿Te importaría que le ponga el nombre de papá? -dijo Miranda.
– ¡Cielos, no! Thomas es un nombre Dunham. Adrián y yo hemos decidido que si tenemos un varón lo llamaremos Edward, y si es niña Clarissa. ¿Qué opina Jared?
– ¿Jared? Oh, está de acuerdo. El niño se llamará Thomas. Pienso pedir a Adrián que sea su padrino, y el hermano de Jared, Jonathan, también va a ser padrino. Jared tendrá que representar a su hermano en la ceremonia, porque es imposible que Jon pueda venir de América. ¿Querrás ser tú la madrina de mi hijo?
– Encantada, cariño, si tú aceptas ser la madrina del mío.
– Pues claro que sí, Mandy -prometió Miranda.
Thomas Jonathan Adrián Dunham fue bautizado a mediados de mayo, en la pequeña iglesia de la aldea perteneciente a Swynford Hall. Si lord Palmerston había tenido noticias de Jared, no comunicó ningún mensaje a Miranda. En realidad, se había esforzado en no tropezarse con ella en ninguno de los actos sociales a los que ambos asistían. Ignorando lo que pudo haber contado a su amante, lady Cowper, Miranda ni siquiera podía suplicar a Emily que intercediera por ella. La situación se estaba volviendo intolerable.
El alumbramiento del pequeño Tom había sido relativamente fácil, sin embargo Miranda se cansaba con frecuencia y se sentía más sola que desde hacía meses. Jon, naturalmente, había estado con ella durante el parto, sentado a su lado, secándole la frente sudorosa con un pañuelo empapado en colonia, dejándola que estrechara sus manos hasta el extremo de creer que iba a rompérselas, todo para darle ánimos. Cuando Miranda pensó en Jared, por un instante pensó en abandonar, pero el hecho de ver a Jon la había ayudado. Jon entendía de mujeres dando a luz.
Pero lo que más disgustaba a Miranda era pensar que Jared ni siquiera sabía que iba a tener un hijo. Su marido ignoraba que tenía un hijo fuerte y sano. Sin tener la menor noticia de su esposo, su imaginación pesó sobre los nervios habituales después del parto. Jared no había sido célibe antes de su matrimonio y ahora, separado de ella, ¿qué podía impedirle buscarse una amante en San Petersburgo?
Alternaba entre lágrimas y pataletas al imaginar a su Jared con otra mujer retorciéndose debajo de él. [Otra mujer recibiría lo que por derecho le pertenecía! Entonces se echaba a llorar de frustración, odiándose por dudar de él, odiándolo por anteponer el patriotismo a su mujer.
Si Jared hubiera podido conocer sus pensamientos le habría complacido enormemente, porque poco antes del nuevo año había pasado a ser huésped forzoso del zar. Su nuevo hogar era un espacioso apartamento de dos piezas en la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Estaba bajo la protección del zar, pero no le estaba permitido marcharse.
La única mujer que le preocupaba era Miranda, y pensaba en ella con frecuencia. La había convertido en una mujer, su amor le había dado seguridad, confianza, y ahora la imaginaba acosada por todo caballero con sensibilidad en aquella sociedad, deslumbrante con su ingenio e insólita belleza.
Una furia impotente lo torturaba. ¿Y si aquel sátiro real, Prinny, se empecinaba en querer seducir a Miranda? ¿Podría ella evitarlo? ¿Querría evitarlo? Pese a su barriga, el príncipe regente era un hombre encantador y fascinante. ¡Por Dios! ¡Mataría al canalla si se atrevía a tocarla! «¡Oh, Miranda-pensó-, pese a toda tu inteligencia, sabes tan poco del mundo! Solamente ves lo que quieres ver, amor mío, y nada más.» Jared Dunham paseaba furioso e inquieto arriba y abajo de sus habitaciones, entregándose a todos los diablos por haber abandonado a su esposa.
Y como para burlarse de su malhumor, San Petersburgo disfrutaba de unos días claros y soleados. Más allá de las rejas ornamentales y de los cristales de las ventanas, distinguía el cielo azul y el brillante sol.
La ciudad estaba blanca de nieve que resplandecía en los tejados y en las cúpulas acebolladas de las iglesias. A sus pies, el Neva estaba helado y la aristocracia se divertía haciendo carreras de trineo a tumba abierta sobre la superficie congelada. Imaginaba el tronar de los cascos y los gritos de participantes y público a la vez. Allí arriba, en su pequeño mundo, los únicos ruidos eran los que hacían él o Mitchum.
Pensó en Londres, en la temporada que empezaba. Se preguntaba cómo se adaptaba su hermano Jonathan, aquel firme yanqui de Nueva Inglaterra, al papel de lord angloamericano. Se rió, divertido ante la idea de su sensato y sencillo hermano, obligado a vivir en brazos del lujo, como se esperaba de lord Dunham.
Pero Jonathan se había adaptado cómodamente a su papel de rico lord yanqui. Tenía su club y una deliciosa amante, una pequeña bailarina de la ópera de Londres. Durante su estancia en Londres, salía a cabalgar a diario con Adrián, tenía suerte en el juego, visitaba el gimnasio del Caballero Jackson para boxear y acompañaba a su bailarina a todos los lugares donde un caballero podía dejarse ver con su amante.
Antes de que los Dunham y los Swynford salieran para Worcester, se había despedido de la dama regalándole un vistoso aderezo, collar, pendientes y pulsera, de pálidas aguamarinas del Brasil. No contaba con volver a verla y se rió ante la posibilidad de que Jared se la encontrara algún día.
De nuevo iban a pasar el verano y el otoño en Swyntord Hall. El bebé, Tom, estaba instalado en unas habitaciones alegres que se habían redecorado en espera de la llegada de su primo. Serían, según declaración de Amanda, como gemelos. El personal encargado de los niños se dedicó a mimar al nuevo heredero de Wyndsong Island, y Miranda apenas veía al niño excepto unos minutos por la mañana y otro tanto antes de que se durmiera.
Jon pasaba la mayor parte del tiempo lejos de ella y Miranda descubrió escandalizada que se había enamorado sinceramente de una joven viuda de la aldea, a quien había conocido el invierno anterior.
La joven señora Anne Bowen era la hija del anterior rector de la iglesia de Swynford, ahora ya fallecido. Anne se había casado a los dieciocho años con el hijo menor del señor local, pero la familia de su marido había contado con que su hijo se casara con una heredera, no con la hija del vicario local; en consecuencia, desheredaron al joven Robert Bowen y lo dejaron sin un céntimo. Afortunadamente, había sido un erudito porque su familia le había educado bien. Abrió una modesta escuela para enseñar a los niños de la localidad. El matrimonio vivía en la rectoría, porque el vicario era viudo. Con la bendición de un techo sobre sus cabezas, la huerta que Anne cuidaba y las modestas ganancias de Robert como maestro estaban tranquilos.
En los diez años de su matrimonio les nacieron un niño y una niña. Entonces, dos años atrás, suegro y yerno habían muerto un atardecer de un día de otoño en que habían salido a dar un paseo. Habían sido arrollados por la diligencia de Londres a Worcester, que patinó al salir de una curva, completamente descontrolada en manos de su cochero borracho. Sólo los gritos de los aterrorizados pasajeros habían logrado detener al conductor, que fue arrancado del pescante y golpeado sin piedad por los airados labradores que corrieron desde los campos, indignados por las muertes de sus amados vicario y maestro.
Anne Bowen se quedó de pronto, a la vez, sin padre y sin marido y en la más absoluta pobreza. De no haber sido por la bondad del joven lord Swynford, Anne Bowen también se hubiera encontrado sin hogar y en el asilo, una vez llegado el nuevo párroco. Adrián se preocupó de que se le diera una casita de piedra en buen estado, en las afueras de la aldea, completamente gratis. El joven lord no podía permitirse proporcionar una pensión a la viuda y a los dos niños, pero se preocupó de que no le faltara leche y mantequilla de su granja. Con su pequeña huerta y unas pocas gallinas, patos y ocas, Anne Bowen podía estar segura de que sus hijos no morirían de hambre.