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Los pequeños crecían de prisa. El joven John Roben necesitaba estudiar y recibir una educación como su padre. Ya tema once años y debería haber ingresado en Harrow. Por otra parte, ¿qué sería de Mary Anne? Era demasiado distinguida para casarse con un granjero, pero no tenía dote. Anne, desesperada, recurrió a sus suegros quienes la rechazaron con firmeza. Anne Bowen quería desesperadamente a sus hijos y por ellos se humilló:

– No pido nada para mí -suplicó-, sólo para los niños. Son sus nietos. Puedo proporcionarles un techo, comida y vestirlos, pero no puedo permitirme la educación del niño ni la dote de la niña. ¡Por favor, ayúdenlos! Son unos niños estupendos.

La informaron brutalmente de que no reconocían el matrimonio con su hijo y la acompañaron fríamente a la puerca. No se permitió el lujo de llorar hasta que estuvo cerca de la verja, pero entonces las lágrimas se desbordaron y se alejó a ciegas.

– ¡Chisss, señora!

Se volvió y vio a una mujer con el uniforme de doncella.

– Soy Thatcher, la doncella de la joven señora. No está de acuerdo en cómo la han tratado los señores. No puede hacer nada, pero le gustaría darle esto. -Le puso un pañuelo en la mano-. Desearía que pudiera ser más. -La mujer desapareció apresuradamente por entre los arbustos que bordeaban la avenida.

Anne Bowen deshizo el pañuelo de hilo y encontró dos soberanos de oro. La bondad de su desconocida cuñada hizo que las lágrimas fluyeran con más abundancia que antes durante los once kilómetros de distancia hasta Swynford. Al día siguiente hizo saber que se ofrecía como costurera y que quienes desearan algo más elegante que las ropas confeccionadas en casa, podían disponer de sus servicios.

Pasaron dos años. Estaba tan ocupada manteniendo a su pequeña familia que no se daba cuenta de lo sola que se encontraba. Entonces, un día de mayo, el gatito de Mary Anne se quedó atrapado en lo alto de un manzano. El gatito era una boca más que alimentar, pensó cuando la niña lo llevó a casa. Pero al ver la desesperación en los ojos de la pequeña, suspiró y accedió, sí, el gatito iba a ser una posesión valiosa para el hogar. ¡La pobrecita Mary Anne tenía tan pocas cosas!

– ¡Maldita sea! -exclamó por lo bajo contemplando al pequeño animal blanco y gris. ¿Cómo diablos lo bajaría? Mary Anne lloraba a su lado.

– ¿Puedo ayudarla? -Anne se volvió y vio a un elegante caballero que desmontaba de su caballo.

Reconociendo al cuñado de lord Swynford, le hizo una reverencia.

– Es usted muy amable, señor, pero no quisiera que se ensuciara la ropa.

– Tonterias -Jon trepó al árbol y le entregó el gatito a Mary Anne-. Toma, pequeña, y procura que el descarado no se te vuelva a escapar.

Las lágrimas de Mary Anne desaparecieron y salió corriendo con el garito apretado contra su pecho.

Jon saltó con ligereza del árbol, se sacudió la ropa y Anne Bowen le sonrió tímidamente:

– Gracias, milord. Si le hubiera ocurrido algo al gatito, mi hija se hubiera desesperado.

– No ha sido ninguna molestia, señora. -Inclinó la cabeza, volvió a montar y se alejó.

Durante varios domingos, al salir de la iglesia, la saludaba, alzaba el sombrero, y decía:

– Buenos días, señora.

Su esposa estaba con él todos los domingos y Anne pensó en lo hermosa que era lady Dunham. Le envidiaba su ropa elegante. Un día, varias semanas después de su primer encuentro, Jon se detuvo en la casita para preguntar por el gatito. Después adquirió la costumbre de pasar por lo menos dos veces a la semana, y Anne Bowen se encontró esperando impaciente sus visitas.

A veces traía caramelos para los niños, que, al no disponer de dinero para semejantes lujos, los devoraban en un abrir y cerrar de ojos. Luego, un atardecer, apareció con un conejo pelado y a punto de echar a la cazuela. Anne, correctamente, lo invitó a cenar esperando que declinara su humilde ofrecimiento, y se sorprendió al ver que lo aceptaba. Nunca había recibido en la casita. Sus vecinos la respetaban porque, aunque era mucho más pobre que ellos, no por eso dejaba de ser la hija del vicario. Sólo en ciertas ocasiones se aventuraban hasta su puerta.

Jon se sentó junto al fuego en el único sillón y la contempló mientras ponía la mesa. Anne sacó del arca de la ropa un precioso mantel de hilo irlandés, blanco como la nieve, que tendió sobre la mesa ovalada. Del aparador gales salió la porcelana fina de su madre y unas copas de cristal verde pálido. Los cubiertos eran de acero pulido con mangos de hueso y los candelabros parecían de estaño. Los niños trajeron ramas del jardín para decorar la mesa. El estofado de conejo se iba cociendo saturando toda!a casa de un sabroso aroma.

Los niños estaban extasiados. Raras veces probaban la carne. Anne casi lloró al ver su alegría ante los ligeros buñuelos que hizo gracias a su tesoro de harina. Preparó una ensalada de lechuga recién cogida y también una tarta de manzana… agradeciendo la generosidad de lord Swynford, que le permitía disponer de buena y espesa crema de leche. Jon se fijó en todo; el afán de los niños por el conejo estofado, el orgullo tranquilo de Anne y sus mejillas arreboladas. Se dio cuenta de que no debían de estar acostumbrados a comer tan bien y se maldijo interiormente por haber aceptado su invitación, privando así a los niños de una buena ración.

Anne era una cocinera maravillosa, y Jon no pudo evitar comer golosamente, lo que suscitó una sonrisa en la preciosa cara de la viuda.

– Da gusto ver de nuevo el apetito de un hombre -murmuró.

– Le traeré otro conejo mañana -le prometió-, y no pediré que me deje quedar a cenar esta vez.

– No debe hacerlo. Ya ha sido más que generoso.

– Hay demasiados conejos en la finca. Después de todo, mi ofrecimiento es honrado. No soy cazador furtivo.

– No quise decir… Oh… -Se ruborizó al comprender que se burlaba de ella. Recobrándose, añadió-: Estaré encantada de aceptar otro conejo, milord.

Los niños habían salido fuera a jugar y él se ofreció a ayudarla a recoger la mesa, pero Anne no se lo permitió.

– Debe marcharse, milord, mientras queda todavía luz para que le vean.

– ¿Por qué?

La mujer volvió a ruborizarse.

– Si los vecinos no le ven salir, supondrán que se ha quedado. Perdone mi pretensión y mi falta de delicadeza, milord, pero debo pensar en mis hijos.

– No, señora Bowen -dijo mientras se levantaba-. Soy yo quien debe pedirle perdón por mi falta de tacto. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Mal pagaría su hospitalidad si pusiera en entredicho su reputación- -Se inclinó mientras se dirigía a la puerta-. Servidor, señora.

Anne lo contempló mientras Jon cabalgaba carretera abajo y suspiró. Ojalá un buen hombre como éste viniera algún día y se casara con ella. Anne Bowen sabía que debería casarse por poco que pudiera. Lord Swynford había sido muy bueno y la poca costura que conseguía les servía para ir tirando, pero John Robert no podía crecer como un ignorante y Mary Anne debería casarse algún día decentemente. A menos que alguna hada buena le dejara una olla de oro, le resultaría imposible prescindir de un hombre, pero ¿a quien podía encontrar allí, en la aldea de Swynford? Por otra parte, salir de allí, equivalía al asilo.

De regreso a la mansión en el atardecer rosado, Jonathan Dunham se encontró incapaz de olvidarla. Era bonita y valiente. Le recordaba a Charity y, sin embargo, no guardaba el menor parecido con su primera esposa. Charity había sido una muchacha robusta y fuerte de Cape Cop, con alegres ojos azules y unos rizos rubio ceniza, cuya tez solía estar morena por el tiempo que pasaba al aire libre. Era fuerte, práctica, sensata, un sano ejemplo de la feminidad americana. Anne Bowen era una rosa inglesa, no muy alta, esbelta y de tez pálida. Tenía los ojos grises, preciosos, y el cabello cobrizo. Daba la impresión de gran delicadeza, aunque saltaba a la vista su fortaleza. El único parecido real entre las dos mujeres era su entrega a los hijos.