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Se había sentido atraído por ella desde el principio. Su admiración aumentó por lo que le contaron los demás y lo que él mismo había visto.

Tenía que ir a verla y no tardó en aparecer a la caída de la tarde por la puerta trasera de la casita. Pero su comportamiento era casto. Él y su familia se habían ido a Londres después de Año Nuevo y no volvió a ver a Anne hasta mayo. Desde Londres había enviado regalos a los niños y se había puesto de acuerdo con lord Swynford para que se les autorizara a montar sus caballos.

– Por Dios, Adrián -le dijo-. Estos niños no son paletos… son pobres, por supuesto, pero son señores. Hasta que el vicario y su padre fallecieron, tuvieron sus propios caballos. Además, con nuestras dos esposas embarazadas, los caballos sólo hacen ejercicio con los mozo de cuadra. Los niños te harían un favor.

– Te has interesado mucho por los Bowen, Jared. ¿Acaso la bonita viuda te consuela de la pérdida de Miranda? -comentó Adrián burlón, pero dio un paso atrás al ver la expresión airada de lord Dunham-. ¡Santo Dios, Jared! ¿Qué es lo que he dicho?

– La señora Bowen no es mi amante, Adrián, si es esto lo que insinuabas. Me escandaliza que pudieras suponer semejante cosa de una dama como Anne Bowen.

Adrián, lord Swynford, miró con curiosidad a su cuñado pero no dijo nada más. Miranda parecía feliz con su marido, y él no tenía por qué intervenir.

Jonathan volvió a ver a Anne Bowen el primer domingo que pasó de nuevo en Swynford Hall. Al salir de la iglesia la vio del brazo de Peter Rogers, el posadero.

– Creía que el posadero estaba casado -murmuró al oído de Adrián.

– Me ha dicho el administrador que la señora Rogers murió este invierno, y se ha visto a Peter en compañía de la señora Bowen bastantes veces en los últimos meses. No es mala persona y ella tiene que volver a casarse por los niños.

Mientras Jonathan contemplaba al posadero se sintió invadido de una rabia terrible. El hombre miraba a Anne como si fuera una tarta de fresa a punto de ser devorada. Sus ojillos no dejaban de echar ojeadas al pecho de la viuda y cada vez que lo hacía, se relamía después. Jonathan suspiraba por aplastarle la cara a aquel hombre. Durante el resto del día, Peter Rogers acaparó todos sus pensamientos… Peter Rogers y Anne. A la caída de la tarde ya no pudo aguantar más. Cabalgó hacia la casita.

Los ojos de Anne miraban cautelosos cuando respondió a la violenta llamada de Jonathan.

– ¿Milord?

– ¿Está sola?

– Sí, milord.

– ¿Y los niños?

– Se han acostado hace un rato, milord. Por favor, entre, se le puede ver muy bien a la luz de la puerta.

Cruzó el umbral, cerró la puerta tras de sí y preguntó:

– ¿Va a casarse con Peter Rogers?

– Si él me lo pide -respondió tranquila.

– ¿Porqué?

– Milord, tengo dos hijos. Para una mujer sola es una tarea muy ardua. Ya no tengo dinero ni familia, y la familia de mi difunto marido no moverá un dedo por ayudarme. Lo sé con toda seguridad porque me humillé y fui a suplicarles que ayudaran a sus nietos. Debo volver a casarme, pero en la aldea no hay nadie de mi posición social. ¿Qué puedo hacer? El señor Rogers es un hombre ambicioso. Si me lo pide, me casaré con él a condición de que me prometa mandar a John a la escuela y dote a Mary Anne.

– ¿Se venderá a ese cerdo por dinero?-Estaba horrorizado-. Si es dinero lo que quiere, yo puedo darle más -le espetó. La atrajo brutalmente hacia sí y la besó, la besó apasionadamente hasta que ella dejó de forcejear y se transformó en una carga suave, flexible y llorosa. La levantó del suelo y la llevó al pequeño dormitorio. Le hizo el amor despacio y con ternura, con una dulzura tan suave como avasalladora había sido su ira.

Anne no podía creer lo que estaba ocurriendo. Siempre le había parecido agradable con Roben, pero nunca había sentido nada similar. Era una pasión ardiente que la colmaba de una sensación extraordinaria y nueva, y cuando se terminó y descansó agotada en brazos de su amante, se echó a llorar convencida de que algo tan maravilloso no podía ser malo.

Jon la mantuvo abrazada, dejando que sus lágrimas le empaparan el pecho. Por fin, cuando sus sollozos se transformaron en leves hipidos que gradualmente fueron apagándose, le preguntó a media voz:

– Si yo estuviera libre de casarme contigo, ¿te convertirías en mi esposa, Anne?

– Pe… pero no lo estás -suspiró.

– No has contestado a mi pregunta, amor. Si estuviera libre, ¿te casarías conmigo?

– Claro que sí.

Sonrió en la oscuridad.

– No aceptes al señor Rogers, Anne. Todo saldrá bien, te lo prometo. ¿Querrás confiar en mí?

– ¿Me estás ofreciendo ser tu amante?

– ¡Cielos, no! -masculló, rabioso-. Te tengo en demasiada estima para eso.

No lo comprendió, pero era demasiado feliz para preocuparse. Lo amaba. Lo había amado desde el momento en que lo conoció. El no lo había manifestado, pero sabía que él también la amaba.

La dejó justo antes de que amaneciera, escabulléndose por la puerta trasera y cabalgando a través de los campos brumosos y grises del alba. Aquella mañana a las nueve. Miranda recibió a Jonathan en su alcoba. Sentada en la cama, con una mañanita de seda rosa pálido sobre los hombros y el cabello trenzado, resultaba de lo más apetecible, pensó. Le besó la mano que le tendía.

– Miranda.

– Buenos días, milord. Para alguien que ha pasado toda la noche fuera, tienes muy buen aspecto.

– Tan temprano y qué bien informada estás.

– ¡Ah! Los mozos de cuadra te vieron llegar y se lo dijeron a la lechera, quien a su vez se lo contó a la pinche cuando trajo los huevos esta mañana. La pinche, naturalmente, se lo pasó a la cocinera que lo mencionó a la doncella cuando Perky fue a recoger mi desayuno, y Perky me lo ha contado a mí. Está indignada de que me hagas esto.

– Aquí Miranda imitó hábilmente a su fiel servidora-. Es lo que se puede esperar de un caballero cuando ha conseguido lo que desea, milady.

Jonathan se echó a reír.

– Me alegra saber que cumplí con lo que Perky considera el deber de un caballero.

– Estás preocupado. Lo veo en tus ojos. ¿Puedo ayudarle de alguna forma?

– No estoy seguro. Verás, me he enamorado. Miranda. Quiero casarme, pero como debo ser Jared y no Jon, ni siquiera puedo declararme a la dama de forma respetable. Y quiero hacerlo. Miranda. No quiero que Anne me crea un canalla. Desearía revelarle quién soy en realidad, pero no me atrevo. No quisiera poner a Jared en peligro.

Miranda se quedó pensativa un Ínstame, luego dijo:

– Debes decirme primero quién es la dama, Jon.

– Anne Bowen.

– Tengo entendido que se trata de una dama discreta y tranquila. ¿ Estás seguro de que te aceptaría si se lo pidieras?

– Sí.

– No creo que el hecho de que Anne Bowen conozca nuestro secreto perjudique a Jared -observó Miranda-. Seguro que mi marido no tardará en llegar y entonces terminará esta farsa. Estamos lo suficientemente lejos de Londres y éste no es un lugar de moda que atraiga a la alta sociedad. No quisiera que Anne Bowen tuviera la dolorosa convicción de que está metida en una situación adúltera. Considero mejor que le cuentes la verdad. Pero ¿te creerá ella? Ésta es una situación poco corriente.

– Me creerá si vienes conmigo cuando se lo cuente.

Miranda reflexionó el asunto. Había estado pensando en un plan, y ahora veía que si Jon estaba ocupado con Anne ella quedaría libre de desaparecer.