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Miranda bajó escapada y salió de la casa. El día era tibio y agradable y pronto se encontró saliendo de los límites del jardín, pasado el templete griego junto al lago de la finca y colinas arriba. Su ira iba en aumento a cada paso. En un árbol cercano, una alondra dejó oír su alegre canción y Miranda sintió el impulso de lanzarle una piedra. ¡Todo el mundo era asquerosamente feliz! ¡Todo el mundo excepto ella!

Jonathan se había ido zumbando a Londres aquella mañana para ver a lord Palmerston. Jon ya tenía lo que deseaba. Y también Adrián, su tranquilo y estúpido cuñado. Parecía creerse el primer hombre en la historia del mundo que había tenido un hijo. ¡Cuántas veces había ido a verla aquella misma mañana y le había estrujado sus pobres manos hasta reducirlas a pulpa! Y todo para decirle:

– ¡Un hijo. Miranda! ¡Amanda me ha dado un hijo!

La última vez que lo hizo, había arrancado los dedos doloridos de aquella garra.

– ¿Un hijo, Adrián? ¡Creía que era una cesta de cachorros! -le espetó. La expresión herida le hizo arrepentirse de inmediato, claro, y se había excusado-: Estoy cansada Adrián.

Era una mentira fácil e inmediatamente aceptada por el delicadísimo lord Swynford, que creía que todas las mujeres eran un extremo de sensibilidad. La verdad era que estaba vergonzosamente sana; se había recuperado del parto en un par de semanas. Su irritabilidad procedía de toda la felicidad que la rodeaba. Deseaba a su marido, que llevaba ya diez meses fuera. No había sabido nada de él, pero ¿cómo podría explicar las cartas de un marido que supuestamente estaba con ella? ¡Ni siquiera sabía que tenía un hijo! Lo deseaba, deseaba su voz, su contacto, la pasión que despertaba en ella. Suspiró, ¡Hacía tanto tiempo!

– ¡Señora!

Miranda se sobresaltó y vio a un chiquillo con una cabeza llena de rizos y unos vivos ojos negros y curiosamente adultos.

– Eh, señora, ¿quiere que le digan la buenaventura?

En el bosque cercano había un campamento de gitanos. Se veían carretas multicolores y un grupo de caballos de buena facha que pastaban en el prado.

– ¿Eres vidente? -preguntó, divertida, al chiquillo.

– ¿Qué es vidente?

– Alguien que ve el futuro -le contestó.

– Nunca había oído este nombre, señora, pero no soy yo quien predice el futuro, sino mi abuela. Es la reina de nuestra tribu, y famosa por sus predicciones. ¡Es solamente un penique, señora! -Y la tiró de la mano.

– ¿Un penique? -Fingió que consideraba la oferta detenidamente.

– Oh, venga, señora, usted puede gastarlo -insistió.

– ¿Cómo estás tan seguro?

– Por su traje. ¡La tela es muselina de la mejor calidad, las cintas son de seda de verdad y los zapatos de una piel preciosa!

– ¿Cómo te llamas, muchacho? -preguntó entre risas.

– Charlie -contestó sonriendo.

– Bien, Charlie, amigo gitano, ¡tienes razón! Puedo permitirme que me echen la buenaventura y me gustaría que me la dijera tu abuela.

Si Miranda esperaba una criatura siniestra, desdentada, estaba abocada a una decepción. La abuela de Charlie era una mujer menuda con cara de manzana, con una gran falda de vuelos verde brillante sobre varios refajos y una blusa amarilla bordada de varios colores. Calzaba botas rojas. Sobre los rizos entrecanos se posaba una guirnalda de margaritas y sus dientes se cerraban sobre una pipa de barro.

– ¿Dónde has estado, diablillo? ¿Y quién es esta señora que me traes al campamento?

– Una señora para que le digas la buenaventura, abuela.

– ¿Puede pagar?

Miranda sacó una moneda de plata del bolsillo y se la entregó a la vieja. La gitana la cogió, la mordió y dijo:-Pase a la carreta, milady. -Subió la escalerilla y, seguida por Miranda, entró en el interior alegre y vulgar, donde sedas color ciruela jugaban con otras escarlata, violeta, mostaza y azul cobalto.

– Siéntese, siéntese, milady. -La gitana tomó la mano de Miranda-. Echémosle una mirada, querida.

Estudió atentamente a su clienta durante unos instantes. Miranda esperaba las tonterías habituales acerca de un misterioso desconocido y buena fortuna. En cambio, la mujer estudió la fina y blanca mano que tenía entre las suyas, morenas y nudosas, y le dijo:

– Su hogar no está aquí en Inglaterra, milady. -Era una declaración. Miranda se calló-. Veo agua, mucha agua, y en el centro una brillante isla verde. Usted pertenece allí, milady. ¿Por qué la ha abandonado? Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a ver esa tierra.

– ¿Quiere decir que la guerra continuará? -preguntó Miranda.

– Usted es la que determina su destino, milady. Y por alguna razón, está empeñada en su propia destrucción.

Miranda experimentó un escalofrío, pero estaba fascinada.

– ¿Y mi marido? -preguntó.

– Volverán a reunirse, no tema, milady. No obstante, debe tener cuidado, porque veo un peligro, ¡un gran peligro! Veo en su mano a un joven dios dorado, un ángel oscuro y un diablo negro. Los tres le producirán dolor, pero puede escapar de ellos si quiere hacerlo. Todo depende de usted. Me temo que tiene una naturaleza obstinada que no acepta ningún freno. Al final, su supervivencia estará en sus propias manos. Es lo único que puedo ver, milady. -Dejó caer la mano de Miranda.

– Una pregunta más -suplicó Miranda-. ¿Y mi niño?

– Estará bien, milady. No debe temer por su hijo.

– Pero yo no le había dicho que tenía un hijo.

La vieja gitana sonrió.

– Sin embargo -le repitió-, le aseguro que estará perfectamente.

Miranda abandonó el campamento gitano y regresó caminando despacio. Ahora, si cabe, estaba mucho más inquieta que antes. Su mente sólo barajaba una idea: debía llegar hasta Jared. Si pudiera estar con su marido, todo se solucionaría. Debía conseguir a su adorado Jared y nada se interpondría en su camino.

Jonathan regresó a Swynford Hall vanos días después, rebosante de felicidad, y Miranda adivinó que había tenido éxito en la obtención de la licencia especial.

– ¿Cuándo os casaréis? -le preguntó.

– Ya lo hemos hecho -respondió, y ella se sorprendió-. Dispuse que Anne se encontrara conmigo en una pequeña aldea cerca de Oxford, hace dos días. Nos casamos en la iglesia de allí, St. Edwards.

– Oh, mi querido Jon. ¡Os deseo toda la felicidad! ¡De verdad te lo digo! Pero, ¿por qué no esperaste un poco para que yo pudiera ser dama de honor de mi nueva hermana?

– Temía que te reconocieran. Miranda. Cuando estuve en Londres me compré una peluca para recuperar mi auténtica apariencia. Créeme, disfruté volviendo a ser Jonathan Dunham. Nadie que me vea con Anne relacionará al simpático caballero americano que se casó con la viudita con el arrogante milord angloamericano, que es mi hermano. Fue una ceremonia rápida y discreta, y Anne regresó a la aldea de Swynford al día siguiente.

– Tuviste razón, Jon, ha sido mejor así. -Luego rió con picardía-. ¿Cómo está nuestro querido amigo lord Palmerston? Debo mandarle unas líneas para agradecerle su cooperación.

Jon se rió abiertamente.

– La admiración que siente Henry por ti sólo es comparable a su rabia ante tu descaro. No está acostumbrado a que una moza americana, según sus propias palabras, le haga chantaje. No obstante, estuvo de lo más cooperativo y simpático por mi posición.

– ¿Te habló de Jared? -preguntó, angustiada.

Jonathan sacudió la cabeza.

– No quiso decir nada.

– ¡Oh, Jon! ¿Qué habrán hecho con mi marido? ¿Por qué Palmerston no quiere siquiera ofrecerme una palabra de consuelo? Desde el día en que Jared salió cabalgando de Swynford Hall, no he sabido nada de él. Ni una palabra de su señoría el ministro de la guerra. Ni una nota garabateada. ¡Nada! ¿Cuánto tiempo se supone que debo seguir así? Palmerston no es humano.

Jonathan la rodeó con su brazo.

– Palmerston no piensa en términos de individuos, sino que piensa en Inglaterra y en toda Europa, en la destrucción de Napoleón, que es su enemigo mortal. ¿Qué son las vidas de cuatro personas ante todo eso? Lord Palmerston asusta al regente. Asusta a todos sus contemporáneos. Es un independiente… muy inteligente, pero al fin y al cabo un inconformista.