– Oyéndote parece muy fácil -suspiró Amanda.
– Y lo es, Mandy.
– A juzgar por tus palabras, se diría que te vas a Londres a buscarlo después de un pequeño viaje de negocios -observó Amanda, irritada-. ¿Cuánto tardarás en llegar a San Petersburgo?
– Probablemente dos semanas, pero dependerá de los vientos.
– ¡Entonces estarás fuera más de un mes! Dos semanas de ida, dos de vuelta, y el tiempo que te lleve buscar a tu marido, a Jared.
– Oh, confío en que el embajador sabrá dónde está Jared respondió Miranda, sin darle más importancia.
– Tengo una premonición -anunció Amanda.
– ¿Tú? -rió Miranda-. Tú nunca tienes premoniciones, querida, yo sí.
– ¡No quiero que te marches, Miranda! ¡Por favor! ¡Por favor! Hay algo muy peligroso en este viaje -suplicó Amanda.
– Bobadas, querida. Te preocupas demasiado. Es un simple viaje y lo conseguiré. ¡Sé que lo conseguiré
TERCERA PARTE
10
El capitán Ephraim Snow contempló a la mujer de su amo desde su metro noventa de altura.
– Mire, señora Dunham -le dijo con voz pausada-, yo no voy a dejarla desembarcar hasta que descubramos dónde está Jared. No me fío de estos rusos. Ya he tenido tratos con ellos anteriormente.
– Enviaré un mensaje al embajador británico, capitán -contestó Miranda-. Supongo que él sabrá dónde está mi marido.
– Muy bien, señora. ¡Willy! ¿Dónde estás, muchacho?
– Aquí, señor. -Un joven marinero se acercó corriendo y saludó.
– La señora Dunham va a escribir una nota para que la lleves a la embajada inglesa dentro de unos minutos. Espera.
– Sí, señor.
Miranda volvió al salón del yate y escribió rápidamente un mensaje pidiendo noticias de su marido. El mensaje, sencillo y directo, fue llevado a la embajada por el joven Willy, a quien indicaron que esperara respuesta. Miranda no estaba dispuesta a dejarse engatusar por un diplomático. El mensajero volvió al cabo de una hora con una invitación para cenar en la embajada. El coche del embajador pasaría a recogerla a las siete.
– ¡Oh, cielos! No tengo nada que ponerme -se lamentó Miranda.
Ephraim Snow sonrió.
– Me parece estar oyendo a mi Abbie. Ella también se queja de lo mismo infinidad de veces.
– En mi caso es lamentablemente cierto -se rió Miranda-. No sólo he venido de viaje sin mi doncella, sino que tampoco he traído ropa de noche. Después de todo, no venía para hacer vida de sociedad, Eph. Usted conoce la ciudad, ¿hay algún sitio donde pueda conseguir un traje de noche decente y zapatos?
– El Emporium de Levi Bimberg es el lugar, pero la acompañaré yo, señora Dunham. No estaría bien visto que fuera sola.
Pidieron un coche de un caballo y Miranda y el capitán Snow se fueron en él. Dio la dirección en cuidadoso francés, idioma que todos los cocheros hablaban, y se dirigieron a la Perspectiva Nevski, la avenida principal de la ciudad. Miranda estaba fascinada por la ciudad en aquel hermoso día de verano. Los bulevares eran anchos y bordeados de árboles. Había inmensos parques verdes y plazas llenas de flores. A lo largo del río Neva discurría un precioso y largo paseo donde incluso ahora, a primera hora de la tarde, paseaban unas cuantas parejas bien vestidas.
– Pero ¡es precioso! -exclamó Miranda-. San Petersburgo es tan hermoso como París o Londres.
– Sí, sí, es precisamente lo que el zar quiere que vean los visitantes-comentó agriamente el capitán.
– ¿Cómo, Eph? ¿Qué quiere decir?
– Ya veo que usted no sabe mucho de Rusia, señora Dunham. Básicamente, hay dos clases: el zar y sus nobles, y los siervos. Los siervos son como esclavos. Sus únicos derechos son los que sus dueños quieren darles. Existen solamente para la conveniencia y el placer de sus amos y viven en una increíble pobreza; si uno muere, no tiene la menor importancia dado que quedan muchos más para ocupar su puesto.
“También hay una escasa clase media. Este mundo no puede trabajar sin tenderos y los pocos labriegos libres que les dan de comer, pero si pudiera ver cómo están de abarrotados los barrios bajos de la ciudad interior, se le helaría la sangre. Hay astilleros aquí, importantes metalurgias y fábricas textiles. Pagan una miseria a los obreros, y los que no viven en los tugurios, ocupan unos barracones cerca de las fábricas, que son poco mejores”.
– ¡Pero eso es terrible, Eph!
– Sí, se alegra uno de ser un salvaje americano, ¿verdad? -observó secamente el capitán.
– No puedo creer que a un ser humano le complazca tratar mal a otro. Detesto la esclavitud.
– No todos los de Nueva Inglaterra piensan así, señora Dunham. Muchos de ellos trafican con esclavos africanos para las plantaciones del sur. -Miranda se estremeció y al instante Ephraim Snow se sintió culpable por haberla disgustado-. Vamos, señora, no debe preocuparse por semejantes asuntos. Piense en Jared y en lo mucho que se sorprenderá al verla. ¿Cree que estará en la embajada esta noche?
– No, ni siquiera estoy segura de que esté en San Petersburgo ahora. No me cabe duda de que la embajada habría dicho algo si él estuviera aquí.
– Probablemente. Mire, señora, ahí está el Emporium de Levi Bimberg. Si no encuentra ahí lo que busca, no lo hallará en ninguna otra parte. Ésta es una de las mejores tiendas de la ciudad. Tiene las últimas importaciones.
El carruaje se detuvo ante una gran tienda tan elegante como cualquiera que Miranda hubiera visto en Londres. Ephraim Snow bajó y ayudó a Miranda.
– Espere -ordenó al cochero, y la acompañó al interior.
Miranda eligió un traje de la mejor seda de Lion, dorada, muy transparente y entretejida de hilos metálicos. Estaba salpicada de pequeñas estrellas plateadas y las finas cintas que ceñían el busto eran también de plata. Le sentaba como un guante. Lo llevaría aquella noche.
Compró otros dos trajes, uno de un rosa oscuro a listas plateadas y otro morado sujeto con cintas doradas. También compró ropa interior de seda y medias, delicados zapatos de cabritilla dorada y plateada, cintas y bolsos a juego, y un chal con grandes flecos de color crema. Era la primera vez que Miranda compraba ropa confeccionada, pero la costurera de la tienda comprendió en seguida los pequeños retoques que debía hacer.
El coche del embajador llegó puntual y el capitán Snow la acompañó hasta el pie de la pasarela para dejarla a salvo en el carruaje. El traje dorado brillaba a la luz del atardecer, porque en San Petersburgo la noche era muy corta. Aunque había traído poca ropa de Inglaterra, si había pensado en su joyero, de forma que se había adornado el cuello con un magnífico collar de amatistas rosadas y oro, con ovalados pendientes a juego. Una vez sentada, se alisó el traje con los guantes de cabritilla dorada.
– Debo ser puntual, Eph -dijo y el carruaje se puso en marcha lentamente.
Al otro lado de la calle, frente al fondeadero, el príncipe Alexei Cherkessky observaba la escena desde una ventana de una agencia de importación-exportación.
– Tienes toda la razón, Sasha -observó-. La mujer me parece perfecta para mi propósito. Pero antes de actuar, debo descubrir quién es. Sigue el coche hasta la embajada inglesa y averigua lo que puedas.
– Sí, amo -respondió Sasha-. ¡Sabía que te gustaría! ¿Acaso no sé siempre lo que te gusta?
– Hum, sí -murmuró distraído el príncipe, siguiendo el coche con la mirada- ¡Apresúrate, Sasha!
Sasha salió corriendo y el príncipe bajó lánguidamente la escalera hasta la planta principal de la agencia, observando con curiosidad la hilera de empleados sentados en altos taburetes frente a los libros de cuentas. El propietario de la agencia se apresuró a interpelarlo.