– ¿Ni su madre, ni su otra hermana? Seguro que protestarán por su desaparición.
– Ambas están en América -mintió tranquilamente Gillian.
El príncipe reflexionó sobre la situación.
– ¡Hazlo esta noche, Alexei! Quién sabe cuánto tiempo va a quedarse en San Petersburgo -le urgió Gillian-. Piensa en el tiempo que llevas buscando una rubia platino de ojos claros para tu semental. Las niñas que conciba te producirán una fortuna.
Sasha observó atentamente a!a mujer de su amo. No le gustó el tono ansioso de su voz ni el exagerado brillo de sus ojos. Consideraba si estaba diciendo la verdad, y en efecto sospechaba que mentía.
– Mi señor príncipe -dijo a media voz en ruso, una lengua que Gillian no comprendía-. No estoy seguro de que te esté diciendo la verdad. Sé lo mucho que necesitas a esta mujer, pero recuerda que el zar te advirtió que si había otro escándalo relativo a la granja, te desterraría a tus propiedades.
El príncipe levantó la mirada y señaló la cama.
– Ven y siéntate, Sasha. Dime lo que piensas de todo esto, mi amor. Tú siempre has velado por mi interés. Eres la única persona en el mundo en quien confío.
Sasha sonrió tranquilizado y se tendió en la cama junto a su amo. Apoyado sobre un codo, continuó.
– Tu amante busca vengarse.
– Y no lo ha disimulado -respondió el príncipe.
– Es más que esto, alteza. Su historia es demasiado perfecta. No creo que un hombre rico permitiera a su amante el uso de su yate cuando no está con ella. La esposa puede llevarse el yate, pero nunca la amante.
– ¿Qué marido en su sano juicio dejaría que tan bella esposa viajara sin él? ¿Sin acompañantes? ¿Sin carabina?
– Siempre hay circunstancias atenuantes, mi príncipe.
– Estoy seguro de que tienes razón, pero deseo a esa mujer y no quiero escándalos. Tengo un plan perfecto. Escúchame y dime qué te parece. Raptaremos a la americana; naturalmente sus servidores a bordo del yate irán a la policía al ver que no regresa. Tú, querido Sasha, la llevarás a la granja y vigilarás su apareo con Lucas. Quiero que te quedes hasta que haya dado a luz felizmente a su primera hija. No debes temer que nadie la encuentre, porque lady Miranda Dunham figurará como muerta. El cuerpo de una mujer rubia -y ahí el príncipe se inclinó y besó ligeramente a Gillian- será encontrado flotando en el Neva. Llevará las ropas de lady Dunham y parte de sus joyas. Después de varios días en el río, resultará difícil averiguar quién es en realidad, pero la ropa y las joyas les convencerá de que se trata de lady Dunham. Bien, Sasha, ¿verdad que soy listo?
– Amado príncipe, estoy impresionado por tu sutil astucia.
– Vuelve junto al cochero inglés. Ya se habrá enterado de más cosas que puedan ayudarnos en la captura de nuestra presa.
Sasha cogió la mano del príncipe y se la besó.
– Estoy encantado de obedecerte, mi amo -le aseguró levantándose de la cama y abandonando la habitación.
– ¿Qué era toda esa palabrería con tu amiguito? -preguntó Gillian en su impecable francés.
– Sasha no te cree, querida -respondió el príncipe.
– Ese gusano está muerto de celos -comentó Gillian-. Seguro que no le harás caso, Alexei.
– Le he tranquilizado, amor -murmuró el príncipe Cherkessky, sibilino- Bésame ahora.
En la embajada británica Miranda se vio obligada a tener paciencia. Cuando llegó vio que era una más entre muchos invitados a una gran cena donde era absolutamente imposible hablar con el embajador. Sin embargo, su compañero de mesa era el secretario, quien le aseguró que el embajador la recibiría en privado al día siguiente para hablar de su marido.
– Dígame sólo una cosa -suplicó Miranda-. ¿Está vivo?
– ¡Santo Dios, claro que sí! Cielos, milady, ¿acaso lo dudaba?
Miranda se esforzó por mantener la voz baja.
– Lord Palmerston no quiso decirme nada.
– ¡Maldito idiota! -masculló el secretario, al comprender lo que lady Dunham había estado pasando durante meses-. Perdón, señora-se apresuró a añadir.
– He llamado cosas mucho peores a lord Palmerston, señor Morgan -confesó Miranda con un brillo de picardía en los ojos, y el secretario se rió.
Fuera, en el atardecer rosado de Rusia, Sasha había vuelto a entablar conversación con el cochero.
– ¿Qué, otra vez de vuelta? -preguntó en inglés.
– Mí amo me ha azotado por no haber descubierto más acerca de la hermosa señora dorada -sonrió amablemente Sasha-. Me ha enviado para que averigüe más cosas o repetirá la paliza.
El cochero se mostró comprensivo.
– Sí, estos ricachones son todos iguales. Quieren lo que quieren y no aceptan un no por respuesta, como tenemos que hacer todos los demás. Bien, muchacho, resulta que ya sé mucho más acerca de la dama. Me enteré en la cocina mientras estaba cenando. Ha venido a buscar a su marido, que ha estado en San Petersburgo por asuntos de negocios. El embajador es amigo suyo, asi que la invitó a cenar. Sin embargo, como lord Dunham ignoraba que su esposa iba a venir, hace una semana dejó la ciudad camino de Inglaterra. La volveré a traer mañana por la tarde, a tomar el té, a fin de que el embajador pueda decírselo.
– Bueno, ahora sí que mi amo estará contento -dijo Sasha. Se metió la mano en el bolsillo y sacó otra moneda de plata-. Gracias, amigo mío. -Se despidió dejando la moneda en la palma de la mano del cochero. Después marchó a toda prisa.
Miranda estaba sumamente apenada al descubrir que debía esperar por las noticias de Jared, pero por lo menos sabía que estaba bien. Después de la cena hubo un baile y no le faltaron parejas. La mayoría eran miembros de la comunidad diplomática, caballeros engolados, reblandecidos y atrevidos debido a los buenos vinos del embajador.
No obstante, uno de ellos destacaba. Era el príncipe Mirza Eddin Khan, hijo de una princesa turca y un príncipe georgiano. El príncipe era el representante oficioso de la corte otomana en la corte rusa, y por lo que se refería a Miranda, era el único hombre interesante en el salón, aquella noche.
El príncipe le resultaba sumamente atractivo; medía más de metro ochenta, su cabello rizado y el bigote recortado sobre sus labios sensuales eran de un brillante color castaño oscuro, sus ojos de un azul intenso y su tez de color dorado. Por el hecho de ser musulmán no bailaba y cuando Miranda rechazó a diferentes caballeros a fin de recobrar el aliento, se acercó a ella y comentó con voz divertida:
– Es usted demasiado bonita para fruncir así el ceño. Tengo entendido que ese gesto produce infinidad de arrugas.
Miranda se volvió a mirarlo y él, ante la belleza de aquellos ojos verde mar, se quedó sin aliento.
– No soy una muñequita, alteza, sino una americana franca y sin pelos en la lengua. No quiero ofenderlo, pero por favor, no venga a decirme bobadas como los otros caballeros. Sospecho que es más inteligente que todo eso.
– Acepto la corrección, milady. Si prefiere la pura verdad, déjeme decirle que en mi opinión es usted una de las mujeres más hermosas que jamás haya visto.
– Gracias, alteza -respondió Miranda sin bajar la vista, aunque el rubor de sus mejillas aumentó.