Al príncipe le encantó verla confundida.
Hablaron de asuntos personales y encontraron fácil el intercambio de confidencias.
– Jamás he deseado los bienes ajenos, no obstante envidio algo de su marido -dijo el príncipe, al fin.
– ¿Qué es? -preguntó sinceramente curiosa.
Sus ojos azul oscuro parecieron devorarla, envolviéndola en un calor que abrasó todo su cuerpo.
– Usted -confesó el príncipe Mirza y antes de que ella se recobrara de la sorpresa, le cogió la mano derecha y se la besó-. Adiós, lady Dunham.
Ella contempló asombrada cómo desaparecía a través del abarrotado salón, sus pantalones de seda blanca, su casaca persa y su turbante contrastando entre los trajes negros de etiqueta de los demás caballeros.
Fue entonces cuando Miranda decidió que había llegado la hora de regresar al Dream Witch. Después de todo, tenía una cita allí mismo al día siguiente y debía descansar un poco. Eran pasadas las once cuando el coche cruzó las calles silenciosas de San Petersburgo de vuelta al puerto. La noche rusa no era oscura. Miranda encontró que la media luz a semejante hora era desconcertante. Luego también estaba el inquietante recuerdo del príncipe Mirza Eddin Khan. Nunca se había sentido tan atraída hacia un desconocido y eso la turbaba. ¿Por qué este príncipe oriental con sus misteriosos ojos la fascinaba de tal modo?
Los caballeros londinenses que la habían cortejado habían sido firmemente rechazados. Miranda había escandalizado a toda la alta sociedad por estar abierta y apasionadamente enamorada de su marido e indiferente a todos los demás. Los londinenses habían reaccionado poniéndole el mote de la Reina de Hielo. Y para delicia del señor Brummel, Miranda consideró aquello un gran cumplido.
A la mañana siguiente, después de una noche inquieta, Miranda subió a cubierta a tomar el sol. Ante su sorpresa, un pequeño coche cerrado, con el escudo del embajador británico en la portezuela, estaba acercándose al Dream Witch. Sentado en el pescante había un joven ruso con traje aldeano. Al verla, le gritó:
– ¿Es usted lady Dunham?
– Sí -contestó.
– Con los saludos del embajador, milady. Debe cambiar su cita con usted. Le pide que vaya ahora, por favor.
– Sí, naturalmente-respondió Miranda-. Recogeré mi chal y el bolso y bajaré en seguida. -Bajó corriendo a su camarote para recoger aquellas prendas y se detuvo en el salón, camino de la salida, para advertir al capitán Snow de su marcha.
– Bien -dijo Ephraim Snow-. Espero que hoy se entere de todo.
Miranda bajó apresuradamente por la pasarela hacia el coche que la esperaba, donde el cochero le mantenía la puerta abierta. La ayudó a subir, cerró la puerta de golpe tras ella y saltó al pescante. Dio unos latigazos a los caballos y el coche arrancó. No estaba sola en el vehículo. Frente a ella se sentaba un caballero elegante que vestía un uniforme blanco y dorado.
– Soy lady Dunham -se presentó cortésmente en su mejor francés-. ¿Puedo preguntarle quién es usted?
– Soy el príncipe Alexei Cherkessky -fue la respuesta.
– ¿También está citado con e! embajador, príncipe Cherkessky?
– No, querida, yo no -le dijo.
Miranda descubrió disgustada que la observaba descaradamente. Su mirada era totalmente diferente a nada que hubiera experimentado, y no le gustó en absoluto. Sus ojos parecían carecer de vida.
– Si no tiene una cita con el embajador, ¿por qué está usted en su coche? -le preguntó.
– Porque éste no es el coche del embajador, querida, es mío -declaró sin inmutarse.
Miranda comprendió de pronto que estaba en gran peligro.
– Príncipe Cherkessky, debo exigirle que me devuelva inmediatamente a mi yate -dijo con una firmeza que ocultaba su pulso acelerado y las rodillas temblorosas.
El príncipe lanzó una carcajada.
– ¡Bravo, querida! Su valentía es digna de encomio. Es usted en verdad todo lo que esperaba que fuera y no me he equivocado al juzgarla.
– ¿Qué desea de mí, señor? ¿Por qué ha recurrido a este subterfugio a fin de que entrara en su coche?
El príncipe Cherkessky pasó a sentarse a su lado.
– En realidad, no quiero nada personal de usted. No debe tenerme miedo. No me propongo violarla ni asesinarla. Sin embargo, la quiero. Hace mucho tiempo que busco una mujer exquisita con su color de pelo. -La cogió por la barbilla con firmeza y la miró intensamente-. Sus ojos son como esmeraldas y, sin embargo, hay un diminuto brillo de llama azul en ellos. ¡Perfecto!
Miranda apartó la cabeza bruscamente.
– ¡Usted desvaría, señor! -exclamó-. ¿Por qué me ha atraído a su coche? ¡Exijo una respuesta!
– ¡Exige! ¿Exige? Será mejor que sepa de una vez por todas cuál va a ser su lugar en la vida. No tiene derecho a exigir nada. No tiene ningún derecho. Ahora, usted es de mi propiedad. Desde el momento en que entró en mi coche pasó a ser propiedad mía, pero no debe temer que vaya a maltratarla. La voy a enviar a mi granja de esclavos, en Crimea, donde será la pareja principal de uno de mis mejores esclavos sementales. Espero de usted que me dé niños hermosos.
Más indignada que asustada, Miranda estalló:
– ¿Está usted loco? Soy lady Dunham, esposa de Jared Dunham y señora de Wyndsong Manor. ¿Se da cuenta de quién soy? ¡Devuélvame inmediatamente a mi yate! No mencionaré esto porque de seguro que está usted borracho, señor -exclamó asustada y dolorida cuando unos dedos crueles se cerraron sobre su muñeca.
Sujetándola con un brazo, el príncipe cubrió su boca y nariz con un trapo oloroso. Miranda se debatió como loca y abrió la boca para gritar. Pero no pudo hacerlo, porque sus pulmones se inundaron del ardiente y mareante dulzor. La fuerza del príncipe era inquebrantable y aunque ella se revolvió como loca para escapar de aquella negrura que la iba invadiendo, se sintió dominada por unos dedos implacables que la iban sumiendo en el oscuro torbellino.
El coche adquirió velocidad al dejar el centro de la ciudad para entrar en las afueras. Al poco rato, el coche del príncipe entró en un bosque y avanzó por un camino poco transitado, para detenerse ante una pequeña vivienda. Sasha trasladó a la inconsciente mujer al interior. El príncipe los siguió y contempló con genuino placer a su víctima, ahora inmóvil sobre una cama.
– ¡San Basilio! -juró-. Es aún más hermosa de lo que pudimos ver a distancia. ¡Fíjate en el colorido, Sasha! El rosa de sus mejillas, la leve sombra violeta sobre sus ojos. -Entonces, se inclinó, y con dulzura fue quitándole las horquillas del cabello, soltando su pálida cabellera, palpando su textura-. ¡Tócalo, Sasha, es como seda!
Sasha se inclinó para tomar entre sus dedos un mechón del cabello de Miranda, maravillándose ante su suavidad.
– Es una auténtica aristócrata, amo. ¿Qué dijo cuando le anunciaste su destino?
El príncipe Cherkessky se encogió de hombros.
– Tonterías acerca de que era la esposa de Jared Dunham. Pero no importa.
Sasha pareció preocupado.
– Alteza -dijo-, opino que deberías creerla. ¡Mírala! Es un ángel, y tu amante es la propia hija del mismísimo diablo. Creo que lady Gillian se venga de lord Dunham por haberse casado con esta belleza en lugar de desposarla a ella. Devolvamos la dama a su gente. Puedo hacerlo con discreción.
– ¡No! Maldita sea, Sasha. Hace tres años que ando buscando a una mujer como ésta, y es más perfecta de lo que me atrevería a esperar. No pienso devolverla. Incluso me niego el placer de su cuerpo a fin de emparejarla con Lucas lo antes posible. Venga, ayúdame a desnudaría. Necesito llevarme su ropa.
Entre los dos quitaron a Miranda su elegante traje de muselina a rayas verdes y blancas, sus enaguas, chambra y pantaloncitos ribeteados en encaje. El príncipe le quitó también sus zapatos negros mientras Sasha hacía bajar sus medias de seda blanca. Por un momento contemplaron el cuerpo desnudo de su víctima y Sasha murmuró: