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– Qué hermosa es. Fíjate en la delicadeza de su estructura ósea, amo. Aunque sus piernas son muy largas, están perfectamente proporcionadas.

El príncipe alargó la mano y acarició un seno de Miranda, suspirando.

– ¡Oh, cómo me sacrifico, Sasha! Ya sabes que siempre pruebo la mercancía de la granja, pero no debo contaminar las entrañas de esta esclava tan especial con mi oscura simiente.

– Eres un buen amo -murmuró Sasha, quien cayó de rodillas, rodeó al príncipe con sus brazos y se frotó contra su sexo dilatado-. Deja que Sasha te consuele. Dame tu permiso, amado señor. ¿Acaso no nací y fui educado para ello? ¿No he sido siempre tu verdadero amor?

El príncipe Alexei Cherkessky acarició con ternura la oscura y rizada cabeza.

– Tienes mi permiso, amado Sasha -murmuró abandonándose al dulce placer que su siervo le proporcionaba siempre.

Varios minutos después, desaparecida la tensión sexual de su cuerpo, volvió al asunto que le preocupaba. Vistieron a Miranda con la falda, enaguas, blusa y botas de fieltro de una sierva bien cuidada. Silenciosamente, Sasha trenzó su larga cabellera y sujetó las puntas con lana de colores. Luego, volvieron a llevarla fuera y la instalaron en el coche. El príncipe percibió un destello de oro en la mano de Miranda y juró entre dientes.

– ¡San Basilio! ¡Sus joyas! Casi se me olvidaba. -Le quitó las sortijas y los pendientes-. ¿Algo más? -preguntó a Sasha.

– Llevaba un camafeo en el traje, pero nada más -fue la respuesta.

– Ve a buscar agua al pozo, Sasha -ordenó el príncipe-. Si debemos mantener a tu pasajera tranquila, ya va siendo hora de que le administremos la primera dosis de opio. Empieza a despertar.

El príncipe mezcló agua y la oscura tintura en una pequeña taza de plata. Después, ambos hombres subieron al coche y mientras Sasha incorporaba a la apenas consciente Miranda a una posición casi sentada, el príncipe, con sumo cuidado, le introdujo el líquido y se lo hizo bajar por la garganta. Ella tragó el líquido frío con ansia porque la calmaba. Su cerebro estaba confuso y antes de que pudiera relacionar unas cosas con otras, volvió a sumirse en una cómoda oscuridad.

Por el estrecho camino del bosque llegaba un faetón.

– ¡Bien! -exclamó el príncipe-. Boris Ivanivich llega a tiempo. Ahora, escúchame bien, Sasha. Quiero que vayas directamente a Crimea, sin paradas. Haz lo que tengas que hacer para tus necesidades, y come mientras cambian los caballos. La quiero en la granja dentro de dos semanas. Cuando lleguéis, déjala descansar unos días y luego aparéala. Recuerda que cuanto más tardes, más tiempo estaremos separados, mi amado Sasha.

– ¿Debo quedarme hasta que dé a luz? ¿No puedo volver durante su embarazo, siempre y cuando esté de vuelta para el nacimiento?

– No -respondió con firmeza el príncipe-. No quiero correr el menor riesgo con ella. Es una esclava demasiado valiosa, Sasha. Mantenía en la casa contigo, porque no la quiero mezclada con las demás mujeres. No es como las otras; esas malditas cerdas aldeanas podrían hacerle daño. Dale todo lo que desee… siempre que sea razonable… para tenerla feliz.

Sasha miró amorosamente a su príncipe, luego le cogió las manos y se las cubrió de besos.

– Nunca nos hemos separado, mi amado señor. Cada día lejos de tí será una eternidad.

– Tú eres el único en quien puedo confiar para que haga esto por mí, mi querido Sasha -le dijo el príncipe.

Sasha volvió a besar las manos del príncipe, luego trasladó a Miranda a otro coche. El vehículo empezó a moverse cuando hubo cerrado la puerta.

El príncipe Cherkessky marchó solo de vuelta a su palacio en la ciudad, donde Gillian lo estaba esperando.

– ¿Dónde has estado? -preguntó enfurruñada. Como tenía por costumbre llevaba solamente una prenda de seda que no dejaba ninguna concesión a la imaginación.

Como respuesta la abrazó y la besó, y su boca cruel forzó a que Gillian abriera la suya. Rápidamente inflamada le correspondió ardorosamente, apretando su cuerpo voluptuoso contra el príncipe, gozando con el dolor que los botones de metal de su uniforme infligían a su tierna carne, por el sufrimiento que le producían aquellas manos al estrujar sus nalgas. El príncipe la empujó a un sofá, se arrodilló ante ella y buscó la dulzura oculta entre sus piernas abiertas; la atacó con su lengua sabia, mordisqueó su pequeño botón de amor hasta que ella gritó de placer. Luego, con la misma rapidez con que había iniciado el ataque, se detuvo, se levantó y compuso sus vestidos.

Por un momento Gillian se quedó jadeando, incrédula, luego le increpó:

– ¡Canalla! ¡No me dejes así colgada!

Alexei rió con crueldad.

– Esta noche, douceka. Me reservo para esta noche. Tengo un regalo especial para ti, algo que nunca has experimentado y que jamás volverás a experimentar, te lo prometo. Ahora, termina tú sola. Vamos, adelante. Me gusta ver cómo te lo haces.

– ¡Maldito canalla! -rugió, pero sus dedos ya estaban trabajando febrilmente su ansiosa carne. Nunca era lo mismo que con un hombre de verdad, pero tenía que hacer algo o estallaría de deseo insatisfecho.

El príncipe Cherkessky encendió un fino purito negro y se sentó para contemplar a su amante, que se retorcía ante él. Era probablemente la hembra más insaciable que jamás hubiera encontrado. Era capaz de cualquier cosa que él le pidiera y siempre de buen grado. La echaría de menos, pero era demasiado peligrosa para tenerla cerca por más tiempo. Sabía que ella confiaba en chantajearlo para conseguir casarse con él, pero no tenía la menor intención de que una aristocrática ramera que espiaba en favor de Napoleón fuera la siguiente princesa Cherkessky. Reservaba ese honor para una joven prima del zar, la princesa Tatiana Romanova, y aunque nadie de la sociedad de San Petersburgo lo supiera, excepto sus futuros suegros, el compromiso se anunciaría al cabo de un mes, el día del decimoséptimo cumpleaños de Tatiana; la boda se celebraría al siguiente mes.

Naturalmente, tenía que atar ciertos cabos sueltos. Sasha era uno, pero lo tenía a buen recaudo, camino de la granja. En cualquier momento, se dijo el príncipe, le escribiré para hablarle de Tatiana, pero no puedo permitir que regrese hasta que ella me haya dado varios hijos. Puede que Sasha sea la única persona a la que realmente quiero, pero no puede darme hijos que aseguren la continuidad de mi familia.

Un gemido de Gillian penetró sus pensamientos y volvió a fijarse en ella; observó su rostro, interesado, cuando ella alcanzó su clímax.

– ¡Muy bien, querida mía! Ahora te recompensaré contándote dónde he estado hoy. He organizado que tu antigua rival viajara hacia el sur en compañía de Sasha. Ya han cubierto una buena parte del camino.

– ¡Alexei! -Gillian se echó en sus brazos-. ¡Oh, cuánto te adoro!

– Me encanta poder hacerte feliz tan fácilmente -sonrió con frialdad-. Ve y báñate en espera de nuestra noche juntos, mi amor.

Gillian se levantó y corrió a sus habitaciones. Iba preguntándose qué maravillosa sorpresa le tenía preparada. ¿Sería el collar y los pendientes de zafiros que había admirado la semana pasada en la joyería?

Para una proposición matrimonial era demasiado pronto. Sin embargo, ahora que compartían el secreto de Miranda Dunham, se casaría con ella para silenciarla. Parecía lógico, pero si no se le ocurría la idea, se la sugeriría. No era un estúpido. Comprendería las ventajas de un matrimonio con ella.

Una vez en sus habitaciones, el príncipe se preparó: encargó caviar negro y champaña helado. Se bañó y sorprendió a sus criados dándoles la noche libre. A las nueve de la noche todo estaba dispuesto. Las cortinas estaban echadas y su alcoba se iluminaba con el suave resplandor de las velas.

El cabello de Gillian había sido rojo y corto en Londres. En San Petersburgo, lo tenía largo, ondulado y rubio: un disfraz perfecto. Esta noche lo llevaba suelto y estaba completamente desnuda excepto por un collar de diamantes y zapatillas de satén rosa. El príncipe vestía solamente una bata de seda.