Al entrar en e! patio de la posada, un mozo se apresuró a retenerle el caballo.
– ¿Pasará la noche, señor? -preguntó.
Jared asintió y lanzó una moneda de plata al muchacho.
– Se llama Ebony y es un poco inquieto, pero es un buen animal y no es resabiado. Paséalo bien antes de darle agua, muchacho.
– Sí, señor.
– ¿Ha llegado ya lord Swynford?
– Sí, señor. Hará cosa de una hora.
Jared se apresuró a entrar en la posada y lo introdujeron a una salita. Encargó al posadero que hiciera pasar a Jonathan y Adrián cuando bajaran a cenar. No tardó en abrirse la puerta y Jonathan y Adrián entraron charlando amigablemente. Se detuvieron en seco.
– Le ruego que nos disculpe, señor, pero esta habitación ya está ocupada. Debe de haber algún error.
– Ningún error -dijo Jared, quien se volvió hacia los dos hombres-. Hola, hermano Jonathan.
– ¡Jared! -El rostro de Jonathan reflejó sorpresa y alegría-.Cielos, hombre! ¡Cómo me alegro de verte! Gracias a Dios que has vuelto sano y salvo.
– Sí, y comprendo bien tu alegría, Jon -observó Jared, malicioso-. He conocido a Anne. Por supuesto, es mucho mejor de lo que te mereces.
Ambos hombres se abrazaron efusivamente mientras Adrián Swynford miraba a uno y a otro con una expresión de absoluta confusión en su atractivo rostro. Cuando por fin se acordaron de él, los dos hermanos se echaron a reír y pusieron una copa de jerez en la mano del joven lord Swynford.
– No, Adrián, no te has vuelto loco. El caballero que has tenido en tu casa estos meses es mi hermano mayor Jonathan. Acabo de regresar de Rusia hace sólo unos días.
Adrián Swynford se tomó el jerez.
– Vaya, que me aspen si entiendo algo. ¿Quieres decir que has estado en Rusia casi todo un año?
– Sí.
– Entonces, cuando llegaste el invierno pasado, ¿no eras tú?
– No, era Jon, que ocupó mi puesto a fin de que no se supiera que me había marchado.
Adrián enrojeció.
– ¿Lo sabía Miranda?
– ¡Ya lo creo que sí! -se apresuró a decir Jonathan y Lord Dunham contuvo la risa-. Apuesto a que has tenido un recibimiento de lo más caluroso, ¡eh, Jared!
– No, Jon. No ha sido así. Por lo visto mi esposa esperó a que tú y Adrían estuvierais lejos. Entonces corrió a San Petersburgo en mi busca para traerme a casa. Quiso la mala suene que yo abandonara San Petersburgo el mismo día que Miranda dejaba Swynford. No obstante, espero que al descubrir que ya me he ido. Miranda habrá dado media vuelta y estará de regreso. Me figuro que la tendremos en Inglaterra entre el seis y el ocho de agosto. En todo caso, yo iré a Welland Beach a recibirla. Parece como si siempre tuviera que esperar a Miranda viniendo por mar -rió-. Imagino, Jon, que no querrás esperarla conmigo.
– No, gracias, milord Dunham. Soy muy feliz por haber recobrado al fin mi identidad. Cuanto antes podamos hacer público nuestro noviazgo Anne y yo, antes podremos anunciar la boda. ¿Lo comprendes, Jared?
– Sí, Jon.
– ¿Anne? -preguntó Adrián totalmente confuso-. ¿Quién es Anne?
– Anne Bowen
– ¿La hija del vicario? ¿La conoces?
– Ya lo creo. Adrián. En realidad, nos casamos hace un mes con permiso especial. No obstante, como Jonathan Dunham no estaba oficialmente en Inglaterra hace un mes, y tampoco conocía personalmente a Anne Bowen, pensando en la gente debemos empezar por el principio.
En aquel momento, el capitán Ephraim Snow hacía pasar al salón principal del Dream Witch al secretario del embajador británico, señor Morgan, y a un oficial de la policía del zar.
– ¿Brandy, señores? -Ambos hombres asintieron y el capitán les pasó las copas después de llenarlas-. Bien, ¿qué noticias tienen? ¿La han encontrado?
– Posiblemente -respondió el señor Morgan-, pero la noticia, capitán, dista mucho de ser buena. -Se metió la mano en el bolsillo, sacó algo y se lo entregó-. ¿Reconoce esto, capitán?
Impresionado, Ephraim Snow se encontró mirando la alianza de Miranda. Era imposible confundir la delicada cinta de oro rosa con sus diminutas estrellas de diamantes. No obstante, tenía que asegurarse, así que tomó la alianza de manos del señor Morgan. Dentro, llevaba grabado De Jared a Miranda. 6 de diciembre de 1812.
– Es su anillo de boda -murmuró-. No cabe la menor duda.
El señor Morgan se volvió al corpulento agente de policía.
– Le presento a Nicolai Ivanovich, capitán. Habla muy bien nuestro idioma y quiere formularle unas preguntas.
– Por favor -suplicó el ruso, quien revolvió en una bolsa de cuero que llevaba coleada al hombro y sacó una prenda-. ¿Reconoce esto?
Horrorizado, Ephraim Snow tomó la prenda empapada y descolorida que le tendía el hombre. Era el traje de muselina a rayas verdes y blancas que vestía Miranda unos días atrás, cuando desapareció. Había sufrido demasiado suspense y no era ningún tonto. La noticia era muy mala y deseaba conocerlo todo.
– Dígame la verdad, Nicolai Ivanovich.
El ruso lo miró con tristeza.
– Una pregunta más, capitán. ¿Su señora era una dama rubia?
– Ephraim Snow movió afirmativamente la cabeza-. Entonces nuestra identificación es completa. El cuerpo de una mujer rubia, vestida con este traje y con esta alianza fue sacado del Neva esta mañana. Lamento tener que decirle que lady Dunham ha muerto. Víctima, desgraciadamente, de un robo. ¿Recuerda si llevaba otras joyas cuando se marchó?
– Sí, claro que sí. Llevaba unos pendientes de perlas y brillantes, una pulsera de oro, un broche de camafeo con un brillante y por lo menos otras dos sortijas. No estoy seguro de cómo eran, pero recuerdo muy bien que llevaba joyas.
– ¡Ya ve, señor Morgan, es lo que suponía! -aseguró Nicolaí Ivanovich, ceñudo.
– No -protestó el capitán Snow-. ¡No es tan sencillo como esto! ¿Cómo diablos explican el coche que vino a recogerla?
– No puedo explicarlo -confesó el policía-, pero es evidente que alguien la vio a ella y a sus joyas, averiguó que era extranjera y buscó la mejor manera de engañarla. Éste es un incidente tristemente desagradable, capitán, pero sólo puedo ofrecerle las más avergonzadas excusas de parte de mi gobierno.
Ephraim Snow había tratado otras veces con rusos. Eran gente obstinada. Una vez expuesta su posición en el asunto, nadie ni nada les obligaría a cambiar su punto de vista. Con los labios apretados, reclamó:
– ¿Puedo ver el cuerpo?
– Me temo que no. Nos hemos visto obligados a enterrarla rápidamente, capitán. Llevaba varios días en el agua y estaba terriblemente desfigurada. Además, los peces se habían comido parte del cuerpo y del rostro. Tratamos de identificarla y la enterramos en el cementerio inglés. Le he traído el anillo y el traje a fín de obtener una identificación final.
Ephraim Snow, asqueado, dio a entender que lo comprendía.
– ¡Por Dios bendito! ¿Cómo voy a decírselo a mi patrón Jared? ¡Cielo santo, qué clase de animal querría matar a una mujer tan hermosa!
– El gobierno del zar está profundamente apenado por este incidente, capitán Snow -comentó con simpatía Nicolai Ivanovich.