– Tiene buen apetito, Mirushka -la felicitó-. Dentro de pocos días se habrá recobrado de su viaje, El príncipe sugirió que le dejara tiempo para aclimatarse. Descansará y tal vez demos un paseo por los jardines y por la playa.
– ¿Y después?-Santo Dios, ¿por qué se le había ocurrido la pregunta?
– Después, empezarán sus visitas a la choza de Lucas. -Sasha se levantó-, Voy a llevarme la bandeja. La veré mañana.
Se marchó. Miranda se quedó sola y en silencio. Se sentía abrigada, bien alimentada, pero de ningún modo tranquilizada por toda aquella amabilidad. Por supuesto, todos se mostraban amables. Era un producto valioso, pero que no creyeran que iba a quedarse quieta, mansa y cooperadora, para que la llevaran al matadero como un inocente corderito. Necesitaba tiempo para orientarse. Le había dicho que pasearían por la playa al día siguiente y eso le daría la oportunidad de fijarse en el puerto y la cosca. Si pudiera convencerlo de que le mostrara el camino de Turquía, cuando decidiera escapar podría seguir la costa en esa dirección. Tratar de conseguir una brújula podía resultar peligroso.
Iba a resultar una tremenda decepción para Sasha, pero claro, ni él ni su amo habían tropezado antes con una americana. No eran importantes, había dicho el príncipe. Obviamente, los rusos no entendían nada del mundo que se extendía más allá de las fronteras de su atrasado país. América, pensó, es sencillamente joven, pero algún día se convertirá en una potencia a tener en cuenta, porque nuestro pueblo es vital y ambicioso, y son estas cosas las que conforman una gran nación.
Empezaba a relajarse y miró a su alrededor con curiosidad. La habitación no era muy grande, con enormes ventanales a su derecha y una pequeña chimenea de mosaico frente a la cama. Las paredes eran rústicas, albeadas. El techo era de oscuras vigas vistas y el suelo de mosaico rojo. Sólo había tres piezas de mobiliario: un alto armario de roble pintado, una cama a juego y un sillón con asiento trenzado. Un candelabro con una vela y pedernal. Sobre la cama, un crucifijo de madera que parecía absolutamente fuera de lugar, pensó Miranda, teniendo en cuenta el lugar donde se encontraba.
Las ventanas, con cortinas sencillas de algodón crudo y bordadas de alegres colores, habían quedado entreabiertas y por ellas le llegaba el aroma de las flores del jardín. La cama era una maravilla de comodidad, con un buen somier y un colchón de pluma. Las sábanas, frescas y perfumadas de lavanda, estaban cubiertas por una colcha de raso rojo, una incongruencia en aquella alcoba rústica. Agradecía el calor de la ropa porque la noche estaba refrescando. Al otro lado de las ventanas percibió el brillo de las luciérnagas enamoradas y oyó el chirrido de los primeros coros de grillos. Es como estar en casa, en Wyndsong, pensó, y una lágrima le resbaló por la mejilla seguida inmediatamente de un pequeño diluvio que humedeció su almohada.
Furiosa, se increpó por aquella debilidad, pero a la vez se sintió más fuerte, liberada de sus tensiones, y no tardó en caer en un sueño sin pesadillas.
Las luciérnagas se diseminaron por los bosques para jugar al escondite con los árboles y las matas; el coro de grillos dio paso al rumor sibilante del viento nocturno y una luna tardía se alzó para platear los campos, las playas, los bosques y el mar. Miranda durmió plácidamente, sin oír que una ventana se abría para dar paso a la figura de un hombre alto. La luz de la luna hacía innecesaria la vela, y el hombre se acercó a la cama para contemplar a Miranda.
Dormía echada sobre la espalda como un niño, con las piernas algo encogidas, un brazo alargado y el otro doblado por encima de la cabeza. Había apartado la ropa y él se agachó para cerrar el camisón que se había abierto, respirando con dificultad a la vista de su pecho firme, redondo, plateado por la luna y el esbelto torso. Se movió ligeramente y él la cubrió con la ropas. Fijándose en las huellas de lágrimas, acarició tiernamente su mejilla en un gesto de simpatía y rozó su cabellera color platino, después se volvió y salió por donde había llegado.
A la mañana siguiente Marya fue a despertar a Miranda.
– Levántese, querida, el sol lleva ya dos horas brillando.
Abrió despacio sus ojos verde mar y por un instante fugaz creyó encontrarse en Wyndsong. Jemima la llamaba para que se levantara. Pero cuando la visión se aclaró, vio a la menuda anciana de pelo blanco. ¡Qué desencanto!
– Buenos días -murmuró.
La anciana le sonrió.
– Bien, ya está despierta. Hoy voy a mimarla, querida, y dejaré que Marta le suba el desayuno a la cama. No obstante, mañana deberá levantarse y desayunar con nuestro Sasha. Él no se lo habrá dicho pero le gusta su compañía. -Tiró del cordón de la campanilla-. ¿Le gustó la cena de anoche?
Tiró del cordón de la campanilla.
– Sí, era deliciosa -le felicitó Miranda.
– Debe decirme las comidas que le gustan. Miranda Tomasova, porque mi obligación es complacerla. Si desea que le prepare un plato especial, dígamelo. Si no lo sé hacer, lo aprenderé.
Marta llegó con la bandeja del desayuno y Miranda se incorporó impaciente por ver lo que le deparaba esta vez la cocina de Marya. La bandeja de mimbre, blanca, sostenía una porcelana delicada salpicada de capullos color rosa.
– ¿Qué es esto? -Miranda señaló un pequeño cuenco lleno de una sustancia cremosa y dorada sobre cuya superficie se veían unos granos de uva verde
– Yogur con miel fresca y un poco de canela.
– ¿Qué es yogur?
– Se hace con leche, querida. Pruébelo, creo que le gustará.
Al principio el curioso sabor sorprendió a Miranda y no estuvo segura de si le iba a gustar ese yogur, pero antes de darse cuenta el bol estaba vacío. Un plato de huevos revueltos, ligeros, y los cruasanes crujientes siguieron al yogur. Había una tetera de delicado té verde que bebió, golosa, en una taza de finísima porcelana.
Con una sonrisa aprobadora, Marya retiró ta bandeja mientras Marta ayudaba a Miranda a vestirse. Le entregó varias enaguas blancas, una falda negra, una blusa de aldeana, blanca, de mangas cortas y un par de zapatos negros. La falda le llegaba por debajo de las rodillas, lo que le pareció sumamente impúdico. No le dieron medias, por lo que llevaba las piernas desnudas. Tampoco le dieron pantalones, pero cuando protestó por esta omisión mediante señas a Marta, la joven levantó su propia falda revelando un trasero descubierto. Miranda estaba horrorizada, pero Marta se limitó a reír.
Miranda se recogió el pelo en una sola trenza y avanzando sobre piernas ya seguras y fuertes, salió a reunirse con Sasha, en compañía de Marta, que le mostró el camino. La estaba esperando en una estancia soleada y cómoda, con mesas policromadas y sillones y sofas excesivamente rellenos. Con él había un hombre delgado y bajito.
– Adelante, Mirushka -le dijo alegremente-. ¿Ha dormido bien? ¿Ha desayunado?
– Sí y sí -respondió-. ¿Vamos a ir de paseo ahora? Ya me encuentro bien y no estoy acostumbrada a la inactividad, Sasha.
– Iremos de paseo, pero primero debe conocer a Dimitri Gregorivich, el capataz de la granja del príncipe.
– Bienvenida, Miranda Tomasova -le dijo el capataz en un francés cuidadoso-. Va a ser una aportación valiosa.
– No estoy aquí por mi voluntad -le cortó Miranda
– Pero aquí está y al igual que el resto de nosotros, cumplirá las órdenes de nuestro amo. -Se volvió a Sasha y siguió hablando como si ella no estuviese-. Si estuviera a mi cuidado, unos azotes acabarían con su descaro. Hay modos de hacerlo sin dejar marcas en la piel.
Pero Alexei Vladimirnovich la ha puesto en sus manos.
– Mirushka solamente necesita tiempo para adaptarse, Dimitri Gregorivich -lo tranquilizó Sasha-. Es completamente distinta de nuestras otras mujeres. Es una auténtica dama.
– Pues nos traerá problemas, Pieter Vladimirnovich. Si realmente es una dama, ¿cómo podrá adaptarse a la vida que le ofrecemos? ¡Mírala! ¡Y además, juraría que es culta! Orgullosa y -la miró de nuevo- y rica. Es usted rica, ¿verdad, Miranda Tomasova?