Ella asintió.
– Soy una heredera y mí marido es también muy rico.
– Una pobre aceptaría su suerte, pero ella no se adaptará -declaró tajante el capataz-. Alexei Vladimirnovich ha cometido un error. Sólo se fijó en su apariencia.
– Tiene razón, Sasha -terció Miranda-. ¡Déjeme ir! Digan que me quité la vida antes que enfrentarme con el futuro que me ofrecían.
– Lo aceptará todo -declaró Sasha, positivo-. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Mirushka, desde que hizo el amor con un hombre? Me contó que su marido llevaba varios meses fuera y que acababa de tener un niño. Hace mucho, mucho tiempo, Mirushka, que no ha estado con un hombre. ¿No desea hacer el amor con alguien fuerte y apasionado? He estado muchas veces con el príncipe fuera de la choza de apareamiento y he oído los gritos de placer que el arte magistral de Lucas arranca a una mujer. A menos que sea usted frígida… y ni por un instante creo que lo sea… no tardará en gritar de placer. Vamonos ahora, vamos a dar una vuelta.
Furiosa, deseaba rehusar y volver a su habitación, pero en cambio lo siguió mansamente, ante la sorpresa de Dimitri Gregorivich. Tenía que ver la playa, asegurarse del camino de la libertad, escapar a toda costa. Contuvo el mal genio y charló con Sasha acerca de la flora y la fauna del área de Crimea, un tema sobre el que estaba bien enterado. Finalmente, llegaron a la playa que daba al mar Negro.
– Mí hogar es una isla -le explicó-. ¡Me gusta tanto el mar! Lo engañó.
«Bien -pensó él-, se acostumbrará a estar aquí porque es como su hogar. Después, Lucas le hará olvidar a su marido.»
– ¿Por dónde vinimos? -quiso saber ella-. Quiero decir, ¿dónde está Odessa? ¡Cuánto lamento haber dormido parte del camino!
– Odessa está a unos treinta kilómetros siguiendo la costa -le contestó, señalando a la izquierda-. Estamos a unos nueve kilómetros de la frontera de Besarabia en la otra dirección. Las pocas bandas de tártaros que quedan a veces atacan pequeñas granjas de los alrededores para llevarse el ganado y alguna muchacha. Después, cruzan apresuradamente la frontera de Besarabia y no podemos hacer nada.
– ¿Han atacado la granja alguna vez?
– ¡Cielos, no! Recuerde que el príncipe Cherkessky es medio tártaro. Nunca se han atrevido a llegar hasta aquí. Además somos demasiado numerosos para que una pequeña banda nos ataque.
Retrocedieron en dirección a la villa; Miranda estaba llena de optimismo. Había conseguido la información. Si Odessa se encontraba a la izquierda, la libertad estaría a la derecha. Había visto un elegante yate fondeado en la cala. Supuso que pertenecía al príncipe. No podía robarlo, pero a lo largo de la playa había visto varias barcas similares a los dories con los que estaba familiarizada. La diferencia era que estas barcas tenían un mástil y una sola vela. Sonrió para sí. «Nadie sabe manejar un pequeño velero mejor que yo», pensó. Unos días más para acabar de recobrar fuerzas y se marcharía. Ya se había fijado en que no había guardias de ningún tipo protegiendo la propiedad. Obviamente, a nadie se le había ocurrido escapar. ¿Por qué iban a hacerlo? La mayoría de los residentes en la granja del príncipe Cherkessky probablemente no conocían otro tipo de vida. Y comparados con los siervos o con la clase media baja de Rusia, los esclavos de la granja del príncipe vivían con lujo y comodidad. ¿Por qué iban a querer marcharse?
Sería fácil salir por la planta baja, por la noche. Pero primero debía familiarizarse con la cocina de la villa, porque necesitaría comida y botellas de agua. La falta de previsión podía costarle la vida.
Los dos días siguientes pasaron agradablemente; Marya la atiborraba de su maravillosa comida y Sasha le ofrecía una compañía agradable entre paseos y partidas de ajedrez. Su traje campesino fue reemplazado al día siguiente por una larga túnica suelta que, según le explicó Sasha, se llamaba caftán. Era una prenda de Oriente Medio, muy cómoda, y con la que se sentía menos expuesta que con las faldas cortas y blusas escotadas.
En su tercera velada tomaron un camino diferente, no hacia la playa, sino a través de una huerta cercana. Los frutales estaban cargados de manzanas maduras y percibía su suave aroma. Suspiró.
– Se acerca el otoño -dijo casi para sí, y pensó en Wyndsong. Sasha no dijo nada. Ante ellos se extendía un campo de flores silvestres. Caminaron hacia allí y entonces se fijó que había una construcción baja al borde del campo-. ¿Qué es esto? -le preguntó.
– Venga, se lo enseñaré -dijo Sasha al llegar. Abrió la puerta y se apartó cortésmente para que Miranda pudiera ver el interior. La estructura consistía en una habitación con chimenea y en la penumbra había un mueble que no logró distinguir. Entró para ver más; se volvió para interrogarlo en el momento en que la puerta se cerraba tras ella y un largo cerrojo encajaba en su soporte de hierro.
– ¡Sasha! -Su corazón latió enloquecido.
– Lo siento, Mirushka, si esta noche le hubiera dicho que íbamos a visitar por primera vez la choza de apareamiento, no hubiera querido venir.
La ira dio paso al pánico.
– ¡Desde luego que no hubiera querido venir! -le gritó-. ¡Abra esta puerta, maldito canalla!
– No, Mirushka, no pienso hacerlo. Está más que recuperada de su viaje y cuanto antes empecemos, antes podré marcharme de este bucólico lugar y regresar junto a Alexei Vladimirnovich. Me está vedada su compañía hasta que tenga usted su primer hijo. Cómo mínimo tardaré nueve meses en regresar a San Petersburgo.
– ¡No quiero ser violada por su maldito esclavo semental! -chilló-. Si intenta tocarme, me defenderé. Le arrancaré los ojos. Patearé y arañaré todo lo que pueda. Le advierto, Sasha, lo inutilizaré para el servicio si le obliga a que me fuerce.
– Mirushka, Lucas es grande y fuerte y no podrá hacerle daño. Por favor, coopere.
Miranda empezó a golpear enloquecida contra la gruesa puerta, pero sus puños batían un tamborileo fútil. Golpeó hasta que los nudillos le empezaron a sangrar y el rostro se le cubrió de lágrimas. De pronto, giró en redondo, asustada, preguntándose si estaba realmente sola. Contuvo el aliento y esperó un momento para asegurarse de si podía oír otra respiración, pero la habitación estaba silenciosa y cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra comprobó que no había nadie más. Llamó a Sasha y sólo le respondió el silencio. La había dejado.
Miranda distinguió el mueble. Era una cama baja, con cuerda trenzada por somier y una fina colchoneta sobre las cuerdas. Se sentó encima, temerosa. Aquello no estaba hecho para ofrecer comodidad, pero tampoco era aquélla la función de la cama. Se estremeció. La habitación carecía de ventanas, pero por entre las maderas mal ajustadas se filtraba una media luz. A medida que anochecía, la estancia fue quedándose más y más oscura y sus temores se acrecentaron. Lloró, su llanto se fue haciendo más y más intenso hasta que se sumió en un sueño nervioso, de agotamiento.
Despertó sobresaltada. A través de una rendija vislumbraba la luna. Repentinamente se dio cuenta de que ya no estaba sola. El aliento se le quebró en la garganta y se esforzó por oír, pero sólo percibía los latidos enloquecidos de su propio corazón. Se quedó rígida. Quizá si consiguiera hacerle creer que estaba dormida la dejaría tranquila. Estaba asustadísima y, pese a su valor, incapaz de dejar de temblar. Miranda, al fin, ya no pudo soportar más la tensa espera y emitió un sollozo entrecortado.
– ¿Tienes miedo? -preguntó una voz cálida y profunda-. Me han dicho que no eres virgen. ¿Por qué tienes miedo? No voy a hacerte daño.
Distinguió una forma oscura en una esquina, junto a la puerta. Se alzó a una altura desmesurada y avanzó hacia la cama.
– ¡No! -chilló, histérica-. ¡Quédate donde estás! No te acerques más.