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Una vez terminada la cena, se tumbó en la cama. No se atrevía a salir aún. Era demasiado pronto y oía el trajín de las sirvientas, mientras que del comedor le llegaban risas excitadas. El pequeño reloj de la chimenea dio las siete, echó un sueño y despertó cerca de las once.

Ahora todo estaba en silencio excepto por el insistente tamborileo de la lluvia sobre las tejas rojas del tejado. Se levantó. Dejó el caftan y se vistió con los pantalones de Sasha. Eran de su medida. Una toalla de hilo sirvió para comprimir sus senos y encima se puso la camisa. Conservó sus zapatillas negras porque nadie vería sus pies en la barca y si acaso se veía obligada a correr no tendría que hacerlo con zapatos que no le vinieran bien. Decidió no cortarse su hermoso pelo platino y en cambio se hizo una sola trenza, que ocultó debajo de la gorra de Sasha. Estaba dispuesta.

Después de coger una funda de almohada de su habitación, salió cautelosamente de su alcoba y corrió a la cocina. Los pellejos de agua colgaban llenos y rápidamente se decidió a llenar la funda de comida.

¡El cuchillo! No debía olvidar el cuchillo. Eligió uno del montón que estaba junto a la tabla de trinchar de Marya. Después, apoderándose de una gruesa capa colgada de uno de los ganchos junto a la puerta trasera, salió silenciosamente a la noche.

Caminaba despacio, los pellejos de agua le pesaban mucho y la oscuridad la desconcertaba un poco. Paró para recordar el camino que había recorrido de día. Algo más confiada, siguió decidida adelante. No tardó en oír el rumor del mar y tuvo que contenerse para no echar a correr.

La lluvia era ahora torrencial y apenas podía ver. El viento no soplaba tal como había anticipado. Era viento de mar y soplaba a ráfagas violentas y por segunda vez le asaltó la duda de si debía marcharse con aquella tormenta. Llegó junto a la barca, dejó la bolsa de comida dentro y empezó a descargar los pellejos de agua.

– Miranda, ¿adonde vas? -preguntó Lucas con dulzura.

Estuvo en un tris de desmayarse. No podía verlo, pero no cabía duda de que estaba muy cerca. Sigilosamente, empezó a empujar la barca, que se deslizó con facilidad hacía las encrespadas olas. Sintió que el agua tiraba de la barca y saltó rápidamente dentro.

– ¡Miranda!

Enloquecida, trató de izar la vela, pero había desaparecido. Desesperadamente buscó los remos, tampoco estaban. Sabía que había remos. ¿Dónde estarían? Sollozando, trató de remar con las manos, pero los vientos la devolvían a la playa y él estaba allí, inmenso ante ella, arrastrándola a la orilla.

– ¡No!-le gritó-. ¡No! ¡No!

En su desesperación se lanzó al mar con violencia. ¡Mejor la muerte que esto! "Jared! ¡Jared'! -llamaba mentalmente-. ¡0h, amor mío, ayúdame! ¡Ayúdame!»

Lucas vio su oscura silueta erguida por un instante fugaz antes de lanzarse al agua, así que soltó la barca y se echó tras ella, agarrándola por la mojada y pesada capa para devolverla a buen recaudo. La arrastró sobre la playa. Miranda tosía, lloraba y le increpaba en una lengua que él no podía comprender. Lucas le arrancó la capa para agarrarla mejor, pero ella se debatió como loca, arañando, golpeando, mordiéndole. Durante varios minutos luchó, salvaje, contra él y Lucas se quedó asombrado de su fuerza. Pero al poco sintió que se debilitaba hasta que por fin se desplomó contra él, llorando desconsoladamente.

Lucas la llevó playa arriba hacia el refugio más próximo: la choza. Abrió la puerta empujando con el pie y la dejó encima de la cama. Miranda sollozaba amargamente. Lucas cerró la puerta y recogió leña de una cesta donde la había dejado antes. Encendió el fuego, se quitó la ropa mojada y luego la incorporó para despojarla de sus prendas empapadas. Cuidadosamente las extendió en el suelo cerca del fuego para que se secaran. Había perdido la gorra y el pelo le chorreaba. Deshizo la trenza y dejó el cabello suelto, que cayó, mojado, sobre su espalda.

Miranda se quedó desnuda, tiritando, desesperada, incapaz de dejar de llorar. Lucas la abrazó y la atrajo hacia sí. Por fin, cuando cedió su llanto, él empezó a hablarle con dulzura.

– Jamás se puede volver atrás en la vida, Miranda. Sólo podemos ir hacia delante. Te amo. Te quise desde el primer momento en que te vi, hace unas noches. No voy a permitir que te destruyas en pos de una vida que ya no te pertenece. Ahora eres mi mujer. El príncipe te entregó a mí y nunca te dejaré marchar.

– ¡No! -exclamó con voz ronca.

– ¡Sí! -fue la firme respuesta y acto seguido le levantó la cabeza para que lo mirara. Una boca ansiosa y cálida bajó sobre la suya. La besó despacio, enteramente, saboreándola, probando el regusto salado de sus labios. Besó sus párpados cerrados y temblorosos, su nariz, sus pómulos prominentes, el hoyuelo de su barbilla, y luego volvió a besarle dulcemente los labios, pero ella apartó la cabeza.

– ¡Me prometiste que no me forzarías! -gimió.

– No te estoy forzando.

– Entonces, suéltame.

– No -dijo reteniéndola.

– ¿Cómo te enteraste?

– Te observé esta mañana mientras examinabas las barcas. Luego esperé la noche. Eres muy valiente, Miranda, inteligente, llena de recursos, pero también muy tonta.

– ¿Por qué me lo has impedido? -preguntó con voz angustiada.

– Porque habrías muerto. Miranda. No podía dejarte morir.

– Si realmente me quisieras -musitó-, deberías dejarme ir.

– No. No soy tan altruista. Miranda. Un caballero tal vez se habría sacrificado, pero yo no soy más que un simple aldeano y no he podido hacerlo. -Hizo una pausa y continuó-: Cualquier hombre que pudiera ser tan noble, no te merece. Los aldeanos aprendemos a no desperdiciar nada, y eso incluye a las personas.

Dulcemente le acarició el hombro y el brazo desnudo, y Miranda se estremeció.

– ¡No! -dijo vivamente.

Lucas le respondió con una risa baja e insinuante.

– ¿Por qué no? -insistió, mientras la joven trataba de apartarse, consciente, de pronto, de que sus cuerpos desnudos estaban en contacto del pecho a la cadera, Con la mano libre le apartó la cabellera y le oprimió dulcemente primero una nalga, luego la otra. Notó sus pezones endurecidos apoyados en su propio pecho y aunque ella trataba de disimularlo, su respiración se hizo repentinamente entrecortada.

– Por favor… por favor… para -le murmuró-. ¡Me prometiste que no me forzarías! Me lo prometiste.

Lucas la tumbó en la cama.

– No te estoy forzando, Miranda. ¿No has experimentado deseo, pajarito?

– ¡Con Jared! ¡Pero yo amo a Jared!

– ¿Nunca con otros hombres que te hayan cortejado? Me parece difícil de creer.

– Nunca me ha cortejado nadie más -respondió, y él comprendió de pronto lo que no había intuido antes. Aunque se había casado y tenido un hijo, Miranda había llevado una vida muy resguardada. Ningún otro hombre, excepto su marido, la había tocado. Por ello no comprendía que un cuerpo pudiera experimentar deseo hacia otro, aun sin amor. Si se lo decía, lucharía con más fuerza porque no era el tipo de mujer que aceptara la simple lujuria. Sería mejor dejar que creyera que se estaba enamorando de él. Cuanto antes aceptara su suerte, más fácil le resultaría todo.

Lucas no había mentido al decir a Miranda que la amaba. Creía sinceramente que así era. La primera visión que tuvo de ella, tan inocentemente dormida a la luz plateada de la luna, le había llegado al corazón. Era diferente de todas sus otras mujeres… las dos gordas e imperturbables alemanas, la media docena que había nacido allí, en la granja, o la apasionada francesa, Mignon, que tenía varios años más que él. El príncipe le había regalado a Mignon porque era inteligente y el príncipe creía que concebiría hijas inteligentes.