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Mujeres inteligentes, había dicho Alexei Vladimirnovich, bien situadas, podían ser de sumo valor para la madre Rusia. A Lucas le había divertido y asombrado semejante comentario. El príncipe Chernessky sólo se había dignado hablar una vez, antes. En aquella ocasión, el amo le había felicitado por la calidad de los hijos que engendraba y su índice de productividad. Él había dado cortésmente las gracias al príncipe. Fue entonces cuando Alexei Vladimirnovich le había prometido una rubia platino a juego con su propio colorido.

Había tardado cinco años en cumplir su promesa.

La rodeó con su brazo y la atrajo. Encontró sus senos y los acarició tiernamente. Miranda tembló cuando él inclinó la cabeza y le lamió primero un pezón y luego el otro. Chupó hambriento su seno derecho y ella gimió asustada. Su cuerpo se estaba enfebreciendo y se sentía confusa por las sensaciones que la asaltaban. ¡Estos sentimientos estaban mal! ¡Tenían que estar mal y no obstante empezaba a desearlo! ¡Y él no era Jared! Pero aquellos labios sobre su cuerpo eran tiernamente insistentes, dulces y de algún modo… de algún modo… oh. Dios, no entendía nada, pero tampoco quería que parara. ¡Con gran vergüenza por su parte, no quería que él parara!

– Pajarito -murmuró con su aliento caliente junto al oído-, tus pechos son como pequeños melones de verano, tiernos y dulces.

Acarició de nuevo los firmes globos y escondió la cabeza entre ellos, aspirando su aroma.

Sus manos le recorrieron todo el cuerpo y su cabeza bajó al ombligo. Miranda sabía, mientras él la besaba, que su boca ávida sólo tardaría un segundo en descubrirla. Al llegar el momento gritó desesperada, alargando las manos para asir su espesa cabellera en su afán de apartarlo, pero todo fue en vano. Su lengua hábil parecía conocer el punto exacto que despertaría su pasión y cuando creyó que no podía resistir más, aquel gran cuerpo cubrió su cuerpo ardiente. Agarró su manita esquiva y la llevó a tocar su tensa virilidad.

– Te daré mucho placer, pajarito. -Su voz profunda la calmaba-. Te daré mucho placer. -Mientras, su mano le separó dulcemente los muslos y lenta, tiernamente, la penetró.

Miranda volvió la cabeza a un lado y las lágrimas mojaron su rostro. Lucas le había prometido que no la forzaría y no lo había hecho. Ella no se había entregado por completo, pero tampoco había evitado con éxito que la tomara, porque la verdad era que no deseaba que él parara. La poseyó con fuerza, llevándola a cumbres de pasión y al mismo tiempo reteniendo, retrasando su climax. Miranda empezó a perder el poco control que le quedaba y se aferró a su espalda con dedos desesperados. Yacía jadeante, impotente bajo aquel hombretón que la amaba con tanta pericia y su risa triunfante resonó en la pequeña estancia.

– ¡Ah, pajarito, pajarito, eres una pareja a mi medida! ¡Qué hijas tan maravillosas, tan bellas, vamos a crear entre los dos!

Entonces la acometió con fuerza, profundamente, una y otra vez, y otra más que la llevó al climax con un grito salvaje, rabioso, y su potente semen la inundó. Los labios de Lucas trazaron una senda de fuego en su garganta y le murmuró palabras de amor en francés y en otra lengua que ella no entendió. Al volver, flotando, a la Tierra, pensó impresionada en que aún no había visto su rostro. Una vez probado su cuerpo, Lucas se volvió insaciable. En total la tomó cinco veces aquella noche y ella casi ni se dio cuenta de la última, tan agotada estaba.

Volvió a despertarse en su alcoba. No sólo la había devuelto sana y salva, sino que había encontrado tiempo para vestir su cuerpo magullado por el amor con una túnica de suave gasa. Permaneció tumbada contemplando silenciosamente el despertar del día. Ya no le quedaban lágrimas. Ya no le quedaba nada. Su cuerpo la había traicionado de un modo que jamás hubiera creído posible.

Una vez Jared le había dicho que tenía aún muchas cosas que aprender acerca del amor y le había prometido enseñárselas. Pero no se las había enseñado todas. No había tenido tiempo. La había abandonado por su misión. Y ahora la creía muerta. Pero no estaba muerta. Al contrario, era propiedad de otro hombre, y la noche anterior, ese hombre le había enseñado que la pasión y el amor no iban necesariamente unidos. Era una lección agridulce, una lección que jamás olvidaría.

Aunque Lucas había impedido que huyera la noche anterior, no cejaría. Su vida como esposa de Jared Dunham parecía terminada. Ahora no la querría, porque ¿qué hombre respetable querría tenerla? pero estaba su hijo, el pequeño Toni, y también Wyndsong. Lo peor ya quedaba atrás, y ya no estaba tan asustada o desesperada. Sentía una extraña placidez.

Más tarde, en la cocina, preguntó a la vieja Marya dónde vivían los hombres. Se proponía satisfacer su curiosidad. No podía seguir haciendo el amor con un desconocido sin rostro. La vieja gorjeó encantada al comentar:

– Así que quieres estar con tu amante, Mirushka. Bien, no es ningún mal, cariño, y aquí no está prohibido, sino que lo alientan. Voy a decirte dónde está la vivienda de los hombres, y si no te importa podrás hacerme un recado. Mis dos hermanas cuidan de los hombres y les he prometido algo de la mermelada de ciruelas que yo hago. Iba a mandar a Marfa, pero puedes ir tú si quieres.

– Iré yo -respondió Miranda y poco después se puso en camino.

Ahora comprendía por qué Lucas la había visto el día anterior junto a las barcas. La residencia de los hombres se erguía en la cima de una colína, cerca de la costa. Al ir acercándose se dio cuenta de que se sentía casi feliz. Era un magnífico día de septiembre, tibio y soleado, y sólo un asomo de brisa agitaba su caftán de color azul persa y despeinaba sus cabellos.

Había seis jarras de loza en la cesta que llevaba y empezó a tararear una melodía mientras avanzaba. Rió para sí, ¡se trataba de Yankee Doodle! Lucas se sorprendería al verla. Volvió a preguntarse qué aspecto tendría. ¿Sería guapo? ¿Tendría los rasgos finos o los de un vulgar campesino? ¿Modificaría en algo sus propios sentimientos?

Sencillamente, aún no se lo había planteado. Tenía la impresión de que debía sentir algo por el hombre que le hacía el amor, pero también se dio cuenta de que su experiencia no le ofrecía respuestas. Estaba aprendiendo aún, y no parecía saber gran cosa.

Allí, frente a ella, se alzaba la vivienda de los hombres: un edificio de madera, de una sola planta, blanqueado. Fuera había vanos jóvenes atractivos jugando con una pelota. Se ruborizó al descubrir que sólo llevaban taparrabos. Le recordaron una pintura de un grupo de atletas de la antigua Grecia, que Amanda tenía en su casa de Londres. ¡Todos ellos eran rubios y de ojos claros!

Cuando la vieron empezaron a bailar a su alrededor, haciendo con los labios ruido de besos y gestos procaces. Uno consiguió darle un beso fugaz en la mejilla. Girando sobre sus pies, Miranda lo abofeteó con fuerza ante la algazara de los demás. Se alegró de no comprender lo que los jóvenes decían, porque se hubiera sentido más avergonzada de lo que ya estaba. Mirando recto al frente, anduvo decidida hacia el edificio mientras ellos continuaban riéndose,

– ¡Christos, qué belleza!

– ¿Quién es?

– Con este colorido tiene que ser la nueva mujer de Lucas.

– ¡Qué tío con suerte! ¡Cielos, me estoy excitando sólo con mirarla! ¿Cómo se las arregla Lucas para conseguir siempre la mejor pieza?

– Probablemente, porque hace su trabajo mejor que todos nosotros. ¡Diablo con suerte!

– ¿Crees que la compartiría?

– ¿Lo harías tú?

– Claro que no.

Miranda entró en el edificio. Estaba segura de que ninguno de los que estaban fuera era Lucas. Una vez dentro de la cocina tropezó con un hombre corpulento. Lo observó con el corazón desbocado, preguntándose si el hombre de la barba dorada era Paulus, el hermano de Lucas.

Éste le levantó la cara, la contempló atrevido y le acarició la cabellera rubia.