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– Como siempre -observó rudamente-, mi hermanito ha tenido una suerte increíble.

Miranda no comprendió lo que decía, pero tampoco le gustaba la expresión de su mirada. Rápidamente, las manos de Paulus le recorrieron el cuerpo para detenerse un instante en su pecho. Furiosa, se apartó y cruzó la habitación donde dos mujeres estaban ocupadas en desenvainar guisantes. Se dirigió a las dos mujeres en su excelente francés.

– He traído la mermelada de ciruelas de parte de Marya.

– Gracias, hija. ¿Quiere sentarse y tomarse una taza de té con nosotras?

– No, gracias -respondió, sintiéndose tonta y fuera de lugar.

– Por favor, dé las gracias a nuestra hermana.

– Asi lo haré. -Miranda salió prácticamente corriendo de la cocina y del edificio. Los jóvenes no la molestaron esta vez, así que cruzó rápidamente el patio y se dirigió corriendo a la playa.

La brisa ligera le rozó las mejillas. ¡Qué tonta había sido yendo allí! En realidad no le interesaba el aspecto que tenía. No le importaba lo más mínimo y probablemente era mejor no saberlo. Soportaría sus atenciones todo el tiempo que fuera necesario antes de poder escapar.

– ¡Miranda! -De pronto estaba detrás de ella.

Empezó a correr, pero Lucas la alcanzó con facilidad y la atrajo hacia sí.

– No -murmuró.

– Si quieres ver cómo soy no tienes más que volverte, pajarito.

– ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

– Mi hermano vino y me despertó. Te admira mucho, pero, claro, siempre quiere lo que yo tengo. -La besó en el cuello, mordiéndola dulcemente-. Nunca tendré bastante de ti, pajarito. Ahora te llevo en la sangre.

Miranda se liberó de un tirón, se alejó un paso de él y, de repente, dio media vuelta. Se le quebró el aliento y sus ojos verde mar se abrieron desmesuradamente, asombrados. Ante ella estaba el ser humano más hermoso que hubiera visto en toda su vida. Su rostro ovalado era clásico, con pómulos altos y prominentes, la frente alta y despejada, la barbilla cuadrada, fírme, con un hoyuelo como el de Miranda. La nariz era larga, fina y recta. Los centelleantes ojos azul turquesa estaban ampliamente separados y bordeados de pestañas espesas y oscuras. La boca era generosa sin el inconveniente de unos labios gruesos. Su cabello rubio era corto y rizado, y su gran cuerpo estaba perfectamente proporcionado. Miranda no pudo evitar pensar cómo le sentaría la elegante ropa londinense. Las mujeres suplicarían sus atenciones. Estaba magnífico, medio desnudo ame ella, con el sol iluminándole el pecho bronceado, los muslos y los brazos.

– Eres hermoso -le dijo al fín, encontrando la voz.

Lucas dejó escapar su risa profunda al preguntarle:

– Entonces, ¿no estás decepcionada, pajarito?

– No -contestó, despacio-. Estoy asombrada de que alguien pueda ser tan… perfecto de cara y cuerpo. No obstante, tal vez voy a decepcionarte si te digo que no me hubiera importado que fueras feo.

– ¿Por qué no? -preguntó, desconcertado.

– Porque en la choza oscura, cuando yo estaba asustada, tú fuiste paciente y bueno conmigo. Te preocupaste más por mis sentimientos que por tus deseos.

– Cualquier hombre… -empezó, pero ella lo interrumpió.

– No. Otro hombre me habría violado. Tu hermano me hubiera tomado al instante para satisfacer su lujuria. Tú, Lucas, eres especial.

– Y sin más palabras dio la vuelta y echó a correr por la playa en dirección a la villa.

Lucas no la siguió. Permaneció en la playa, contemplando cómo subía corriendo la colina.

Debería tener cuidado y no enamorarse de ella. Pero bueno, ya estaba enamorado, se dijo Lucas melancólico. Su truco había consistido siempre en hacer que sus mujeres se sintieran amadas, porque una mujer amada es una criatura feliz. Pero ahora…

Esperaba poder ayudarla a adaptarse a su nueva vida. Por primera vez en varios años se preguntó cómo sería vivir como un hombre corriente. Qué maravilla tener una casa propia, donde Miranda viviría a su lado y tendrían hijos, hijos que educarían juntos. Entonces, Lucas se rió de sí mismo. Recordó los días gloriosos de su libertad, días de amarga pobreza, siempre hambriento. En la estación lluviosa del invierno pasaban frío porque nunca había suficiente leña. Como esclavo del príncipe Cherkessky tenía una vivienda abrigada y todas sus necesidades cubiertas. Era mejor así. No quería compartir a Miranda con nadie, ni siquiera con su hija. Se preguntó cómo soportaba el marido de Miranda compartirla con su hijo.

En aquel momento, Jared no sentía nada. Borracho e inconsciente, tres angustiados servidores y el capitán Ephraim Snow lo devolvían a Swynford Hall. Al oír el ruido del coche en la avenida, Amanda, lady Swynford, salió precipitadamente a recibir a su hermana y su cuñado Jared. En cambio se encontró sumida de pronto en una pesadilla. Contempló cómo bajaban a Jared del coche y frunció la nariz asqueada cuando Martin y Mitchum lo trasladaron, ¡porque simplemente apestaba! ¡Whisky! ¡Apestaba a whisky!

Perky bajó del vehículo sollozando, con su carita enrojecida e hinchada por las lágrimas. En cuanto vio a Amanda empezó a gemir:

– ¡Oh, milady! ¡0h! ¡Oh!

– ¿Dónde está Miranda? -preguntó Amanda con el corazón en un puño-. ¿Dónde está mi hermana, Perkins?

– ¡Se ha ido, milady! -sollozó-. ¡Se ha ido!

Amanda se desmayó. Cuando la reanimaron gracias a sales aromáticas y a una pluma agitada debajo de la nariz, tanto Adrián como Jonathan estaban a su lado. Con dulzura le contaron lo que les había dicho el capitán Snow y les escuchó sin tener en cuenta que las lágrimas mojaban su pequeño rostro. Cuando hubieron terminado y un silencio pesado llenó el aire, Amanda lloró en brazos de su marido sin encontrar consuelo. Por fin, pasado cierto tiempo, dijo:

– No está muerta. ¡Mi hermana no está muerta!

– Amor mío -suplicó Adrián-. Sé lo doloroso que es todo esto para ti, pero no debes engañarte. ¡No debes hacerlo!

– Oh, Adrián, ¿acaso no lo entiendes? Si Miranda estuviera realmente muerta, yo lo sabría. ¡Lo sabría! ¡Las gemelas no son como las otras hermanas, Adrián. Si Miranda hubiera muerto realmente, yo lo notaría, y no siento nada.

– Ha sufrido una conmoción -dijo Jonathan.

– Ni hablar.

– Con el tiempo lo aceptará -continuó Jonathan.

– ¡No me pasa nada! -repitió Amanda, pero no le hicieron el menor caso. En cambio le trajeron té, en el que echaron láudano para que se durmiera.

Al día siguiente, Amanda despertó con un fuerte dolor de cabeza y la convicción, aún más intensa, de que su hermana gemela no había muerto. De nuevo trató de explicárselo a Adrián, pero él sólo se mostró desesperado y pidió que fueran a buscar a su madre a su residencia para que razonara con Amanda, porque la veía ya al borde de la locura.

– No estoy loca -aseguró Amanda cuando habló con Ágata Swynford.

– Ya lo sé, hija mía -fue la respuesta.

– Entonces, ¿por qué no me escucha Adrián?

– Amanda -dijo su suegra, sonriendo-, sabes tan bien como yo que, aunque Adrián es muy bueno, carece de imaginación. Para mi hijo el mundo tiene que ser blanco o negro, carne o pescado. No puede aceptar nada intermedio. Para él la evidencia de que Miranda está muerta es inamovible, por consiguiente, está muerta.

– ¡No!

– ¿Por qué sientes con tanta fuerza que Miranda sigue con vida?

– Le expliqué a Adrían que las gemelas somos distintas, pero no consigo que lo comprenda. Miranda y yo no nos parecemos, tenemos caracteres muy distintos, sin embargo hay algo entre nosotras, una especie de sexto sentido, que hemos compartido siempre. No sabría ponerte nombre, pero Miranda y yo hemos podido comunicarnos sin palabras. Si hubiera abandonado este mundo, yo lo sabría, porque lo percibiría. Y no siento nada.

– ¿Es posible, hija mía -observó la buena mujer-, que no percibas la desaparición de este sentimiento entre tú y Miranda porque no deseas darte cuenta? La muerte es una puerta cerrada, imposible de volver a abrir. Me doy cuenta de lo unidas que estabais.