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– Porque eran animales magníficos -respondió al instante para no traicionarse-. Me disgusta lo que se malgasta, sobre todo si es de buena raza.

– Ah, ustedes los ingleses -rió-. Tan fríos siempre excepto cuando se trata de sus animales.

El príncipe Arik y el resto de sus hombres salieron cargados con todos los objetos de valor que encontraron. Los amontonaron en un carro de dos ruedas. Detrás de ellos Miranda vio el fuego que empezaba a envolver la villa y se estremeció.

– Sube al carro, mujer -le ordenó el príncipe Arik.

– Puedo andar, y con su permiso me gustaría hacerlo.

Accedió secamente. Agarró la crin de un caballito blanco y negro y se alzó sobre la silla.

– Por favor, príncipe Arik, ¿deben ir desnudas las mujeres y los niños?

– Sí-replicó, y espoleando al caballito se alejó.

– ¿Por qué deben ir desnudas? -preguntó a Buri.

– Para atemorizarlas, así aceptarán rápidamente al príncipe Arik como su nuevo amo y ni siquiera pensarán en huir. -Subió ágilmente a su silla-. Camine junto al carro con el viejo Aighu. Yo la vigilaré aunque no me vea.

La larga procesión se puso en marcha. Faltaban dos horas para el mediodía y aquella cuidada y ordenada granja que había visto nacer un glorioso día de mayo había desaparecido por completo. Mientras caminaba, Miranda vio cosas que jamás había imaginado, ni siquiera en una pesadilla. Los siervos del príncipe, exceptuando las muchachas más bonitas y los niños, habían sido asesinados. Cada mujer estaba tumbada de espaldas con las faldas levantadas, las piernas abiertas, degollada.

Buri se fue gruñendo.

– ¿Me ha conocido? ¿Cómo? -preguntó Mignon en un francés perfecto.

– Lucas me habló de usted y Sasha, naturalmente, me contó su historia.

– ¿Por qué la tratan tan bien estos animales? -te preguntó con curiosidad Mignon.

Miranda se lo explicó y Mignon asintió, suspirando.

– Tiene suerte.

– No van a pedir rescate por mí -siguió diciendo Miranda en voz baja-. Sasha me lo advirtió antes de que nos separaran, pero me dijo dónde está la embajada inglesa. Intentaré escapar en cuanto lleguemos a Estambul. ¿Quiere venir conmigo? Vamos a demostrar a estos bárbaros lo que es tratar con una americana y una francesa.

Mignon sonrió de pronto.

– Mon Dieu! ¡Sí! ¡Tendré la oportunidad de volver a Francia y créame, madame, si consigo llegar no volveré a salir de París nunca más!

– ¿Y sus hijos?

– No tengo la menor idea de cuáles son -declaró con tranquilidad-. Los eché al mundo, pero jamás volví a verlos hasta que ya era demasiado tarde para reconocerlos. Ahora estoy de cuatro meses. Tendré que quedarme con el que llevo ahora.

Buri volvió y echó un caftán a Mignon, quien miró agradecida a Miranda.

– Merci, madame! -le dijo.

Miranda hizo un movimiento de cabeza y luego se volvió al tártaro.

– ¿Qué ha dicho el príncipe?

– Que puede quedarse con la sirvienta. También me ha dicho que esta noche deben dormir las dos debajo del carro. El viejo Aighu las guardará y el príncipe ya ha dado órdenes de que nadie las moleste. De todos modos, como nuestros hombres están celebrando y bebiendo, y no se puede razonar con un borracho, estén alerta. -Luego desapareció en la oscuridad.

Miranda ofreció compartir la carne de su plato, pero Mignon rehusó.

– Ya he comido, pero coma usted. Es cordero lechal y muy bueno.

Miranda siguió et consejo de la francesa porque sabía que debía conservar las fuerzas y la mente clara. Se comió todo el cordero e incluso chupó el tuétano del hueso.

– ¿Cree que podemos beber el agua del arroyo? -preguntó a Mignon.

Ésta miró a su alrededor y respondió:

– ¿Por qué no? Están demasiado ocupados hartándose y emborrachándose para molestarnos.

Ambas mujeres se levantaron y Miranda habló a Aghu en el dialecto local.

– Queremos agua -señaló al arroyo-. ¿Podemos ir?

Asintió, se levantó y las acompañó al arroyo, riendo al ver que se agachaban modestamente detrás de unas matas a fin de aliviarse antes de beber. Una vez de regreso al carro, se sentaron en un extremo y compararon los acontecimientos que las habían llevado a la granja del príncipe Cherkessky, también se contaron sus vidas antes de haber sido secuestradas.

Mignon había nacido el año de la caída de la Bastilla. Su padre era un duque, su madre la hija de un granjero. No estaban casados. Criada por su madre en la campiña de Normandia, ella y sus parientes campesinos no conocieron el terror que acompañaba la Revolución. Su padre había huido a Inglaterra, donde su título y sus proezas sexuales le habían conseguido una esposa rica. Cuando Napoleón llegó al poder, regresó a Francia y por sus leales servicios al emperador recuperó sus propiedades.

Diez años después del nacimiento de Mignon, su madre recibió una carta de su antiguo amante. La carta se la leyó el cura del pueblo con desaprobación. En ella, el duque declaraba que su hija bastarda debía recibir educación. Enviaba dinero, y la madre de Mignon, obediente, cumplió su petición. A partir de entonces todos los años, por Año Nuevo, llegaba una carta con dinero. Mignon conoció a su padre, por primera vez, cuando cumplió quince años.

– ¿Por qué me ha mandado educar? -fue el saludo de la joven.

– Para que haya un campesino menos que se revuelva contra su amo la próxima vez -le gruñó en respuesta.

Ambas se echaron a reír. Se hicieron buenas amigas. Ella se quedó en París, donde se la envió a una excelente escuela de monjas, que llenó los baches de su educación y donde la enseñaron a ser una señora.

Dejó el convento a los dieciocho años para entrar como maestra en un buen internado de París. A los veinte obtuvo un excelente puesto como institutriz en la casa de la princesa Tumanova, en San Petersburgo. Miranda conocía el resto de la historia.

A su vez resumió su propia historia y su caída.

– No obstante, gracias a Sasha podré escapar y tú vendrás conmigo, Mignon -le confió, esperanzada.

– ¿Amabas a Lucas? -preguntó inesperadamente la francesa.

– No -respondió Miranda con sinceridad-. Era un buen hombre, pero al único que he amado es a mi mando, Jared.

– Yo sí lo amaba -confesó Mignon-, pero hasta que usted llegó no creí que nadie tocara su corazón.

– No era como nosotras -añadió Miranda-. Su vida como esclavo era mejor que la de su infancia. Para nosotras fue muy distinto. ¿Has tenido hambre alguna vez? ¿Has tenido frío? -Mignon sacudió la cabeza-. Lo suponía, y aunque no eras la hija legítima de tu padre, te quiso y se preocupó por tu bienestar.

Miranda cambió de postura porque el niño la incomodaba.

– A mí no me faltó nada. Pero el pobre Lucas careció de todas esas cosas y no podía comprender lo que era la verdadera libertad. Ni tampoco el resto de los desgraciados capturados en la granja. Pero nosotras sí, Mignon. Confía en mí, seremos libres.

– Pronto nacerá su hijo. No será fácil, Miranda,

– Lo conseguiremos -aseguró confiada.

Las dos mujeres permanecieron amigablemente sentadas unos minutos y luego se retiraron debajo del carro para dormir abrigadas por la capa de lana de Miranda. Apenas habían conciliado el sueño cuando un grito rasgó la noche. Despertaron a la vez y ambas se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. Las mujeres que no eran vírgenes estaban siendo violadas por sus captores. Las dos se acurrucaron muy juntas, cubriéndose los oídos con las manos, intentando no oír los gritos, y a medida que el ruido fue disminuyendo gradualmente, se durmieron, nerviosas, hasta el amanecer, cuando Aighu fue a despertarlas. Les había traído tazones de té negro, dulce y caliente, y carne fría.