Miranda sacó su peine y se arregló el cabello y el de Mignon. Ambas se lo trenzaron limpiamente y se lavaron la cara y las manos en el fresco arroyo cercano. El viaje se reanudó.
– Esté atenta a las fresas silvestres -aconsejó Mignon-. Sospecho que volverán a hacernos andar todo el día sin descansar ni comer.
– ¿Por qué?
– Los prisioneros agotados no huyen. Nos alimentarán bien por la noche para que lleguemos en buenas condiciones a Estambul, pero quieren que el viaje nos agote. Busque fresas. Miranda. Su dulzor nos ayudará a seguir.
– Yo no necesito otro día de viaje para estar tan cansada que no pueda huir -comentó Miranda con tristeza-. Estoy agotada. Pero dije al príncipe Arik que resistiría, y lo haré.
Sus vidas siguieron un ritmo monótono: al amanecer, té caliente y carne fría, caminar todo el día excepto unos minutos de descanso al mediodía, cuando los tártaros daban de beber a sus caballos, parada por la noche, carne asada para comer y agua para beber y un sueño cansado. Como suplemento a su dieta comían las fresas que Miranda encontraba. Un día que caminaban junto al mar. Miranda capturó varios cangrejos grandes que envolvieron en algas y asaron aquella noche en las brasas de la pequeña hoguera de Aighu. Jamás había comido nada tan sabroso, pensó Miranda, mientras sacaba la carne caliente de la pinza de un cangrejo.
La primavera tibia del mar Negro les duró casi dos semanas y de pronto un buen día despertaron en pleno diluvio, Por el campamento circuló la orden de que descansarían todo el día en unas cuevas que les protegerían de la lluvia. Las esclavas agradecieron el descanso, porque estaban exhaustas. Durmieron mientras los niños jugueteaban. En cambio, sus captores prefirieron beber y jugar, y a media tarde estaban todos de mal humor. El viejo Aighu dormía su borrachera. Un par de tártaros se acercaron al carro donde Miranda y Mignon estaban tranquilamente hablando.
– Qué pena que la rubia plateada esté tan embarazada -observó uno de ellos-. Parece como si fuera capaz de llevar a un hombre al paraíso.
– Para mí es demasiado flaca, Kuyuk. Pero este pajarito tierno ya es más de mi agrado -declaró el segundo tártaro, quien levantó a Mignon y la abrazó con una mano mientras le acariciaba los pechos con la otra.
– Por favor -exclamó Miranda, levantándose-, mi doncella está esperando un hijo. El príncipe Arik me prometió que nadie la tocaría.
Los hombres se inmovilizaron. Pero cuando se dieron cuenta de la borrachera de Aighu, siguieron adelante.
– Túmbate, esclava -ordenó el segundo tártaro y Mignon obedeció sin chistar.
– ¡No! -gritó Miranda-. Informaré al príncipe Arik.
– ¡Amordázala! -fue la orden y Miranda se encontró con un trapo sucio metido en la boca-. Que mire, Kuyuk, y aunque está a punto de parir, sus pechos no están prohibidos.
– ¡Por Dios que tienes razón, Nogal! -se puso en cuclillas y arrastró a Miranda con él. La puso firmemente de rodillas entre sus piernas abiertas y alargando las manos agarró sus senos hinchados y apretó. Ella gimió de dolor, pero se mordió los labios. No pensaba dar a este tártaro la satisfacción de saber que le había hecho daño.
Miranda sentía que el niño se revolvía inquieto, trató de escapar de aquella incómoda postura y una inmensa ira la embargó. Mignon se sometía a fin de salvar a su niño de posibles daños y también para proteger a Miranda. Rabiosa, clavó ambos codos contra Kuyuk, de forma que lo sorprendió y lo dejó sin resuello. Con dificultad. Miranda se incorporó y echó a correr mientras se arrancaba la mordaza.
El tártaro la siguió enloquecido.
– ¡Príncipe Arik! -gritó desesperada-. ¡Príncipe Arik! ¡Príncipe Arik!
Kuyuk la alcanzó y la abofeteó varias veces. La cabeza le daba vueltas, pero siguió gritando. Sus gritos atrajeron a esclavas y tártaros que acudieron corriendo.
– ¡Cerdo tártaro! ¡Tu madre nació de un montón de mierda de perro y copuló con un mono para concebirte!
– ¡Perra! -chilló, propinándole un golpe brutal en el vientre-. Embarazada o no, voy a montarte como un semental a una yegua rebelde. Tu vientre ya no te protegerá. ¡De rodillas delante de todo el campamento, mujer!
Oleadas de dolor la recorrieron y vomitó. Haciendo acopio de las últimas fuerzas gritó aún:
– ¡Príncipe Arik! ¿Es así como se cumple la promesa de un tártaro? ¡Tu palabra no tiene ningún valor!
De pronto, la gente se separó y llegó el jefe tártaro. Sus ojos relampagueantes iban de Kuyuk desmelenado a Miranda, que ya estaba de rodillas y se sujetaba el vientre. El príncipe se arrodilló y con manos sorprendentemente tiernas le apañó el pelo de la cara. A una orden tajante trajeron un frasco y forzó un líquido ardiente entre sus labios. Miranda se atragantó pero logró conservarlo.
– Respire hondo -le ordenó y cuando el color volvió a su rostro ordenó de nuevo-: ¡Explíquese!
– Dos de sus hombres, éste y su amigo Nogal, llegaron a donde Mignon y yo descansábamos. Han violado a Mignon pese a su embarazo. Y a mí también me han tocado. Creo -y ahí la voz de Miranda se quebró y las lágrimas resbalaron por sus mejillas-, creo que la han matado.
– ¿Dónde estaba Aighu?
– Borracho.
El príncipe Arik se volvió a Buri:
– ¡Averigua!
Durante unos minutos, todos guardaron un silencio. Los guerreros tártaros y sus cautivos esperaron y al momento volvió Buri junto con Aighu y Nogal.
– Tenía razón -dijo Buri-. La francesa está muerta y el niño también. ¡Qué despilfarro!
El príncipe tártaro permaneció inmóvil, luego miró a sus soldados.
– Os prohibí a todos esta mujer y su sirvienta. No solamente habéis violado mi palabra, sino que tontamente habéis asesinado dos valiosos esclavos, la mujer y su hijo nonato. El castigo es la muerte. En cuanto a ti, Aighu, parece que te gusta más el vino que el cumplimiento del deber. Ya no eres digno de llamarte guerrero tártaro. Perderás la mano de la espada, y si no mueres desangrado, puedes seguirnos hasta Estambul, pero quedas desterrado de la vida de los tártaros para siempre. ¡Temur!
Un joven guerrero saltó al frente.
– Temur, pongo a esta mujer bajo ni protección. Sé que cumplirás con tu deber mejor que Aighu. -Miró a las cautivas-. Quiero otra sirvienta -dijo y Marfa se adelantó rápidamente-. Ocúpate de la señora, muchacha, hasta que se te ordene lo contrario.
– Sí, amo. -Marfa se inclinó y ayudó a Miranda a levantarse. Miranda se tambaleó peligrosamente. Temur acostó tiernamente a Miranda. Se marchó apresuradamente y volvió al instante con una enorme brazada de ramillas de pino recién cortadas, que colocó junto al fuego. Al revolver el carro del pillaje encontró una alfombra de piel de cordero y la echó sobre las ramas. Por encima tendió un tejido de lana que Miranda reconoció como una cortina del comedor de la villa.
Volvió a cogerla en brazos, la colocó dulcemente sobre este cómodo lecho y la cubrió con la capa.
– No todos somos bestias -le dijo-. Me avergüenzo de Kuyuk y Nogal y siento lo de su amiga. Descanse ahora. Mientras yo la guarde no le ocurrirá nada. -Sacó una bolsa de su cinturón y dijo-:¡Eh, muchacha! Prepara un poco de té para tu señora. -Y le entregó un puñado de hojas.
Miranda yacía muy quieta mirando el lugar donde había estado Mignon. El cuerpo había sido retirado y una oscura mancha de su sangre era lo único que quedaba de la terrible muerte que Mignon había sufrido. Miranda lloró quedamente. Quizá se encontraba ahora con Lucas y con su hijo, pero Jamás volvería a ver su amado París.
– El té. Miranda Tomasova. Beba.
Marfa la ayudó a incorporarse y llevó el tazón de té humeante hasta sus labios. Miranda sorbió y no tardó en adormecerse. El niño estaba quieto ahora y el dolor había remitido. Se durmió, un sueno tan profundo que no oyó el grito de angustia de Aighu cuando le cortaron la mano de la espada y metieron el muñón en brea hirviendo para evitar que se desangrara. Tampoco oyó el murmullo sibilante de los espectadores ante las rápidas ejecuciones de Kuyuk y Nogal.