La lluvia arreció durante la noche y, por la mañana, el príncipe Arik decidió quedarse acampado en las cuevas. Después de la tragedia del día anterior, todo el campamento estaba profundamente abatido.
Miranda despertó torturada por un dolor terrible que iba de la espalda al vientre. Habían empezado los dolores. Demasiado pronto. La criatura no debía nacer hasta dentro de tres o cuatro semanas, pero estaba llegando ahora. Rechinó los dientes y gritó. El joven tártaro estuvo inmediatamente a su lado, con expresión de simpatía.
– Voy a tener el niño -murmuró con voz ronca-. Entre las esclavas hay comadronas. ¡Tráeme una!
– Iré yo -exclamó Marta-. Necesitará a Tasha. Es la mejor.
La joven salió corriendo.
– Yo estaré aquí -tranquilizó el tártaro a Miranda y luego anunció con orgullo-: Y si fuera necesario, también podría ayudar. He ayudado muchas veces en el parto de mis yeguas.
A Miranda casi se le escapó la risa, pero comprendió que el soldado trataba de ser amable.
– Por favor -le suplicó-, un poco de té dulce. Tengo mucha sed.
Se estaba poniendo en pie cuando otro trallazo de dolor la sacudió. Marta llegó con una mujer maciza de aspecto eficiente que se apresuró a decir:
– Soy Tasha. ¿Es el primero? -Miranda movió la cabeza y levantó dos dedos. Tasha comprendió. Se arrodilló y apañó la capa para examinar a su paciente-. Debe de haber roto aguas mientras dormía-comentó-. Será un parto seco. -Tanteó cuidadosamente a su paciente y acabó diciendo-: La cabeza del niño ya está encajada. Es solamente cuestión de empujar.
Temur le trajo un poquito de té, que Miranda sorbió ansiosamente. Tenía los labios secos y agrietados. El soldado se colocó detrás de ella y arrodillándose le sirvió de respaldo con su cuerpo. Tasha aprobó con la cabeza.
– Al próximo dolor quiero que empuje.
Miranda recordó el nacimiento de su hijo y apenas notó ningún dolor en éste. Siguió las instrucciones de Tasha y pasado un momento la oyó gritar.
– ¡Es una niña!
Entonces Miranda oyó un grito débil y nada más. Perdió el conocimiento varias veces hasta que por fin se sumió en un sueño reparador.
Cuando despertó de nuevo fue con una gran sensación de alivio. Volvía a ser libre y ahora debía recuperar ¡as fuerzas porque al cabo de varias semanas llegarían a Estambul. Huiría. Sería libre. Un gemido junto a ella hizo que Miranda volviera la cabeza. Sobresaltada vio un pequeño bulto a su lado. ¡La criatura! ¿Por qué no se la habían llevado? Entonces empezó a pensar con claridad. Solamente en la granja se habrían llevado a la niña. Aquí, en el campamento tártaro, pensaban que la criatura era la hija de su marido, y no podía rechazarla. ¡Qué inconveniente' El crío la entorpecería. Bueno, pero podría dejarla con Marfa cuando llegara el momento de escapar a la ciudad.
La niña volvió a gemir. Poniéndose de lado, acercó más a la criatura y le aflojó las ropas que la envolvían mientras recordaba su primera inspección del pequeño Tom. Esta criatura era hermosa… menuda, muy menuda- pero hermosa. Su pelusilla apenas visible, era plateada como el pelo de Miranda… ¿o tal vez el de Lucas? Sus ojos eran color violeta, pero Miranda descubrió inmediatamente algo raro en aquellos ojos preciosos. Pisó la mano por delante de la carita de la niña, pero ésta no reaccionó. ¿Estaría ciega? La pequeña tenía un hoyuelo en la barbilla, como sus padres. Miranda rozó la suave mejilla sonrosada tan parecida a la suya y la niña volvió la cabecita, descubriendo un enorme moratón.
Miranda suspiró. El cruel golpe de Kuyuk había dado en el blanco, después de todo. Al envolverla de nuevo se dio cuenta de que había estado pensando en la niña ya como suya. ¿Su niña? Sí, era su niña y ya no podía negarlo. La habían forzado a tenerla de un modo degradante, horrible, pero la pequeña era sólo una víctima más.
Miranda se esforzó por incorporarse, se desabrochó el caftán y se puso la niña al pecho. Aunque la niña parecía tocarla, no sabía tomar el pecho y chupar. Dulcemente, Miranda forzó el pezón en la boquita de la criatura y empezó a presionar. De pronto, la niña comprendió y se puso a succionar débilmente. Una sonrisa iluminó el rostro de Miranda.
– Muy bien, pequeñina -arrulló al bebé. Se lo dijo en inglés. Su hija era una americana. Sí, se dijo de nuevo, su hija.
El príncipe Arik apareció a la luz de las hogueras y se agachó a su lado. Sus ojos la contemplaron, admirados. Por Dios, pensó, ¡eso es una auténtica mujer! Parece tan frágil como una rosa temprana, pero es dura como el hierro. Señaló a la niña.
– Déjeme verla-le pidió.
Miranda apartó a la niña de su pecho por un instante.
– Es hermosa, pero la comadrona dice que no vivirá. No debería malgastar sus fuerzas amamantándola. Cuando nos marchemos, dejémosla en la colina. Será mejor.
Los ojos verde mar relampaguearon airados.
– Puede que mi hija también sea ciega. Ciega por un golpe tártaro. Pero vivirá, príncipe Arik. ¡Vivirá!
Él se levantó encogiéndose de hombros.
– Está aclarando y nos marcharemos mañana. He dicho a Temur que irá montada en el carro unos días hasta que haya recuperado las fuerzas.
– Muchas gracias -le gritó ella cuando el príncipe ya se iba. Pasó el resto del día dormitando y dando de comer a la niña. Marta le trajo un tazón de buen caldo.
– Temur me ha dado un pedazo de carne de una ternera que mataron. La he hervido durante varias horas con verduras y cebollas silvestres -declaró con orgullo.
– Está delicioso, Marfa, gracias. También tengo hambre. ¿Puedes conseguirme unas lonchas de esa ternera, las más crudas que encuentres, y un poco de jugo?
Marfa pudo conseguirlo y le llevó también unas cuantas fresas silvestres que había encontrado. Miranda se atiborró sin la menor vergüenza. Ya empezaba a sentirse más fuerte y por dos veces se levantó para dar la vuelta alrededor de su refugio, apoyada en el hombro de Temur.
En la hora anterior a la salida del sol despertó para dar el pecho a la niña. La criatura estaba muy pálida y respiraba con dificultad. El instinto maternal de Miranda despertó y estrechó la niña entre sus brazos, protectora.
– No te dejaré morir -dijo con fiereza-. No te dejaré.
Temur volvió a cargar el carro y dejó suficiente espacio para que ella viajara cómoda. Cortó más ramillas de pino para prepararle una cama nueva y la instaló. De nuevo, los días se ajustaron a una rutina.
Desde que los tártaros los habían capturado, Miranda había contado cuidadosamente los días. La granja había sido atacada el cinco de mayo y su hija nació trece días después, el dieciocho de mayo. Diez días después del nacimiento de su hija, adivinó que aún les faltaban dos semanas para llegar a Estambul. Miranda estaba ya recuperada y pronto anduvo todo el día, llevando a la niña en una especie de cabestrillo pegada a su corazón. Estaba muy preocupada. La pequeña no parecía ganar peso y estaba demasiado silenciosa.
Curiosamente le recordaba a su hijo. El pequeño Tom tenía ahora trece meses y se había perdido su infancia. No era más madura que Jared, se dijo, que había perdido los primeros meses de su matrimonio. Quizás ahora ambos habían crecido, madurado, y cuando volvieran a empezar, se comportarían de una manera más sensata. Si volvían a empezar, pensó.
A medida que se acercaban 3. la capital de Turquía, aumentó el nerviosismo. Por fin llegaron a la vista de la antigua y enorme ciudad de Constantinopla, la Roma del este, capturada por los turcos en 1453 y retenida por ellos desde entonces. Los tártaros acamparon aquella noche junto a las antiguas murallas de la ciudad, que se cerraban con llave al anochecer. Entrarían en la ciudad al día siguiente y sus cautivas serían llevadas a uno de los mejores mercaderes de esclavos de la ciudad. Los días de marcha y de ataques iban a terminar y el príncipe Arik era lo bastante inteligente para darse cuenta. Su tribu necesitaba dinero para comprar tierras a fin de poder instalarse permanentemente en alguna parte. Sabía que algunos de ellos volverían a Asia y se unirían a otras bandas de tártaros nómadas, pero como jefe del clan Batu tenía que tomar decisiones acerca de su gente. Los grandes días habían terminado y jamás volverían. Ahora sólo eran historias para contar junto a! fuego, nada más.