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– ¿Señor?

El príncipe levantó la mirada.

– ¿Sí, Buri?

– ¿Y la gran señora, mi señor? ¿Quiere que le pongamos guardia ahora?

– No es necesario. La señora ha expuesto su caso y, siendo una dama noble, está acostumbrada a que se la tenga en cuenta. Supone que voy a hacer su voluntad, y dejaremos que siga creyéndolo. Primero llevaremos a los demás a la ciudad y arreglaremos con Mohammed Zadi su distribución. Le hablaré de nuestra gran dama y él organizará una subasta privada para compradores exigentes. Cuando llegue el momento, la llevaremos a los baños con algún pretexto, una vez allí la drogaremos para que se muestre dócil y terminaremos enseguida. Cuento con que una mujer de semejante belleza y con una criatura de pecho para demostrar su fertilidad alcanzará un precio muy elevado.

Buri asintió.

Los dos hombres siguieron hablando mientras que en la más densa curiosidad Miranda se alejaba silenciosamente. ¡Gracias a Dios que había aprendido su dialecto! Había esperado, a oscuras, durante varias horas después de la puesta del sol, con la esperanza de encerarse de sus planes y, desde luego, había conseguido más información de la que esperaba. Decidió que sería mejor alejarse inmediatamente. Esta noche los tártaros estarían aún entretenidos con su campamento lleno de cautivas. Sí, esta noche tendría la mejor oportunidad.

Llegó junto a su pequeña hoguera. Más allá de su resplandor vio los cuerpos abrazados de Temur y Marta. Para ella era una suerte que los dos jóvenes se hubieran gustado. Sospechaba que el joven tártaro compraría a la dulce y poco agraciada Marra para esposa. Por lo menos esta noche estarían ocupados.

Miranda se sentó junto al fuego y alimentó a la niña. Otra ventaja era que la criatura apenas lloraba. Eso le facilitaría la huida. Miranda empezaba a sospechar que además de ciega era sorda, pero ahora no podía entretenerse pensando en ello. Quizá la niña era simplemente débil.

Cuando terminó de alimentarla, cambió rápidamente el pañal de la niña, la abrigó de nuevo y la sujetó contra su pecho. Luego, observó cuidadosamente el campamento. Todo estaba tranquilo, pero se obligó a esperar una hora más sentada junto al fuego para estar absolutamente segura.

En el cielo brillaban una media luna que le ofrecía la luz suficiente para encontrar el camino. Dio un largo rodeo alrededor del campamento para evitar que alguien la detectara y se tomó con calma el trabajo de volver al camino trazado. Una vez allí, cubrió rápidamente la distancia final. Al llegar ante la puerta de la muralla, se sentó con la espalda bien apoyada contra el muro, envolviéndose en su capa oscura para disimularse y así poder dormir relativamente segura.

El ruido de las carretas que llegaban temprano, a la mañana siguiente, despertó a Miranda tal como tenía previsto. Amamantó a la niña, la cambió, y después se unió al grupo que esperaba a que se abrieran las puertas. En el mármol que remataba la vieja entrada distinguió claramente esculpida la palabra «Charisius».

El sol naciente escaló las colinas orientales con sus largos dedos dorados y desde lo alto de cada mezquita de la ciudad los muecines cantaron las alabanza del Señor y del nuevo día en un coro lastimero.

A su alrededor cayeron todos de rodillas y Miranda los imitó para no llamar la atención. Luego las puertas se abrieron, crujientes, y Miranda se apresuró con el resto de la gente, con los ojos bajos como corresponde a una mujer modesta y de clase humilde. Había cortado un rectángulo del tejido de uno de sus caftanes y se lo había fijado sobre el rostro gracias a los ornamentos de su cabello. Con el capuchón de la capa bajado sobre las cejas, parecía una mujer respetable, vestida con el tradicional yashmak negro de las pobres. No se diferenciaba del centenar de mujeres, ya que sus yashmaks las hacían anónimas a los ojos curiosos.

No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero sabía que debía llegar pronto a la embajada británica, lo más rápidamente que pudiera, porque en cuanto sus captores descubrieran que se había ido, el príncipe Arik comprendería adonde se dirigía y saldría a impedírselo.

Miranda miró a su alrededor en busca de alguna tienda, no una tienda que sirviera al vecindario, sino que fuera atractiva para un forastero y cuyos dueños probablemente hablarían francés. Sus ojos se iluminaron al ver una joyería y, decidida, entró en la tienda.

– Tú, mujer. ¡Lárgate! ¡Lárgate antes de que llame a la policía del sultán! Éste no es lugar para mendigas.

– Por favor, señor, soy una mujer respetable. -Miranda imitó el tono lastimero que había oído frecuentemente desde su elegante carruaje en Londres. Hablaba en mal francés, con pésimo acento-. Solamente busco una dirección. No soy de esta ciudad. Su hermosa tienda seguramente sirve a los infieles ferangi, y he supuesto que me daría bien la dirección.

El joyero se la quedó mirando con menos hostilidad.

– ¿Adonde quieres ir, mujer?

– Debo encontrar la embajada de los ingleses. Mi primo Alí trabaja como portero y me han enviado a buscarlo. Nuestro abuelo se está muriendo -Calló como si pensara y añadió-: En la granja faltarán manos.

El joyero asintió. Era la estación de la cosecha y no se podía prescindir de ningún hombre, ni siquiera en una emergencia.

– Has entrado por Charicius, ¿eh?

– Sí, señor, y sé que la embajada inglesa está al final de la calle de las Muchas Flores, cerca del viejo hipódromo, pero no sé cómo llegar allí.

El joyero sonrió con superioridad.

– Esta calle donde está la tienda se llama Mese, mujer. Y es la antigua avenida comercial de la ciudad. Lo sé porque soy griego y mi familia hace mil años que vive en la ciudad.

Hizo una pausa. Sabiendo lo que esperaba aquel individuo pomposo, Miranda abrió los ojos y exclamó:

– ¡Ohhhh!

Satisfecho, el joyero prosiguió:

– Tienes que seguir la calle Mese a través de la ciudad y al final verás las ruinas del viejo hipódromo. La avenida conduce directamente a la iglesia de los Santos Apóstoles, así que no te confundas y pases a la izquierda, porque te perderías. Alrededor de las ruinas han edificado un barrio agradable. Una bocacalle antes de llegar a las ruinas, encontrarás un callejón a la derecha. Es la que buscas. La embajada está al final, muy cerca del palacio del sultán.

– Gracias, señor -dijo Miranda cortésmente mientras salía de la tienda. Se esforzó por no echar a correr. ¡Ahora estaba segura! A través de la ciudad, le había dicho.

Miró asustada hacía la puerta de la muralla, pero no se notaba ninguna actividad inusitada. Miranda empezó a andar, diciéndose que se dirigía a la seguridad. Todas las mujeres de la calle iban tan cubiertas como ella y resultaba imposible distinguirlas. Si los tártaros buscaban una mujer con un niño también estaba a salvo, porque la niña dormía plácidamente colgada de su cabestrillo debajo de la capa, invisible.

Tras ella oyó que se acercaba un grupo de jinetes y su corazón pareció llenarle la garganta, casi dejar de latir, para desbocarse a continuación violentamente. Consiguió arrimarse enloquecida a un lado de la avenida con el resto de los transeúntes mientras pasaba un grupo de hombres con capas rojas y verdes montados sobre sus oscuros caballos.