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– Malditos arrogantes Yem-cheri -masculló un hombre junto a ella y Miranda casi rió aliviada.

Sintió que el sudor frío del miedo le resbalaba por la espalda. ¡Dios, cómo ansiaba un baño! Habían pasado cinco semanas y media desde su captura, y en todo este tiempo no había podido lavarse. Su cabello estaba también muy sucio y no estaba segura de no estar llena de piojos. Pero siguió caminando, fascinada pese al miedo y la necesidad de apresurarse por la maravillosa ciudad que la rodeaba.

La algarabía en la calle era increíble, una cacofonía desatada de voces, cada una gritando en una lengua diferente, cada una con algo muy importante que decir. Las tiendas eran tan variadas como fascinantes. Pasó una calle donde todo eran curtidores y zapateros y trabajadores de la píe!. Después, más adelante, había vendedores de telas de lino, hombres que sólo vendían las mejores sedas, orfebres, plateros, joyeros Los bazares al aire libre eran una maravilla donde se ofrecía de todo: desde pescado o higos, a antiguos iconos. Empezaba a levantarse el calor y de todas partes salían olores. Flotaba el intenso aroma de canela, clavo, nuez moscada y demás especias, melones, cerezas, pan y pasteles de miel, alhelíes, lilas, lirios y rosas.

Siguió avanzando y los establecimientos empezaron a perder su elegancia de gran ciudad y se convirtieron en tiendas de barrio residencial. Se estaba acercando. ¡Dios Samo, que los tártaros no llegaran antes que ella! Al frente distinguió la antigua pista del viejo hipódromo transformada ahora en un pequeño mercado al aire libre. Empezó a fijarse en las placas de las calles, a cada cruce. Estaban escritas en árabe y en francés. ¡Allí estaba! La Rué des Besucón? de Fleurs. La Mese estaba vacía y se acercó cautelosamente a su destino escudriñando la calleja por si había alguna emboscada. Pero los pajaritos en las enredaderas floridas que colgaban sobre las paredes a cada lado de la calle se mostraban activos y ruidosos, una señal de seguridad.

Miranda se volvió a mirar hacia la Mese por si alguien la perseguía, pero no descubrió a nadie. Corrió por la calle de las Muchas Flores hacia su destino… una verja de hierro negro en una pared blanca. Al acercarse vio las placas de bronce bruñido a uno y otro lado de la verja. En tres idiomas anunciaban la embajada de Su Majestad.

Al llegar a las verjas tiró decidida de la campanilla e instantáneamente apareció el portero, que salió disparado de su caseta. Una mirada y empezó a increparla.

– ¡Largo, hija mal parida de una camella! ¡No queremos mendigos! ¡No queremos mendigos!

Miranda no comprendía las palabras, pero sí su significado. Se arrancó el velo de la cara, apartó el capuchón y le gritó en inglés:

– Soy Lady Miranda Dunham. Soy inglesa. ¡Déjeme entrar, pronto! ¡Me persiguen los mercaderes de esclavos tártaros!

El portero pareció estupefacto, luego asustado.

– Por favor -insistió Miranda-. Me persiguen. Mi familia es rica. ¡Tendrá una buena recompensa!

– ¿No ha huido de ningún serrallo? -insistió el portero, aún temeroso.

– ¿ Un qué?

– El harén del sultán.

– No. No. Le he dicho la verdad. Por el amor de Dios, hombre, le vienen todos los días mujeres a la verja, como yo, hablando en correcto inglés? Déjeme entrar antes de que me cojan mis captores. ¡Le juro que recibirá una cuantiosa recompensa!

Lentamente, el portero empezó a soltar la cadena que sujetaba la verja.

– ¡Achmet! ¿Qué estás haciendo? -Un oficial de marina ingles se acercaba por la avenida de la embajada.

– La señora asegura que es inglesa, milord.

Miranda alzó la vista y de pronto sintió que se le doblaban las rodillas. Se acercó al portero para sostenerse.

– ¡Kit!-gritó-. ¡Kit Edmund! ¡Soy Miranda Dunham!

El oficial miró a la mujer que estaba al otro lado de la verja y declaró secamente.

– Lady Dunham está muerta. Lady Miranda Dunham hace tiempo que está muerta.

– ¡Christopher Edmund, marqués de Wye! -gritó-. Hermano de Darius, pretendiente de mi hermana gemela, Amanda. ¡No estoy muerta! El cadáver de San Petersburgo era de otra persona, Kít -suplicó-. Por el amor de Dios, déjame entrar. Me persiguen mis captores. ¿No recuerdas cómo nos llevaste a mamá, a Mandy y a mí a Inglaterra desde Wyndsong para que Mandy se casara con Adrián?

Miró por encima de ella y de pronto palideció.

– ¡Jesús! -exclamó entre dientes. Luego se volvió y gritó-: ¡Mírza! ¡Ayúdame! ¡Corre!

Miranda sintió que un garra de hierro le aferraba el brazo.

– Mi querida señora -siseó el príncipe Arik-. Sospeché que la encontraría aquí. -Empezó a tirar de ella hacia la calle, donde se veían caballos esperando-. Irá al estrado esta noche, mi bella dama, no le quepa la menor duda.

– Kit -gritó en inglés-. Kit, ayúdame. -Luego pasó al francés y se volvió al tártaro-: Basta, príncipe Arik. Este oficial de marina es amigo personal de mi marido. Me conoce. Le pagará mi rescate. El príncipe hizo girar a Miranda frente a él y la abofeteó.

– ¡Perra! Entérate de una vez. Me darán más por ti en el estrado y es lo que voy a hacer. Buri, impide su persecución.

Tiró de ella, calle abajo, pero Miranda se debatió furiosa y consiguió desprenderse. Soltó la capa y pasó entre Buri y sus hombres estupefactos. Corrió como sí la persiguiera el mismísimo diablo, cruzó volando la verja de la embajada, y Achmet cerró inmediatamente tras ella.

Los tártaros gritaron su rabia y agitaron las armas,

– La mujer es nuestra cautiva legal -aulló el príncipe Arik-. Me dirigiré al magistrado del sultán.

Fue entonces cuando un hombre alto, moreno, envuelto en una gran capa blanca se adelantó y, tras abrir la verja, salió a la calle.

Los tártaros lo rodearon.

– Esta mujer es una noble inglesa -les explicó-. Sólo podéis haberla obtenido por medios ilegales.

– No es ningún crimen atacar a los rusos, y la encontramos entre los rusos -respondió el príncipe Arik.

El hombre alto sonrió y sus ojos azules brillaron.

– No es ningún crimen, amigo mío, atacar a los rusos. A veces pienso que Alá sólo creó a los rusos para que sean nuestras víctimas. No obstante, la dama no es rusa, sino inglesa.

– Puedo venderla por una fortuna -gimió el príncipe Arik-. Si dejo que me la quites habré perdido mi dinero. ¡No es justo!

El príncipe estaba dispuesto a regatear. El hombre alto rió complacido.

– Tiende las manos, tártaro. Te pagaré el rescate de un rey. Será más de lo que podrías obtener por su venta, te lo prometo, y ningún intermediario mercader de esclavos se llevará comisión, ¿eh?

El príncipe Arik tendió la mano. El hombre alto sacó una bolsa de gamuza de entre sus blancas vestiduras. Aflojó los cordones, inclinó la bolsa y un chorro de gemas multicolores cayó en las manos del asombrado jefe. Había diamantes, rubíes, amatistas, zafiros, esmeraldas, topacios y perlas. El hombre alto fue dejando caer hasta que el tesoro desbordó de las manos de] tártaro. Algunas de las gemas cayeron en la calle y los otros tártaros se pelearon por recuperarlas.

El hombre alto, cerró de nuevo su bolsa, que seguía aún muy llena.

– Bien, tártaro. Me figuro que no sacarás tamo de tus otras cautivas como!o que has conseguido por esta sola mujer. ¿Estás satisfecho?

– Más que satisfecho, señor. ¿Quién sois?

– Soy el príncipe Mirza Eddin Khan -fue la respuesta.

– ¿El primo del sultán?

– Sí. Lárgate ahora, tártaro, antes de que estos ignorantes infieles se confundan y os echen los perros.

Los tártaros se fueron calle abajo, montaron en sus caballos y se alejaron al galope. El hombre alto se volvió.

– Kit, haz que traigan mi palanquín. Llevaré a lady Dunham a mi casa. Creo que contestará mejor a las preguntas después de haberse bañado y vestido debidamente.