– Pero ella no es responsable de la suerte que le tocó -protestó Ali-Ali.
– No obstante, la censurarían.
– ¡Occidentales! -masculló el eunuco-. Son una gente extraña y confusa. Sus hombres andan abiertamente con las esposas de otros hombres y con mujeres de moralidad dudosa. Pero ¡ah!, si una mujer virtuosa es forzada, la desprecian. No los comprendo.
– Ni yo, viejo amigo.
– Esta mujer te gusta -declaró el eunuco.
– Sí -sonrió Mirza Khan-. Me gusta.
Se volvió hacia Miranda y le habló en inglés.
– Se lo he explicado todo a Ali-Ali. Considero que el capitán Edmund no debe conocer la existencia de su hija, Miranda. Los chismosos de Londres tendrán un campo abonado cuando regrese usted viva. Ya pensaremos lo que hay que hacer. Pero en cuanto a la niña, por el momento sólo pueden saberlo las mujeres del harén y Ali-Ali. Creo que el capitán Edmund no se fijó en ella, y no se lo diremos.
– ¿Qué voy a contarle a Kit?
– Simplemente, que el príncipe Cherkessky la secuestró y la envió a su villa de Crimea a esperarlo. Afortunadamente, el príncipe no llegó a ir y los tártaros que atacaron su villa la trajeron a Estambul para venderla, pero pudo escapar. Suena sencillo y razonable. Vaya ahora con Ali-Ali, yo la veré más tarde, cuando llegue Kit.
Miranda siguió al eunuco a través del tranquilo jardín al pabellón de las mujeres y, una vez allí, a un salón claro y delicioso. Las paredes estaban tapizadas de seda, un tejido multicolor sobre un fondo gris perla. El suelo era de madera cubierto de alfombras mullidas, en azul, rosa y oro, y en el mismísimo centro de la estancia un pequeño surtidor de tres pisos goteaba alegremente a una fresca pileta de cerámica azul claro.
Había varias mujeres, todas ellas de una belleza sorprendente. Dos de ellas trabajaban en un bastidor de bordado, una tañía un instrumento musical, otra leía y otra se pintaba las uñas de los pies. Cuando Miranda entró en el salón con Ali-Ali, le dirigieron miradas curiosas pero amistosas.
– Señoras, señoras -llamó el eunuco con su voz atiplada. La mujer que leía se levantó, miró y se acercó sonriendo.
– ¿Qué nos traes, Ali-Ali? -preguntó con voz culta.
Miranda casi se quedó con la boca abierta, tan sorprendida estaba por la belleza increíble de aquella mujer. Su larga cabellera azabache flotaba a su alrededor como una nube de tormenta, su tez era del color de las gardenias, sus ojos, verde esmeralda. Debía de tener treinta años por lo menos, pensó Miranda, y no obstante era realmente impresionante. No sólo su rostro era inmaculado, sino que su cuerpo rayaba la perfección.
Los ojos de la mujer brillaron y se presentó.
– Soy Turkhan.
– Es la favorita de Mirza Khan -explicó Ali-Ali-. Lleva ya muchos años con él. Las demás van y vienen, pero Turkhan siempre se queda.
– Soy como una vieja zapatilla para mi señor -rió Turkhan-. Cómoda y de fiar.
El viejo eunuco sonrió afectuosamente a la mujer.
– Te ama. Le haces feliz. -Luego, recobrándose, explicó-: Esta señora va a ser la invitada del señor Mirza. Ha sufrido mucho. Se quedará con nosotros hasta que pueda regresar con los suyos.
– ¿Cómo te llaman? -preguntó Turkhan.
– Miranda y si es posible, milady. Lo que más deseo es un baño. Un baño caliente, ¡muy caliente! No me he bañado desde que los tártaros me capturaron, hace seis semanas.
Los ojos esmeralda de Turkhan se abrieron y se llenaron de simpatía.
– ¡Cielos! ¡Pobre niña! -exclamó-. Safiye, Guzel. Atended a nuestra invitada y llevadla a los baños. -Tendió la mano hacia la capa con la que Mirza Khan la había cubierto antes. Al quitársela, se quedó mirando a la criatura que colgaba del cabestrillo sobre el pecho de Miranda-. ¡Un bebé! -Su voz se dulcificó-. Un bebé.
De repente, las demás mujeres acudieron todas a rodear a Miranda, charlando y sonriendo, tocando a la niña, haciéndole ruiditos tiernos.
– ¡Qué hermosa es! -exclamó una de ellas-. ¿Cómo se llama?
– No tiene ningún nombre -respondió Miranda a media voz y sus ojos verdes mar se cruzaron con los de Turkhan y la compasión que vio en ellos casi la hizo llorar. No había llorado una sola vez desde que empezó todo aquello.
Turkhan sacó a la niña del cabestrillo y la contempló.
– Ve a tomar tu baño. Miranda. Yo me ocuparé de la pequeña.
– Será mejor que la amamante primero. Nunca se queja, pero no ha comido desde el amanecer.
Turkhan asintió y esperó a que la niña se hubiera alimentado. Entonces la cogió y se fue con la pequeña mientras Miranda seguía a Safíye y a Guzel a los baños.
– Quemad estas ropas -dijo Miranda al despojarse de ellas-. Casi preferiría andar desnuda que volver a ponérmelas. Las botas también. Las he desgastado.
La bañaron y vistieron con unos pantalones moriscos verde pálido y una túnica de mangas largas y falda abierta, a juego, adornada con trencilla de oro. El gran escote quedaba modestamente velado por una delicada y transparente camisa color crema. Una esclava ciñó sus caderas con un chal finamente bordado y, encima de todo ello, una larga casaca sin mangas, verde bosque, ribeteada de cinta de terciopelo y bordada de aljófar. Su magnífico cabello plateado fue cepillado hasta que lanzó destellos de oro pálido. Se lo sujetaron con una banda de terciopelo verde oscuro bordado de perlas, pero se lo dejaron suelto sobre los hombros.
– ¡Qué hermosa eres! -exclamó Turkhan al entrar-. El capitán Edmund ha llegado y debo acompañarte al salón principal.
El joven marqués de Wye esperaba de pie, vestido con su elegante uniforme naval azul y oro, hablando con Mirza Khan ataviado con sus ropajes blancos. Al entrar las mujeres se volvió y las observó con sus ojos azul claro.
– ¡Miranda! ¡Dios mío, Miranda, realmente eres tú!
– Sí, Kit, soy realmente yo. -Se instaló cómodamente en un sofá de seda y empezaron a hablar.
Turkhanse quedó discretamente apartada, deseosa de no intervenir.
– Tu hermana insistía en que estabas viva, pero tu familia creía que la impresión de tu muerte la había desbordado. Decían que no lo había podido soportar.
Miranda sonrió.
– Mandy y yo hemos sabido siempre si una u otra estaba en peligro. Es algo difícil de explicar a la gente. -Su expresión se hizo más grave-. ¿Y Jared? ¿Y nuestro hijo? ¿Están todos bien?
– No sé gran cosa del niño, Miranda, excepto que está con el hijo de tu hermana, en Swynford Hall. Lord Dunham… está bien.
Kit hizo uso de toda su capacidad de control para mantener la voz inexpresiva. ¿Cómo podía contarle que Jared Dunham, en su desesperación, se había vuelto un calavera entre los más disipados de la sociedad? ¿Cómo podía explicarle lo de lady Belinda de Winter? La hermana mayor de Kit, Augusta, condesa de Dee, tenía una hija que había debutado aquel año y que conocía hasta el último chisme. Livia había dicho a su madre que Belinda de Winter ya disfrutaba de favores maritales por parte de Jared Dunham. ¡Santo cielo, pensó Kit, qué embrollo! La voz de Miranda lo devolvió a la realidad.
– ¿Vas a llevarme de vuelta a Inglaterra en tu barco, Kit?
– No puedo, Miranda. Verás, ya no soy un particular, sino el capitán del H.M.S. Notorius y me está totalmente prohibido llevar civiles a bordo del navío sin un permiso oficial. Zarpamos hacia Inglaterra esta noche. Por supuesto, transmitiré de inmediato la noticia de tu liberación a lord Dunham.
– ¿Debo permanecer aquí?
– Creo que después de tantas desgracias, lo mejor será que pase algún tiempo descansando -intervino amablemente Mirza Khan.
– Tal vez -murmuró, mirando de uno a otro.
– ¿Qué ocurrió, Miranda? -preguntó Kit. Se ruborizó y pareció confuso.
Miranda le tocó la mano con ternura.
– Muy sencillo, Kit -respondió la joven, quien decidió contar por primera vez la historia que Mirza Khan había ideado-. Fui a San Petersburgo en busca de Jared. Habíamos planeado el regreso en barco como una segunda luna de miel. Apenas llegué, me vio el príncipe Cherkessky. Debía de estar loco. Me hizo raptar y trasladar a sus propiedades de Crimea. Viajé drogada. Quedé bajo la custodia del siervo personal del príncipe, un hombre llamado Sasha. Cuando pregunté a ese hombre por qué me había raptado el príncipe, se me informó de que debía esperar allí hasta que llegara el príncipe.