– Pareces enfadada -comentó Mirza Khan-. Espero no ser yo el objeto de tus pensamientos.
Lo miró y rió dulcemente.
– No, estaba pensando que he sido bien vengada del ruso. Aunque el zar no dejar que su prima y su marido se mueran de hambre, nunca volverá a ser lo mismo para él. De ahora en adelante el Príncipe Alexei Cherkessky pasará a ser, probablemente, un pensionista sin importancia, e imagino que esto, a la larga, lo matará.
– ¡Qué pasión depositas en tu odio. Miranda! -dijo con una expresión admirativa en la mirada. Se preguntó, como Jared lo había hecho antes, si amaba del mismo modo.
– Sí, le odio -exclamó-. En mi mundo, Mirza Khan, las mujeres nacen libres y son educadas así. Mi país es aún muy joven, y las mujeres son tan necesarias como los hombres. Hace solamente sesenta años las mujeres de mi estado, el estado de Nueva York, estaban hombro contra hombro tras las vallas de todo fuerte fronterizo, y luchaban contra los indios por la posesión de las tierras. Ésta es mi herencia. Mi familia llegó de Inglaterra hace casi doscientos años para levantar un pequeño imperio en Wyndsong Island. ¡Soy una mujer libre! Piénselo, Mirza Khan, piense en lo que significa ser esclava. Te ves obligada a permanecer donde ordena el amo, hacer lo que dice el amo, comer lo que se te da, dormir cuando se te permite hacerlo, y hacer el amor cuando puedes o incluso cuando se te ordena.
La miró fijamente.
– ¡Oh, Miranda, ojalá no estuvieras empeñada en volver a tu casa y a tu marido!
Los ojos verde mar se abrieron sorprendidos ante la sincera declaración. Satisfecho, Mirza Khan vio que Miranda se ruborizaba.
– Será mejor que vaya a ocuparme de mi hija -dijo y cruzó apresuradamente el jardín.
Mirza la contempló mientas se alejaba. ¿Por qué la mención de lo que era natural entre un hombre y una mujer parecía afligirla? No podía ser que su experiencia la hubiera incapacitado para el amor. Se preguntó si conseguiría averiguarlo sin faltar a las leyes de la hospitalidad. Llamó a su barquero que dormitaba al sol poniente.
– Abdul, necesitaré el caique más tarde. ¡Prepáralo!
– Sí, amo. -Fue la respuesta, aunque el perezoso Abdul ni siquiera abrió los ojos. Mirza Khan rió, tolerante. La esclavitud en su casa era cómoda. Se confesó que ella había dicho la verdad. Pero ¿cómo podía uno arreglárselas sin esclavos?
El príncipe volvió a su residencia, tomó un baño y después cenó ligeramente, como era su costumbre. Luego fue a visitar a sus mujeres. Observó divertido que todas ellas estaban ocupadas y entretenidas con la niña de Miranda. La criatura había empezado a ganar algo de peso, pero seguía siendo una cosilla diminuta y silenciosa. Le dolió ver aquellos ojos violeta sin vida. Le recordaba más que nada un gatito recién nacido. Reaccionaba al tacto, parecía ansiosa de los besos y las caricias que recibía de las mujeres. Se fíjó en las facciones perfectas de la pequeña, pensando con tristeza que de haber sido una niña normal, se habría transformado en una belleza fantástica. Francamente, no creía que sobreviviera para celebrar su primer cumpleaños y dirigió la mirada hacia Miranda. De nuevo pensó en todo el horror y dolor que había vivido.
– Miranda -le dijo-, acompáñame a dar un paseo por el mar. Mi falúa espera y la noche es preciosa. Turkhan, paloma mía, ¿quieres venir tú también?
– Gracias, mi señor, pero no. Todo el día me ha estado doliendo la cabeza. Me acostaré temprano. -Turkhan llevaba suficiente tiempo con su señor para conocer cuándo su presencia no era realmente deseada-. Pero ve tú. Miranda -la animó-. El tiempo es perfecto y esta noche hay luna llena. ¿No va a ser precioso en el mar, señoras?
Se oyó un coro de asentimiento y Miranda aceptó, dejando a la niña al cuidado de Safiye. Mirza Khan observó que, de todas sus mujeres, Safiye era la que parecía más maternal. Tal vez la casaría para que pudiera tener hijos propios.
Miranda encontró que avanzar perezosamente sobre el mar, con el aire cargado de perfume de flores, resultaba de lo más relajante. Hablaron de muchas cosas, él de su juventud en Georgia ames de que lo invitara la bas-kadin del sultán, Mihri-Chan, a pasar una temporada con su primo, el príncipe Selim; ella, de su infancia en Wyndsong Island, su remo, que se protegía entre los dos cuernos de Long Island.
Le habló de su hermana gemela y de su marido. Y su voz se entristeció.
– Nunca más será lo mismo para nosotros. ¿Cómo podría? Tendré mucha suerte si no decide divorciarse de mí.
– ¿Por qué iba a querer divorciarse?
– ¿Ha estado alguna vez en Londres?
– Sí.
– Si conoció a la gente que forma la alta sociedad, sabrá el significado de «paloma mancillada». Creo que entiende lo que le estoy diciendo, porque, ¿no se apresuró a sacarme de la embajada a fin de que nadie viera a mi hija? Lo hizo para que mi vergüenza no fuera del dominio público. Se esforzó por salvar mi reputación, Mirza Khan, y se lo agradezco. Cuando Jared sepa mis desventuras, tal vez prefiera divorciarse para volver a casarse y tener otros hijos. Por lo menos tengo la satisfacción de saber que le he dado un heredero, y que la línea directa de la familia continuará a través de mí.
– No puedo comprenderlo -objetó Mirza Khan-. Tan pronto me hablas del gran amor que os tenéis tú y Jared, y luego me dices que te apañará para satisfacer las conveniencias sociales. ¡No puedo creerlo!
– Si yo fuera su esposa, Mirza Khan, ¿volvería a quererme en su cama después de haber sido mancillada por otro hombre?
– Sí -afirmó gravemente-. No es como si huyeras con el caballero y te sometieras voluntariamente.
– He concebido el hijo de otro hombre. Otro ha utilizado lo que era solamente de mi marido.
– Me dices que eres una mujer libre. Miranda. En ese caso, ningún hombre, ni siquiera tu Jared, es tu amo. Tu cuerpo es tuyo, mi amor. Es tuyo para compartirlo con quien quieras. No defiendo la promiscuidad, Miranda, pero solamente puedes pertenecerte a ti misma. Si tu marido es el hombre que tú describes, todo se arreglará entre vosotros cuando regreses.
– Quizá Jared me perdonará y seguirá siendo mi marido en bien de la familia -murmuró-, pero nunca más habrá relaciones físicas entre nosotros. Hay que pagar tributo al honor.
Se quedó estupefacto ante su calma y horrorizado al darse cuenta de que estaba convencida de lo que decía.
– Jared será de lo más discreto con sus amantes, lo sé, porque es este tipo de persona.
– Y ¿qué hay de tu necesidad? -estalló Mirza Khan.
– ¿Mi necesidad?
– ¿Cómo satisfarás tus deseos, Miranda?
– No tengo deseos -respondió-. Ya no.
De momento, quedó perplejo, luego se indignó. ¿Qué le habían hecho? La mujer que había conocido en San Petersburgo era una criatura hermosa, sensual, llena de vida. ¿Quién era aquella mujer asexuada que se sentaba a su lado? Quería desesperadamente demostrarle que estaba en un error, que se diera cuenta de que el deseo no había desaparecido. Se volvió ágilmente, la atrajo a sus brazos y su boca cubrió la de Miranda. A Mirza Khan empezó a darle vueltas la cabeza. Los labios bajo los suyos eran suaves como pétalos. Conteniendo su pasión, se volvió tierno, saboreando su boca como una abeja prueba el néctar al fondo del corazón de una flor. Sus sentidos percibieron el aroma de alelí con su provocativa inocencia. De pronto se dio cuenta de que Miranda permanecía inmóvil entre sus brazos. Su propio deseo se había desbordado, pero ella no sentía nada. Sosteniéndola en la curva de su brazo la miró.
– ¿Ha sido siempre así?
– No -respondió despacio-. Cuando Jared me hacía el amor, yo moría un poco todas las veces. Era magnífico. Es magnífico.