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– Sonrió tristemente-. Cuando nos casamos yo era una auténtica virgen. No quiero decir solamente que nunca hubiera estado con un hombre, sino que nunca me habían besado. No sabía nada de lo que ocurre entre un hombre y una mujer. -Rió por lo bajo-. Hubo veces en que me parecía vergonzoso, pero él se mostró maravillosamente paciente y fui queriéndolo cada día más. Él es el único hombre que he amado, Mirza Khan, y el único que amaré.

"Desde el momento en que me raptaron me juré que volvería a su lado, que nada me apartaría de mi marido. La noche en que Lucas por fin me poseyó respondí a su amor con un ardor que me avergonzó. Yo había creído que el hombre a quien amaba era el único capaz de despertar aquellos sentimientos en mí. No acertaba a comprender cómo mi cuerpo podía responder a la lujuria como antes había respondido al verdadero amor. Mi cuerpo podía desprenderse de los sentimientos.

– Pero habiendo descubierto todo eso -terminó por ella-, descubriste también que podías controlar tu cuerpo mediante un supremo esfuerzo mental.

– Sí -asintió, ceñuda-. Después de eso, todo lo que me hacía no despertaba en mí ninguna sensación. Lamentaba hacerle sufrir, porque era un hombre bueno.

Mirza Khan sintió simpatía por Lucas. Qué espantoso debe de ser llevar a esta exquisita mujer a la pasión, haberla tenido ardiendo de deseo en tus brazos, y nunca más poder volver a excitarla.

– Dime, Miranda. ¿Crees que volverías a despertar si te lo propusieras? El juego al que te entregaste es sumamente peligroso.

– Pero ya le he dicho, Mirza Khan, que mi marido y yo probablemente no volveremos a hacer el amor.

– Comprendo -observó gravemente-. Así que pasarás el resto de tu vida sin ser amada como castigo por el pecado de haber sido raptada y violada. No obstante, a tu marido se le permitirán sus amantes, o posiblemente un divorcio y una nueva esposa en compensación por tu comportamiento. Me desagrada tu espantosa moralidad occidental. Miranda. Carece de lógica, por no hablar de compasión.

– Se está burlando de mí-lo acusó.

– No, pequeña puritana, no me burlo. Lloro por ti y por una moralidad que castiga a una víctima inocente. ¿ Es tu marido realmente ese hombre rígido que te rechazaría con tanta crueldad? -La joven volvió la cabeza y la apoyó contra el hombro del príncipe, apesadumbrada, y él la abrazó-. Oh, Miranda, si lo que me dices es verdad, déjame escribir a Inglaterra para decirles que has enfermado y muerto de unas fiebres, porque la vida a la que te propones volver le matará. Quédate conmigo y sé mí amor. A un buen musulmán se le permiten cuatro esposas, pero nunca he amado lo bastante para casarme. A ti te amo. Te haría mi esposa.

Los sollozos sacudieron sus frágiles hombros y él la sostuvo, mientras su mano elegante iba acariciando su hermosa cabeza. El caique se balanceaba sobre el mar, ahora plateado, y el mundo que los rodeaba estaba en silencio excepto por el roce de las olas contra la quilla y los sollozos de Miranda. Luego, con voz firme, con dulzura, Mirza Khan le dijo:

– Voy a hacer el amor contigo, Miranda, y no habrá nada de qué avergonzarte. Reaccionarás a mis caricias, mi amor, porque no voy a permitir que te cierres a la vida, y hacer el amor es una parte importante de la vida.

– No -protestó Miranda débilmente-, no estaría bien.

– ¡Estará muy bien! -respondió, mientras indicaba a su remero que volviera a la playa-. Si cuando regreses a tu casa tu vida es el infierno sin amor que me describes, te habré dejado dulces recuerdos para que te alimenten durante las largas y oscuras noches que te esperan, recuerdos que mitigarán el dolor que sufriste en Rusia.

– Mi marido… -empezó débilmente, confusa.

Cogió entre sus manos la carita en forma de corazón.

– Mírame y dime que no quieres volver a conocer los dulces placeres de la pasión. -En sus ojos verde mar, en aquellas esmeraldas sin fondo, leyó la respuesta que ella no podía formular y las comisuras de su boca se alzaron en una sonrisa triunfal antes de que sus labios volvieran a apoderarse de los de ella.

Miranda empezó a notar el calor de su abrazo. Trató de liberarse, de escapar el tiempo suficiente para aclarar su mente, pero él la retuvo contra los almohadones de raso, sin dejar que se liberara de los besos sensuales que le daba. Su bigote oscuro y recortado era suave y le producía un cosquilleo delicioso. De pronto Miranda percibió que la terrible tensión que había crecido en su interior aquel último año iba escapando de su cuerpo. «Quiero a mi marido -pensó-, pero deseo que este hombre me ame.» Y después de su silenciosa claudicación, empezó a devolverle sus besos.

Sus labios se suavizaron y se abrieron para permitir a la aterciopelada lengua que acariciara, experta, su boca, enviando oleadas de fuego líquido por sus venas. El príncipe cubrió de besos todo su hermoso rostro y cuello, murmurando roncamente a su oído.

– ¡Te adoro. Miranda! Confía en mí, amor mío, y prometo darte el más absoluto placer.

La ternura la envolvió y se sumió en su dulzura. Estar con él hizo que lo olvidara todo.

El caique golpeó el muelle y él se separó de ella, aunque de mala gana. Mirándola con mal disimulado deseo, tomó su cara entre las manos y le murmuró:

– El más absoluto placer, amor mío.

Después se levantó, saltó con ligereza del caique y la tomó en sus brazos. Rápidamente la llevó a la casa. Al verlos llegar, los esclavos fueron abriendo todas las puertas que conducían al dormitorio para que así el camino estuviera libre de obstáculos. Las manos invisibles fueron cerrando las puertas tras ellos. Miranda recordaría siempre el maravilloso silencio del palacete aquella noche, un silencio sólo roto ocasionalmente por el viento nocturno.

La alcoba de Mirza Khan estaba suavemente iluminada por arañas de cristal que proyectaba? una cálida luz dorada en toda la estancia. El aceite de las lámparas era fragante y perfumaba la habitación. Las paredes estaban recubiertas de seda color marfil salpicada de verde, las molduras eran de chopo dorado y el techo artesonado de la misma madera. Gruesas alfombras de color marfil con dibujos en verde y oro cubrían los suelos. La gran cama estaba tapizada y endoselada de seda verde.

El mobiliario era de nogal y talla dorada al estilo francés luís XV. Repartidos por todas partes había jarrones de porcelana china, cristal de Venecia, objetos de plata y oro. Jamás hasta entonces había visto Miranda tal opulencia en una sola habitación. Aunque formaba una extraña mezcla, todo encajaba maravillosamente.

En una esquina de la alcoba había un espejo veneciano de cuerpo entero en un marco dorado y barroco. La depositó delante del espejo, de frente, y empezó a desnudarla despacio. Miranda observaba hechizada aquellas bellas manos que la despojaban de la túnica violeta, sin mangas, bordeada en su abertura por una estrecha franja bordada de perlas de cristal y luego el cinturón con las mismas cuernas que se apoyaba en su cadera. Sus dedos finos desabrocharon rápidamente los botones de perla de su traje rosa pálido, de cuello y mangas. Debajo del traje llevaba solamente transparentes pantalones de harén y una blusa de gasa del mismo color rosa pálido.

Hizo un gesto para abrir la blusa, pero ella le sujetó las manos. Sus ojos se encontraron en el espejo. Oía el latido de su corazón y se preguntó si también podía oírlo él. Mirza Khan esperaba, sabiendo intuitivamente que no tendría necesidad de forzarla. De pronto las manos femeninas cayeron a los lados, y él, después de dejar los hermosos senos al descubierto, los sostuvo dulcemente en las palmas de las manos como si hiciera una ofrenda a un dios. La intensidad de su mirada proyectó una cálida debilidad por todo el cuerpo de Miranda y sus grandes pezones se tensaron como capullos congelados.

– “He aquí que eres hermosa, mi amor -recitó-. He aquí tu hermosura. Tus dos senos son como dos jóvenes corzos gemelos que se alimentan de lirios.» -La voz profunda de Mirza Khan estaba tan llena de pasión que casi la hizo llorar-. Estoy recitándote el Cantar de los Cantares, de Salomón. Miranda -murmuró dulcemente, sonriéndole al espejo-. Te digo sólo los fragmentos que acuden a mi mente: «Tu ombligo es como una copa redonda que no necesita licor-le murmuró al oído mientras sus manos pasaban de su pecho a soltarle los pantalones-. Tu vientre es como un montón de trigo sembrado de lirios.» -Y le fue acariciando la curva con dedos sensitivos.