– ¿Que si te amaré mientras permanezcas en mi casa? Miranda, amor mío, ¡te amaré toda la vida si me permites hacerlo!
– Gracias, Mirza, pero debo volver cuando Jared envíe a alguien a buscarme. Tengo un hijo. Algún día Wyndsong será suyo.
– Te preocupas por tu hijo. Miranda, pero ¿y la niña?
– He decidido que Jared no conocerá su existencia, si puedo evitarlo. Soy una mujer rica y me ocuparé de que la niña quede con una buena madre adoptiva. No le faltará de nada y la veré con regularidad.
– ¿Y cuando vuelvas a América? ¿Qué será de tu hija entonces?
– No la dejaré, Mirza. Es mi hija pese a toda la vergüenza de su concepción. Pero Jared no debe saberlo, ni él ni nadie. Mientras no se sepa que es hija mía, sólo habrá conjeturas acerca de lo que me ha ocurrido durante este año.
– Debes ponerle un nombre -le dijo a media voz-. La llamas «la niña» o "la criatura» como si no tuviera una identidad real, y mientras no tenga nombre no será nadie.
– No puedo -confesó Miranda con tristeza.
– ¡Sí, sí puedes! ¡Es una criaturita tan hermosa, tan delicada! Es como una tierna flor. ¡Piensa, amor mío! ¿Cuál va a ser su nombre?
– ¡No… no lo sé!
– Vamos, Miranda -insistió.
– ¡Fleur! -exclamó de pronto-. Dijiste que parece una florecita y tienes razón. ¡La llamaré Fleur! ¿Estás satisfecho ahora, Mirza Khan?
– No del todo -respondió perezosamente. Alargó la mano hacia su cabello platino y la atrajo hacia sí. Miranda se encontró de nuevo entre sus brazos y su boca volvía a tentarla.
Ella le puso un dedo sobre los labios y empezó a recitar sin alzar la voz.
– «Mi amado es mío y yo soy suya: se alimenta de lirios hasta que nace el día y las sombras se disipan. Vuélvete, amado mío, y sé como un corzo o como un joven ciervo sobre las montañas Bether.»
– ¡Arpía! -rió encantado-. ¡Conoces el Cantar de los Cantares de Salomón!
– Me temo que fui una niña puritana muy curiosa, Mirza Khan, y papá nunca nos prohibió la lectura de la Biblia -concluyó modestamente. Sus ojos verde mar brillaban con picardía por haberlo sorprendido.
– Oh, Miranda, no estoy seguro de que pueda dejarte marchar.
– Llegará el día, mi querido amigo, en que no tendrás más remedio que dejarme marchar. Pero hasta entonces, soy enteramente tuya si me quieres.
– ¿Y después?
– Después, tendré tus dulces recuerdos para que me acompañen las largas noches oscuras.
Atrajo su oscura cabeza, su boca lo quemó y juntos entraron de nuevo en el paraíso.
La pequeña Fleur murió esa misma noche. Fue un alivio. ¿Qué clase de vida habría sido la suya, ciega y probablemente sorda?
Miranda siempre agradecería al príncipe por haber insistido en que le pusiera un nombre. ¡Qué horrible si la niña hubiera ido a la tumba sin nombre! La habían enterrado en una zona secreta del jardín y Mirza Khan había sostenido a Miranda mientras lloraba desconsolada. Ya no le quedaban más lágrimas para la niña. Quizá volvería a haberlas algún día, pero ahora Miranda se proponía cruzar el nuevo umbral y entrar en una vida distinta. En este momento no podía permitirse el lujo de revivir el pasado.
Se levantó, salió de su habitación y buscó a Mirza Khan. Paseaba solo por el jardín del selamiik cuando Miranda lo encontró, y el rostro del príncipe se iluminó al verla. Ella se dirigió orgullosa a sus brazos tendidos.
– Gracias, Mirza -le dijo-. Gracias. De pronto me he dado cuenta de que nuevamente soy una mujer completa, y eres tú quien ha obrado el milagro.
La estrechó contra sí, sufriendo por lo mucho que la necesitaba.
– Sí, somos amigos y así estaba escrito antes de que ninguno de nosotros hubiera nacido. Es lo que llamamos kismet, la predestinación. -Le acarició el suave cabello. ¿Cuánto tiempo?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo antes de permitir que se fuera y pasar el resto de su vida preguntándose qué había hecho para tener que soportar tanto dolor, semejante pérdida?
– Tú me amas -dijo Miranda, quien había adivinado su pensamiento con tal claridad que Mirza Khan se sobresaltó. Nunca había podido entrar en aquel juego con nadie más que con Miranda.
– Claro que te amo -le respondió con fingida alegría.
– ¡No! -Su voz sonaba tajante y requería su atención-. Me amas de verdad. Oh, Mirza, te he traído dolor. No te lo mereces, amor mío.
– Pasea conmigo, Miranda -fue su respuesta. Recorrieron los senderos de mármol del jardín-. ¿Sabes cuántos años tengo? -le preguntó y sin esperar respuesta, respondió-: Tengo cuarenta y cinco años. Miranda, veinticinco más que tú. Podría ser tu padre.
– No, Mirza, eso es imposible.
Sorprendido, el príncipe notó risa en su voz.
– Lo que intento decirte, Miranda, es que, en efecto, te quiero, pero aunque no hubiéramos sido amantes seguiría queriéndote, porque es mi sino. También es mi sino asegurarme de que vuelvas sana y salva a tu mundo. Si te quedas con tu marido, yo debo aceptar la parte amarga de mi destino tal y como he aceptado con alegría los momentos de felicidad. Los años me han enseñado a no maldecir lo que Alá ha dispuesto para mí, aunque a veces crea que yo lo sé mejor que el propio Dios. Si te he proporcionado dulces recuerdos para que disfrutes con ellos en las largas noches oscuras que te esperan, también tú me has dejado dulces recuerdos. -Mirza Khan hizo que su carita se inclinara hacia él, y sus ojos azul profundo la miraron con tal ternura que Miranda sintió las lágrimas a punto de caer y se esforzó rabiosamente por contenerlas. A la vida de cada hombre, sí es afortunado, le llega un amor especial. Jamás habrá otro, pero, mi pequeña y querida puritana, mi vida es mucho más rica por el hecho de amarte. No lamento nada, ni tú debes hacerlo tampoco, porque este sentimiento rebajaría nuestra relación y la volvería simplemente vulgar.
Miranda tomó su cabeza entre las manos y lo besó tierna, dulcemente.
– Contigo me he vuelto mujer. Nunca me he sentido más fuerte, más segura, y es tu amor el artífice. Y cuando me marche me envolverá en una armadura protectora e invisible.
Le cogió la mano y ambos pasearon en silencio, disfrutando de las bellezas del jardín con sus surtidores cantarines de cerámica azul, sus estanques con sus rápidos habitantes dorados que iban de un lado a otro entre los nenúfares. Los rosales amarillos estaban en plena floración entre vaporosas matas, altas espuelas de lavanda azul purpúreo, verbena y otras hierbas aromáticas.
La luz solar acariciaba su cabellera mientras una brisa suave jugaba con ella. No tardó en llevársela a su alcoba. Miranda se despojó del caftán azul pavo real y él de su blanca túnica y se fundieron en un abrazo. Su cuerpo delgado, tibio y duro se hallaba a gusto junto a ella. Los labios de Miranda se entreabrieron para recibir su lengua, una lengua que la amaba con tierna familiaridad. Las manos de Mirza Khan resbalaron a lo largo de su espalda, le estrujaron las nalgas y volvieron a subir, dejando que las uñas arañaran levemente su piel. La empujó de espaldas sobre la cama sin que en ningún momento su apasionada boca abandonara la de Miranda y los brazos femeninos se cerraron alrededor de su cuello. La cabellera de oro pálido cayó hacia delante y él enredó sus manos en la dulce espesura mientras cubría el rostro de Miranda con mil besos.
Girando a un lado, la estrechó entre el amparo de sus brazos y con una mano le acarició dulcemente los senos, dejando que sus dedos recorrieran lentamente su piel como s¡ quisiera retener su textura en el recuerdo. Contemplándolo con los ojos entornados, le preguntó tiernamente.
– Esta será la última vez, ¿verdad, Mirza?
– ¿Cómo lo has sabido?
– He visto el Dream Witch anclado frente a tu playa a primera hora de esta tarde.
– Zarparás con la marea de la noche. Miranda, mi amor. El capitán Snow te ha traído a tu doncella. Vendrá a tierra más tarde con tu ropa.