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—Si tal fuera el caso, entonces ese futuro sería tan real como nuestro presente hasta el último detalle, y consecuencia, por muy remota que fuera, de lo que está sucediendo ahora.

—Musgrove ha dicho algo parecido —dijo Wentik.

—Sí. Pero la diferencia es que el mismo Musgrove no sabe nada de los cambios mentales que tienen lugar al entrar en el distrito. Se trata de mi conjetura personal; no he hablado de esto con nadie excepto con usted. Fue Brander, al referirse dos veces a la locura, el que me hizo pensar así. El asunto me confundió hasta que leí su trabajo.

—Hasta entonces yo no podía explicar lo que había visto mejor que cualquier otra persona. Pero su trabajo fue el eslabón. De repente supuse que si varios hombres se volvían esquizofrénicos simultáneamente, entonces era probable que existiera alguna explicación externa del fenómeno.

—¿... como un producto químico o droga?

—Sí. Precisamente. Algo como lo que usted tenía entre manos en la Antártida.

Wentik volvió al escritorio y apoyó firmemente las manos en el borde. Acercó su rostro al de Astourde.

—Fantástico —dijo broncamente—. Y usted está aquí, y yo estoy aquí, y otra docena de hombres están aquí... Y ninguno de nosotros puede regresar. ¿Sabía que iba a pasar esto?

Astourde sacudió la cabeza tristemente.

—No, Elías.

Se puso en pie y se encaminó hacia la puerta. Se volvió y miró a Wentik. Cierto rasgo de su expresión recordó a Wentik los últimos momentos del interrogatorio en el pasado. La sensación de derrota se cernía en su porte como espesas capas de carne.

—¿Quiere abrir la puerta, por favor? —dijo.

Wentik sacó la llave de su bolsillo y obedeció. Astourde salió al corredor.

—Espere aquí —dijo— Le traeré los mapas.

Astourde desapareció en el corto pasillo, y Wentik volvió al escritorio. Se sentó, sintiendo de nuevo todo el peso de la debilidad de su situación. Esa noche sólo había sabido una cosa realmente nueva para éclass="underline" que Astourde y los demás estaban sometidos a períodos de locura intermitente. Recordó otra vez su primer día en el distrito, cuando Musgrove había corrido frenéticamente hasta el molino... Al menos ahora había una explicación parcial para eso. Además, el comportamiento general de los otros hombres podía explicarse en términos de inconsecuencia irracional.

También podía comprender mejor a Astourde. Potencialmente era ahora un caso clásico de mente criminal, paranoico incipiente, capaz de cualquier arco irracional.

¿Pero por qué él, Wentik, era inmune a lo que estaba pasando?

Su único pensamiento era que las pocas veces que había ingenrido minúsculas cantidades de drogas había sido capaz de desarrollar una resistencia personal al medicamento. Pero todo esto confirmaba la teoría de Astourde: que en cierto modo la atmósfera de este lugar del futuro estaba sembrada de drogas que él mismo había creado.

¿Qué había ocurrido? Su trabajo había sido patrocinado directamente por el gobierno con fines pacíficos, y por lo que él sabía no tenía aplicación militar. ¿Pero podrá ser que una versión corrupta y sutil de su droga estuviera usándose como arma?

Wentik meneó la cabeza, y se levantó otra vez. Se acercó a la ventana. Fuera, alguien había encendido varias lámparas de arco y un brillante flujo luminoso cubría el terreno delante de la cárcel. Con el resplandor se veía claramente el helicóptero verde oscuro. Una figura estaba dentro del aparato, haciendo algo indeterminado.

De repente el hombre llegó a la escotilla y saltó al suelo. Era Astourde, y llevaba un objeto que parecía un bidón.

Mientras Wentik lo observaba, el hombre corrió hacia la cárcel. Al cabo de algunos instantes, las luces se apagaron.

¿Qué demonios estaba haciendo Astourde?, se preguntó Wentik.

Caminó de nuevo hasta el escritorio, y se apoyó en el borde. Un poco después, Astourde entró en el despacho con el bidón en la mano derecha. En la izquierda sostenía un rifle automático.

Dejó el bidón en el suelo y pasó el rifle a su mano derecha. El seguro del arma se deslizó con un sonido muy claro.

—Muy bien, doctor Wentik. Coja el bidón —dijo Astourde.

—¿Qué está haciendo, Astourde? No haga más ridiculeces.

—Sé lo que hago. ¡Coja el bidón!

Wentik avanzó hacia Astourde, quien retrocedió ligeramente. Era imposible abalanzarse sobre el rifle. El científico se agachó y recogió el bidón. Pesaba, estaba casi lleno de combustible para el helicóptero.

—Ahora baje por la escalera.

Astourde señaló el corredor con la punta del arma y Wentik cruzó la puerta.

Los dos hombres caminaron lentamente por la cárcel, el mismo recorrido que habían hecho una hora antes al regresar de la cabaña. A indicación de Astourde, Wentik se encaminó hacia la entrada trasera de la cárcel. No se tropezaron con nadie en el camino.

Ante la puerta de madera de pino, el científico se detuvo. Astourde lo pinchó en la espalda con el rifle.

—¡Afuera, doctor Wentik!

Astourde lo siguió al cruzar la puerta y entrar en el prado. El ambiente estaba tan oscuro como la destrucción, el cielo cubierto con una capa uniforme de nubes bajas y espesas que no admitían luz.

Wentik recordó la linterna de su bolsillo, y calculó si podría sacarla por sorpresa en la oscuridad y derribar a Astourde. Pero antes de terminar de considerar esa idea un rayo de luz lo circundó. El otro se había provisto de una linterna.

Astourde indicó el camino con el rayo de luz.

—¡Por ahí!

Los dos hombres se adentraron en la ensombrecida llanura.

Diez

Se detuvieron ante la cabaña, frente a una de las cuatro entradas. Astourde la iluminó con la linterna.

—Adentro, doctor Wentik. Ahí hará más calor.

Astourde dio un significativo golpe al bidón con el cañón del rifle, y una oleada de alarma brotó en la mente del científico. ¿Acaso el hombre pretendía matarlo, realmente?

El rifle punzó agudamente su espina dorsal y, de mala gana, Wentik avanzó. Empujó la puerta, y entró en el primer túnel. Llegó a la puerta del extremo, que estaba cerrada. Astourde también había entrado con él.

—Adelante —dijo, la voz apagada en el reducido espacio.

Wentik empujó la puerta, que giró a la derecha dejando ver el túnel que se ramificaba hacia la izquierda. El rifle volvió a estimularlo.

—Continúe.

Wentik recorrió el siguiente túnel, con Astourde pisándole los talones. La puerta del extremo estaba cerrada, y se detuvo junto a ella.

—Siga andando, doctor Wentik —dijo Astourde—. Vayamos justo al centro, ¿no le parece?

Astourde empujó la puerta con el rifle, y Wentik oyó la primera puerta que se cerraba con su ruido sordo. ¿Conocía Astourde el funcionamiento del laberinto? ¿Sabía que estaba atrapado dentro igual que él mismo?

A indicación de Astourde, Wentik siguió caminando. Cruzaron una docena de túneles, que se ramificaban irregularmente a izquierda y derecha tal como dictaba el movimiento de las  puertas. Y a continuación, Astourde le ordenó que se detuviera.

—Deje el bidón en el suelo, doctor Wentik.

Obedeció agradecido. Ya sentía que le oprimía fuertemente el brazo.