—No —dijo lentamente— Mi esposa ya no vive.
—Lo siento.
Wentik rodeó los hombros de la mujer con gesto vacilante.
—Es usted muy atractiva —dijo.
Ella no repondió, pero puso una mano en la pierna de Wentik.
Y entonces él la besó, y ella correspondió al instante. La mano del hombre cayó con naturalidad sobre el pecho de la enfermera, que apretó su cuerpo al de Wentik. Sus besos se fueron haciendo más y más apasionados, y Wentik tumbó a la joven en la cama, a su lado.
A espaldas de la pareja, en la pared, las absurdas películas en color titilaban su mensaje vulgar. Tal vez Anna no había sido advertida, pero al menos tuvo el juicio de no conectar la música.
Diecisiete
Cuando la mañana siguiente la enfermera de edad madura trajo el desayuno de Wentik, el hombre todavía dormía. La mujer apretó el botón de la pared y el sol inundó la habitación. Wentik abrió los ojos y vio la rama en flor al otro lado de la ventana. Flores rosas y puras.
La enfermera dejó la bandeja en la mesa y se fue rápidamente.
Wentik se quedó inmóvil dos minutos más, intentando restaurar el desvelo a su cuerpo. Sus músculos parecían desconectados de sus piernas. Las comodidades y vicios de la civilización ya le estaban minando la energía. La cárcel, con todo su rigor desagradable, había devuelto a sus movimientos un vigor desconocido para él desde la adolescencia.
Salió por fin de la cama y acercó la bandeja. Nada de ríñones hoy, comprobó. Un simple tazón de cereales, un huevo frito y café.
Cuando hubo terminado, se lavó y vistió, intentó devolver a las sábanas un aspecto de aseo y se sentó a la espera de los acontecimientos.
Karena había dicho que, por lo que ella sabía, lo iban a dar de alta por la mañana. El hospital estaba avergonzado por lo sucedido.
El reloj indicaba las diez y media, y Wentik estaba empezando a aburrirse otra vez, cuando se produjo un golpe en la puerta y la enfermera entró. Tras ella había un hombre alto que se dirigió hacia Wentik dando grandes zancadas y sin pensarlo demasiado.
—¡Doctor Wentik! ¡Cuánto lamento que le haya sucedido esto!
Wentik cogió la mano que se le brindaba y la estrechó. Observó al otro hombre.
Era de avanzada edad, probablemente a punto de cumplir los setenta, aunque todavía con un porte erguido y ojos claros e inteligentes. Estaba casi calvo, con restos de cabello blanco en las sienes. A pesar de que su semblante estaba arrugado, sus facciones eran sólidas y su piel de un saludable color sonrosado. Vestía ropa similar a la nueva de Wentik: cómoda, bien ajustada y de un color gris neutro. Encima de los hombros llevaba una brillante capa verde limón.
—No tengo el placer de conocerle —dijo Wentik.
—Jexon. Samuel Jexon.
Siguieron estrechándose la mano. La actitud del recién llegado era cordial, como si hubiera estado esperando para conocer a Wentik. Finalmente, Jexon dijo:
—Si prepara sus cosas, lo llevaré a su apartamento.
—Estoy listo para irme ya mismo.
—¿No lleva otra muda con usted?
—No, sólo la que me dio la enfermera. Mi otra ropa casi no puede vestirse en este momento...
—Pero creí que habría traído equipaje...
—Lo hice. Pero se perdió en el camino.
—Después veré que se podría hacer por usted. Tengo un avión afuera. Su piso está en el mismo edificio que mi despacho, y puedo hacer que algunos estudiantes encuentren algo de ropa para usted.
—¿Estudiantes?
—De la universidad.
Wentik recogió el libro de historia, y siguió a Jexon al pasiBo. La enfermera rolliza lo miró un momento al pasar por la oficina, y Wentik detectó que el aspecto amistoso de la mujer el día anterior se había echado a perder. Casi como si ella hubiera descubierto en aquel momento que él no era el auténtico Musgrove y no necesitaba ya de sus cuidados y atenciones. La enfermera se sentía agraviada por su presencia.
Jexon recorrió el edificio con un inconfundible aire de autoridad, con Wentik tras sus pasos.
—¿No tengo camisa de fuerza en esta ocasión? —preguntó Wentik en tono irónico, en un momento dado.
—¿Quién le hizo eso? —dijo Jexon con una expresión de pesadumbre— ¿Fue Musgrove?
—Creo que sí. Recibí un fuerte sedante, y vine embutido en una de esas camisas.
—Tendrá que aceptar mis excusas, doctor Wentik. Infórmeme de cualquier otro incidente similar. Yo he sido quien hizo que le trajeran aquí.
Salieron a la luz del día en la parte trasera del edificio, donde la ambulancia se había detenido dos noches antes. Sobre el cemento había un pequeño avión pintado de verde con una cabina alta y bulbosa agazapada de modo engorroso en lo alto de un estrecho fuselaje.
Wentik se detuvo bruscamente.
—Usted me trajo aquí —repitió.
—Exacto.
—Dígame sólo una cosa. ¿Porqué?
Jexon señaló el libro que Wentik sostenía.
—Si ha leído eso, ya conoce parte de la respuesta.
—No he aprendido mucho de este libro. Sólo que hubo una guerra.
—Hubo una guerra —dijo Jexon con un suave tono de eco burlón—. La guerra para acabar con todas las guerras, me temo. Solía ser un dicho irónico de su época, creo. Bien, iba en serio. No sólo hizo trizas medio mundo sino que además destruyó el espíritu del hombre. ¿Se da cuenta de que nos ha costado dos siglos llegar adonde estamos ahora? Es probable que todo le parezca extraño, pero ahora no tenemos muchas más cosas que las que ustedes tenían. Nos hemos puesto al día con usted, doctor Wentik. Eso es todo.
—Pero usted no me trajo aquí sólo a causa de una guerra...
—En parte, sí —Jexon señaló el avión con la cabeza—. Vamos. Suba. Creo que entenderá el motivo cuando le explique unas cuantas cosas.
Subieron al avión y tomaron asiento. Jexon se colocó ante una serie de mandos que para el ojo inexperto de Wentik no parecían más complejos que los de un coche. La ambigüedad de la última afirmación de Jexon aún revoloteaba en su cabeza.
—¿Ha dicho que se han puesto al día conmigo? —preguntó. ¿En parte por causa de la guerra?
El hombre se echó a reír.
—No con usted personalmente. Con su sociedad. Estamos reconstruyendo una civilización aquí. Nuestro nivel tecnológico es prácticamente idéntico al de su época. En ciertos aspectos, en las ciencias sociales vamos por delante de ustedes, y en algunos aspectos técnicos. Pero en conjunto, la forma de vida aquí no es muy diferente de la suya.
Wentik se dio cuenta de que el avión había despegado mientras el otro hombre hablaba, y se hallaban ahora a seis metros del suelo y ascendiendo velozmente en un silencio total. Miró hacia abajo por la amplia cubierta de la cabina y vio la ciudad que se extendía por debajo. El día era despejado y cálido, el cielo un azul transparente. El aspecto general de la ciudad era de espacio. Abundaba en elevados edificios, construcciones de hormigón y metal sin grandes diferencias con las que Wentik estaba acostumbrado en su época. Pero no se apelotonaban una contra otra; estaban bien espaciadas con zonas verdes. Hacia las afueras de la ciudad, los edificios no eran tan altos, pero incluso en el corazón de ella el verdor natural de los árboles y arbustos era abundante.
—¿Le gusta? —preguntó Jexon.
Wentik asintió, pero añadió:
—No es como mi hogar.
—¿Dónde está?
—En Londres.
—Creía que era americano.
—No.
Wentik recorrió con la mirada la ciudad hasta las montañas que había a lo lejos. Era un lugar realmente bello, si se pasaba por alto el calor. En dirección opuesta vio el océano, el Atlántico Sur, como una franja plateada a lo largo del horizonte.