Después de un trago de agua estuvo listo.
Su primera consideración debía ser abandonar las cercanías del distrito Planalto. No había forma de saber cuándo Jexon conectaría el campo, y Wentik no deseaba encontrarse cerca cuando lo hiciera. Sacó la brújula, y consultó un mapa. Había una pequeña aldea a veinticuatro kilómetros al norte, y una misión católica romana en algún punto a orillas del río Aripuana. Si era posible, quería llegar a uno de los dos lugares antes que cayera la noche. No tenía intención de pernoctar otra vez en la jungla.
Pero veinticuatro kilómetros en este país... ¿A pie?
Recogió el resto de pertenencias y partió.
Cuando había recorrido doscientos metros, supo que jamás lo lograría. Era casi imposible moverse. La maleza era una maraña de enredaderas muertas, lianas vivas, espinos, ramas rotas, matorrales enanos que se desparramaban..., y en ningún punto había menos de treinta centímetros de profundidad.
Wentik empleaba el machete sin parar, pero esto causó poca o ninguna impresión a los vegetales. El sudor volvió a deslizarse por su rostro y el repelente se volvió inútil. Los primeros alfilerazos de sangre ya habían aparecido en su frente, y Wentik supo que al mediodía su cara estaría hinchada y dolorida de un modo increíble. Apretó el paso, consciente de que la dirección que estaba tomando era más dictada por el azar que por su brújula.
Musgrove debió de haber hecho lo mismo... Musgrove, el hombre enviado por Jexon para encontrarlo, de idéntica manera que él era enviado a buscar a N'Goko... Quizá Jexon estuviera confundido acerca de las razones del empeoramiento del estado mental de Musgrove al alcanzar la civilización, pero ahora estaba muy claro para Wentik. Unos cuantos días macheteando por esa maleza inducirían obsesión en casi cualquier individuo.
En especial si ha estado expuesto al gas perturbador...
Wentik experimentó una nueva sensación de identidad con Musgrove. Enviado para cumplir una tarea totalmente honesta, pero al instante acosado por meras dificultades prácticas.
Jexon había dicho: Es posible que una persona en soledad jamás note los cambios psicológicos que tienen lugar en su interior. ¿Acaso Musgrove habría ido solo por esta selva, cayendo poco a poco en una locura que no podría reconocer, mucho menos comprender? Podía conocer el gas perturbador, pero no sería capaz de diagnosticar los síntomas en símismo.
Entonces Wentik recordó el dolor de cabeza que había experimentado poco después de volver a la cárcel. Jexon había afirmado que se trataba del gas perturbador. ¿Lo era? ¿Se había ido su inmunidad al gas? En tal caso, ¿también él, como Musgrove, caería poco a poco en una obsesión que sólo se manifestaría si entraba en contacto con cierto tipo de influencia, pero que entonces no se daba cuenta de nada?
Y pensó en su temor a los animales por la noche, y en cómo su temor había aumentado hasta que consiguió asegurarse de que eran inofensivos...
El tema le dio motivo para pensar, conforme avanzaba lenta y penosamente por la jungla. Suponiendo que fuera verdad, ¿qué...?
Después de tres horas, cuando ya estaba a punto de hacer un alto para comer y descansar, Wentik encontró el cadáver.
Yacía en el fondo de una canoa toscamente tallada, que había sido arrastrada hasta la orilla sobrecargada de hierba de un riachuelo. El muerto llevaba ahí tres días o tres semanas, no había forma de saberlo. Babosas blancas reptaban por la abierta boca y ojos de mirada fija, y las extremidades habían sido despojadas de la carne por insectos y pájaros. Sólo donde la ropa seguía pegada al tronco del cadáver existía algún resto de carne. Y ahí se descomponía y pudría mientras nubes de insectos revoloteaban alrededor.
El olor era desagradable.
El primer instinto de Wentik fue continuar andando. Pero la visión de la canoa fue tentadora. Por lo que sabía, Wentik se encontraba aún dentro del área del campo de desplazamiento, y con cada minuto que transcurría sus ansias por avanzar aumentaban. Con la canoa podría cubrir una distancia considerablemente mayor que a pie.
Se inclinó sobre la embarcación, asqueado por la visión del cadáver.
El cuerpo estaba de espaldas, el brazo derecho encorvado hacia la cabeza de manera que la mano esquelética descansaba en la nuca. Una pierna se extendía hacia arriba, y la otra se desplomaba sobre un lado de la canoa. Los huesos de los pies se habían separado del tobillo y yacían sobre la mojada vegetación color pardo, en la que resaltaban con su claridad.
En el fondo de la canoa había una oxidada cantimplora, un remo de madera y un lío de ropa podrida.
Wentik levantó el extremo de la canoa, pero lo soltó apresuradamente cuando el cadáver rodó coa lentitud hacia el costado. Debajo del cuerpo había un montón de barro verde oscuro, rebosante de gusanos blancos.
Wentik retrocedió, estremecido.
Durante varios minutos se quedó sin saber qué hacer a cierta distancia de la canoa. Igual que un hombre que ha descubierto cierta sabandija repulsiva de la que debe ocuparse, él sabía que tendría que mover el cadáver, pero le costaba resignarse a hacerlo. Se preguntaba cómo debía de obrar. Por fin, cogió un pañuelo y lo anudó tan fuerte como pudo sobre su nariz y labios. Después arrastró hacia la canoa una rama rota que había encontrado entre la maleza.
Desviando la mirada, Wentik empujó el extremo de la rama por debajo de la canoa e intentó levantarla haciendo palanca. A la tercera vez que empujó, la punta de la rama se rompió y finalmente se partió por la mitad.
Irritado, lanzó al agua el extremo que sostenía, se acercó a la canoa y la alzó personalmente. La punta se levantó, y el cadáver cayó fuera dando un horrible golpe vago contra la madera antes de rodar orilla abajo hacia el riachuelo. Una de las piernas se desmembró y quedó en el trayecto fuera del agua.
Todavía temblando, Wentik contempló cómo el cadáver se estabilizaba hasta quedar flotando apenas bajo la superficie. Los rasgos estaban desdibujados casi por completo, pero le pareció que el cuerpo flotaba con la cara hacia arriba, aunque no podía asegurarlo... Permaneció inmóvil un instante en la observación del cadáver, mientras la despaciosa corriente recogía poco a poco los restos e iniciaba su travesía de tres mil kilómetros hacia el mar.
Wentik empujó la canoa hasta la orilla, y la sumergió.
Al principio el barro verde y los gusanos se mantuvieron sujetos a la tosca madera, pero al fin, tras repetidas inmersiones, Wentik tuvo toda la canoa limpia.
Observó el claro. La nube de insectos convocados por el cadáver ya se había disipado. Sólo su enjambre privado se mantenía allí.
Una vez asegurada la canoa de nuevo en la orilla, Wentik se alejó un poco y se sentó en una rama baja de un árbol a comer parte del insípido alimento deshidratado. Pero no soportó más de un par de bocados. El recuerdo del cadáver seguía demasiado fresco.
Después de lavarse la cara y enjuagarse la boca con agua de la cantimplora, regresó a la canoa, que ya se había secado con el calor. Wentik examinó el diseño; a pesar de lo tosco de las herramientas con que había sido tallada, se la notaba sólida y firme; con ella tendría pocas probabilidades de volcar, a menos que encontrara rápidos.
Wentik empujó la canoa y subió, cogió el remo y se echó a navegar con la corriente. Instalado en la popa empezó a sopesar las dificultades de una navegación efectiva. La canoa no era fácil de dominar; giró varias veces en redondo en medio del curso del rio antes de que pudiera coger el control.
En cuanto notó que la embarcación avanzaba bajo su dominio, dejó de remar y sacó la crema repelente de insectos para untarse una vez más la cara y los brazos.