A medida que avanzaban penosamente, disminuía la fe de Pedro de Valdivia en la empresa y aumentaba su disgusto. No era eso lo que había soñado en su aburrido solar de Extremadura. Iba dispuesto a enfrentarse con bárbaros en batallas heroicas y a conquistar regiones remotas para gloria de Dios y el rey, pero nunca imaginó que usaría su espada, la espada victoriosa de Flandes e Italia, para luchar contra la naturaleza. La codicia y crueldad de sus compañeros le repugnaban, nada había de honorable o idealista en esa soldadesca brutal. Salvo Jerónimo de Alderete, quien había dado pruebas sobradas de nobleza, sus compañeros eran rufianes de la peor calaña, gente traidora y pendenciera. El capitán al mando de la expedición, a quien no tardó en detestar, era un desalmado: robaba, traficaba con los indios como esclavos y no pagaba el quinto correspondiente a la Corona. ¿Adónde vamos tan iracundos y desesperados, si al fin y al cabo nadie puede llevarse el oro a la tumba?, pensaba Valdivia, pero seguía andando porque era imposible retroceder. La disparatada aventura duró varios meses, hasta que por fin Pedro de Valdivia y Jerónimo de Alderete lograron separarse del nefasto grupo y embarcarse a la ciudad de Santo Domingo, en la isla de La Española, donde pudieron reponerse de los estragos del viaje. Pedro aprovechó para enviar a Marina algún dinero que había ahorrado, como haría siempre, hasta su muerte.
En esos días llegó a la isla la noticia de que Francisco Pizarro necesitaba refuerzos en el Perú. Su socio en la conquista, Diego de Almagro, había partido al extremo sur del continente con la idea de someter las tierras bárbaras de Chile. Los socios tenían temperamentos opuestos: el primero era sombrío, desconfiado y envidioso, aunque muy valiente, y el segundo era franco, leal y tan generoso, que sólo deseaba hacer fortuna para repartirla. Era inevitable que hombres tan diferentes, pero de igual ambición, terminaran por enemistarse, a pesar de haberse jurado fidelidad comulgando ante el altar con la misma hostia partida en dos. El imperio incaico quedó chico para contenerlos a ambos. Pizarro, convertido en marqués gobernador y caballero de la Orden de Santiago, se quedó en el Perú, secundado por sus temibles hermanos, mientras Almagro se dirigía, en 1535, con un ejército de quinientos castellanos, diez mil indios yanaconas y el título de adelantado, a Chile, la región aún inexplorada, cuyo nombre, en lengua aymara, quiere decir «donde acaba la tierra». Para financiar el viaje gastó de su peculio más de lo que el inca Atahualpa pagó por su rescate.
Apenas Diego de Almagro se fue con sus bravos a Chile, Pizarro debió enfrentar una insurrección general. Al dividirse las fuerzas de los viracochas, como llamaban a los españoles, los nativos del Perú tomaron la armas contra los invasores. Sin pronta ayuda, la conquista del imperio inca peligraba, así como las vidas de los españoles, obligados a batirse con fuerzas muy superiores. El llamado de socorro de Francisco Pizarro alcanzó a La Española, donde lo oyó Valdivia, quien sin vacilar decidió acudir al Perú.
El solo nombre de ese territorio -Perú- evocaba en Pedro de Valdivia las inconcebibles riquezas y la refinada civilización que su amigo Alderete describía con elocuencia. Admirable, en verdad, pensaba al oír las cosas que se contaban, aunque no todo era digno de encomio. Sabía que los incas eran crueles, controlaban al pueblo con ferocidad. Después de una batalla, si los vencidos no aceptaban incorporarse por completo al imperio, no dejaban a nadie vivo, y ante el menor asomo de descontento trasladaban aldeas completas a mil leguas de distancia. Aplicaban los peores suplicios a sus enemigos, incluso a mujeres y niños. El Inca, quien desposaba a sus hermanas para garantizar la pureza de la sangre real, encarnaba a la divinidad, el alma del imperio, pasado, presente y futuro. De Atahualpa se decía que tenía miles de doncellas en su serrallo y una multitud incalculable de esclavos, que se divertía torturando a los prisioneros y que solía degollar a sus ministros con su propia mano. El pueblo, sin rostro y sin voz, vivía sometido; su destino era trabajar desde la infancia hasta la muerte en beneficio de los orejones -cortesanos, sacerdotes y militares-, que vivían en un fausto babilónico, mientras el hombre común y su familia sobrevivían apenas con el cultivo de un terruño que les era asignado pero no les pertenecía. Contaban los españoles que muchos indios practicaban la sodomía, que en España se paga con la muerte, aunque los incas la habían prohibido. Buena prueba de la lujuria de esa gente eran las cerámicas eróticas que los aventureros mostraban en las tabernas para regocijo de los parroquianos, quienes no sospechaban que se pudiese holgar de tan variadas maneras. Aseguraban que las madres rompían la virginidad de sus hijas con los dedos antes de entregarlas a los hombres.
Nada repudiable hallaba Valdivia en aspirar a la fortuna que podría encontrar en el Perú, pero no era ése su incentivo, sino la obligación de luchar junto a los suyos y alcanzar la gloria, que hasta entonces le había sido escurridiza. Eso lo distinguía de los demás participantes de la expedición de socorro, que iban encandilados por el brillo del oro. Así me lo aseguró él mismo muchas veces, y se lo creo, porque esa conducta era consecuente con las demás decisiones de su vida. Impulsado por su idealismo, abandonó años más tarde la seguridad y la riqueza, que por fin había obtenido, para intentar la conquista de Chile, empresa en la que Diego de Almagro había fracasado. Gloria, siempre gloria, ése fue el único norte de su destino. Nadie amó a Pedro más que yo, nadie lo conoció más que yo, por eso puedo hablar de sus virtudes, tal como más adelante deberé referirme a sus defectos, que no eran leves. Es cierto que me traicionó y conmigo fue cobarde, pero hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a las mujeres. Y, puedo asegurarlo, Pedro de Valdivia fue uno de los hombres más íntegros y valientes de los que han venido al Nuevo Mundo.
Valdivia se dirigió por tierra a Panamá y allí se embarcó, en 1537, junto a cuatrocientos soldados, rumbo al Perú. El viaje demoró un par de meses, y cuando llegó a su destino la sublevación de los indios ya había sido sofocada por la oportuna intervención de Diego de Almagro, quien regresó de Chile a tiempo para unir sus fuerzas a las de Francisco Pizarro. Almagro había atravesado las cumbres más heladas en su avance hacia el sur, había sobrevivido a increíbles padecimientos y había regresado por el desierto más caliente del planeta, arruinado. Su expedición a Chile alcanzó hasta el Bío-Bío, el mismo río donde los incas habían retrocedido setenta años antes, cuando pretendieron en vano adueñarse del territorio de los indios del sur, los mapuche. También los incas, como Almagro y sus hombres, fueron detenidos por ese pueblo guerrero.