Nunca he visto nada como la magnífica ciudad del Cuzco, ombligo del imperio inca, lugar sagrado donde los hombres hablan con la divinidad. Tal vez Madrid, Roma o algunas ciudades de los moros, que tienen fama de espléndidas, puedan compararse al Cuzco, pero yo no las conozco. A pesar de los destrozos de la guerra y el vandalismo sufrido, era una joya blanca y resplandeciente bajo un cielo color púrpura. Se me cortó el aliento y durante varios días anduve sofocada, no por la altura y el aire delgado, como me advirtieron, sino por la pesada belleza de sus templos, fortalezas y edificios. Dicen que cuando llegaron los primeros españoles había palacios laminados de oro, pero ahora estaban los muros desnudos. Al norte de la ciudad se alza una espectacular construcción, Sacsayhuamán, la fortaleza sagrada, con sus tres hileras de altas murallas zigzagueantes, el Templo del Sol, su laberinto de calles, torreones, andenes, escaleras, terrazas, sótanos y habitaciones, donde vivían con holgura cincuenta o sesenta mil personas. Su nombre significa «halcón satisfecho», y como un halcón vigila el Cuzco. Fue construida con monumentales bloques de piedras talladas y ensambladas sin argamasa y con tal perfección, que no cabe una fina daga entre las junturas. ¿Cómo cortaron esas enormes rocas sin herramientas de metal? ¿Cómo las transportaron sin ruedas ni caballos desde muchas leguas de distancia? Y me preguntaba también cómo un puñado de soldados españoles logró conquistar en tan poco tiempo un imperio capaz de erigir esa maravilla. Por mucho que azuzaran las disputas entre los incas y que contaran con miles de yanaconas dispuestos a servirlos y batirse por ellos, la epopeya me parece, todavía hoy, inexplicable. «Tenemos a Dios de nuestro lado, además de pólvora y hierro», decían los castellanos, agradecidos de que los nativos se defendieran con armas de piedra. «Cuando nos vieron llegar por el mar en grandes casas provistas de alas, creyeron que éramos dioses», añadían, pero yo creo que fueron ellos quienes difundieron esa idea tan conveniente y terminaron por creerla los indios y ellos mismos.
Anduve por las calles del Cuzco asombrada, escudriñando a la multitud. Esos rostros cobrizos nunca sonreían ni me miraban a los ojos. Trataba de imaginar sus vidas antes de que llegáramos nosotros, cuando por esas mismas calles paseaban familias completas vestidas con vistosos trajes de colores, sacerdotes con petos de oro, el Inca cuajado de joyas y transportado en una litera de oro decorada con plumas de aves fabulosas, acompañado por sus músicos, sus orondos guerreros y su interminable séquito de esposas y vírgenes del Sol. Esa compleja cultura seguía casi intacta, a pesar de los invasores, pero era menos visible. El Inca había sido puesto en el trono y era mantenido como prisionero de lujo por Francisco Pizarro; nunca lo vi, porque no tuve acceso a su corte secuestrada. En las calles estaba el pueblo, numeroso y callado. Por cada barbudo había centenares de indígenas lampiños. Los españoles, altaneros y ruidosos, existían en otra dimensión, como si los nativos fuesen invisibles, sólo sombras en las angostas callejuelas de piedra. Los indígenas cedían el paso a los extranjeros, que los habían derrotado, pero mantenían sus costumbres, creencias y jerarquías, con la esperanza de librarse de los barbudos a punta de tiempo y paciencia. No podían concebir que se quedarían para siempre.
Para entonces la violencia fratricida, que dividió a los españoles en tiempos de Diego de Almagro, se había calmado. En el Cuzco, la vida recomenzaba a un ritmo lento, con paso cauteloso, porque existía mucho rencor acumulado y los ánimos se caldeaban con facilidad. Los soldados estaban aún en ascuas por la despiadada guerra civil, el país se hallaba empobrecido y desordenado, y los indios eran sometidos a trabajos forzados. Nuestro emperador Carlos V había ordenado en sus reales cédulas tratar a los nativos con respeto, evangelizarlos y civilizarlos por la bondad y las buenas obras, pero ésa no era la realidad. El rey, quien nunca había pisado el Nuevo Mundo, dictaba sus juiciosas leyes en oscuros salones de palacios muy antiguos, a miles de leguas de distancia de los pueblos que pretendía gobernar, sin tener en cuenta la perpetua codicia humana. Muy pocos españoles respetaban esas ordenanzas y menos que nadie el marqués gobernador Francisco Pizarro. Hasta el más mísero castellano contaba con sus indios de servicio, y los ricos encomenderos los tenían por centenares, ya que de nada valían la tierra ni las minas sin brazos para trabajarlas. Los indios obedecían bajo el látigo de los capataces, aunque algunos preferían dar una muerte compasiva a sus familias y luego suicidarse.
Hablando con los soldados pude juntar los pedazos de la historia de Juan y tuve la certeza de su muerte. Mi marido había llegado al Perú, después de agotar sus fuerzas buscando El Dorado en las selvas calientes del norte, y se había alistado en el ejército de Francisco Pizarro. No tenía pasta de soldado, pero se las arregló para sobrevivir en los encuentros con los indios. Pudo obtener algo de oro, puesto que existía en abundancia, pero lo perdía una y otra vez en apuestas. Debía dinero a varios de sus camaradas y una suma importante a Hernando Pizarro, hermano del gobernador. Esa deuda lo convirtió en su lacayo, y por encargo suyo cometió diversas bellaquerías.
Mi marido combatió con las tropas victoriosas en la batalla de Las Salinas, donde le tocó una extraña misión, la última de su vida. Hernando Pizarro le ordenó que se cambiara el uniforme con él; así, mientras Juan llevaba el traje de terciopelo color naranja, la fina armadura, el yelmo con celada de plata coronado de albo penacho, y la capa adamascada, que caracterizaba al primero, éste se mezclaba entre los infantes vestido de soldado raso. Es posible que Hernando Pizarro escogiera a mi marido por la altura: Juan era de su mismo tamaño. Supuso que sus enemigos lo buscarían durante la batalla, como en verdad ocurrió. El extravagante atuendo atrajo a los capitanes de Almagro, quienes lograron acercarse a golpes de espada y dar muerte al insignificante Juan de Málaga, confundiéndolo con el hermano del gobernador. Hernando Pizarro salvó la vida, pero su nombre quedó manchado para siempre con la mala fama de cobarde. Sus proezas militares anteriores fueron borradas de un plumazo y nada pudo devolverle el prestigio perdido; la vergüenza de ese ardid salpicó a los españoles, amigos y enemigos, que nunca se lo perdonaron.
Una presurosa conspiración de silencio se tejió para proteger a este Pizarro, a quien todos temían, pero la vileza cometida en la batalla circulaba en voz baja por tabernas y corrillos. Nadie se quedó sin conocerla y comentarla, y así pude averiguar los detalles, aunque no encontré los restos de mi marido. Desde entonces me atormenta la sospecha de que Juan no recibió cristiana sepultura y por eso su alma anda en pena, buscando reposo. Juan de Málaga me siguió en el largo viaje a Chile, me acompañó en la fundación de Santiago, sostuvo mi brazo para ajusticiar a los caciques y se burló de mí cuando lloraba de rabia y de amor por Valdivia. Todavía hoy, más de cuarenta años después, se me aparece de vez en cuando, aunque ahora me fallan los ojos y suelo confundirlo con otros fantasmas del pasado. Mi casa de Santiago es grande, ocupa la manzana entera, incluyendo patios, caballerizas y una huerta; sus paredes son de adobe, muy gruesas, y los techos, altos, con vigas de roble. Tiene muchos escondites donde pueden instalarse ánimas errantes, demonios o la Muerte, que no es un espantajo encapuchado de cuencas vacías, como dicen los frailes para meternos susto, sino una mujer grande, rolliza, de pecho opulento y brazos acogedores, un ángel maternal. Me pierdo en esta mansión. Hace meses que no duermo, me falta la tibia mano de Rodrigo sobre el vientre. Por las noches, cuando la servidumbre se retira y sólo quedan los guardias afuera y las mucamas de turno, que se mantienen en vela por si las necesito, recorro la casa con una lámpara, examino las grandes habitaciones de paredes blanqueadas con cal y de techos azules, enderezo los cuadros y las flores en los jarrones, y atisbo en las jaulas de los pájaros. En realidad, ando cazando a la Muerte. A veces he estado tan cerca de ella, que he podido sentir su fragancia a ropa recién lavada, pero es juguetona y astuta, no puedo asirla, se me escabulle y se oculta en la multitud de espíritus que habitan esta casa. Entre ellos está el pobre Juan, que me siguió a los confines de la tierra, con su sonajera de huesos insepultos y sus andrajos de brocado ensangrentado.