Pedro pasaba sus noches en mi casa, salvo cuando debía viajar a la Ciudad de los Reyes o visitar sus propiedades en Porco y La Canela, y entonces me llevaba con él. Me gustaba verlo sobre su caballo -tenía un aire marcial- y ejercer su don de mando entre sus subalternos y camaradas de armas. Sabía muchas cosas que yo no sospechaba, me comentaba sus lecturas, compartía conmigo sus ideas. Era espléndido conmigo, me regalaba vestidos suntuosos, telas, joyas y monedas de oro. Al principio esa generosidad me molestaba, porque me parecía un intento de comprar mi cariño, pero después me acostumbré a ella. Empecé a ahorrar, con la idea de tener algo más o menos seguro en el futuro. «Nunca se sabe lo que puede pasar», decía siempre mi madre, quien me enseñó a esconder dinero. Además, comprobé que Pedro no era buen administrador y no se interesaba demasiado en sus bienes; como todo hidalgo español, se creía por encima del trabajo o del vil dinero, que podía gastar como un duque pero que no sabía ganar. Las mercedes de tierra y minas recibidas de Pizarro fueron un golpe de fortuna que recibió con la misma soltura con que estaba dispuesto a perderlas. Una vez me atreví a decírselo, porque, como he tenido que ganarme la vida desde que era niña, me horroriza el despilfarro, pero me hizo callar con un beso. «El oro es para gastarlo y, gracias a Dios, a mí me sobra», replicó. Eso no me tranquilizó, por el contrario. Valdivia trataba a sus indios encomendados con más consideración que otros españoles, pero siempre con rigor. Había establecido turnos de trabajo, alimentaba bien a su gente y obligaba a los capataces a medirse en los castigos, mientras que en otras minas y haciendas hacían trabajar incluso a las mujeres y los niños.
– No es mi caso, Inés. Yo respeto las leyes de España hasta donde es posible -replicó, altanero, cuando se lo comenté.
– ¿Quién decide hasta dónde es posible?
– La moral cristiana y el buen juicio. Tal como no conviene reventar a los caballos de fatiga, no se debe abusar de los indios. Sin ellos, las minas y las tierras nada valen. Quisiera convivir con ellos en armonía, pero no se puede someterlos sin emplear la fuerza.
– Dudo que someterlos los beneficie, Pedro.
– ¿Dudas de los beneficios del cristianismo y la civilización? -me refutó.
– A veces las madres dejan morir de hambre a los recién nacidos para no encariñarse con ellos, pues saben que se los quitarán para esclavizarlos. ¿No estaban mejor antes de nuestra llegada?
– No, Inés. Bajo el dominio del Inca padecían más que ahora. Debemos mirar hacia el futuro. Ya estamos aquí y nos quedaremos. Un día habrá una nueva raza en esta tierra, mezcla de nosotros con indias, todos cristianos y unidos por nuestra lengua castellana y la ley. Entonces habrá paz y prosperidad.
Él así lo creía, pero se murió sin verlo, y también moriré yo antes de que ese sueño se cumpla, porque estamos a fines de 1580 y todavía los indios nos odian.
Pronto la gente del Cuzco se acostumbró a considerarnos una pareja, aunque imagino que a nuestras espaldas circulaban comentarios maliciosos. En España me habrían tratado como a una barragana, pero en el Perú nadie me faltaba el respeto, al menos nunca en mi cara, porque habría sido como faltárselo a Pedro de Valdivia. Se sabía que él tenía una esposa en Extremadura, pero eso no era novedad, la mitad de los españoles estaba en situación similar, sus esposas legítimas eran recuerdos borrosos; en el Nuevo Mundo necesitaban amor inmediato o un sustituto de ello. Además, también en España los hombres tenían mancebas; el imperio estaba sembrado de bastardos y muchos de los conquistadores lo eran. En un par de ocasiones Pedro me habló de sus remordimientos, no por haber dejado de amar a Marina, sino por estar impedido de casarse conmigo. Yo podía desposarme con cualquiera de los que antes me cortejaban y que ahora no se atrevían a mirarme, dijo. Sin embargo, esa posibilidad nunca me quitó el sueño. Tuve claro desde el principio que Pedro y yo jamás podríamos casarnos, salvo que muriera Marina, lo que ninguno de los dos deseaba, por eso me saqué la esperanza del corazón y me dispuse a celebrar el amor y la complicidad que compartíamos, sin pensar en el futuro, en chismes, vergüenza o pecado. Éramos amantes y amigos. Solíamos discutir a gritos, porque ninguno de los dos tenía temperamento manso, pero eso no lograba separarnos. «De ahora en adelante tienes las espaldas cubiertas por mí, Pedro, de modo que puedes concentrarte en dar tus batallas de frente», le anuncié en nuestra segunda noche de amor, y él lo tomó al pie de la letra y jamás lo olvidó. Por mi parte, aprendí a sobreponerme al mutismo terco que solía agobiarme cuando me enfurecía. La primera vez que decidí castigarlo con el silencio, Pedro me tomó la cara entre las manos, me clavó sus ojos azules y me obligó a confesar lo que me molestaba. «No soy adivino, Inés. Podemos acortar camino si me dices qué quieres de mí», insistió. Del mismo modo, yo le salía al encuentro cuando lo dominaba la impaciencia y la soberbia, o cuando una decisión suya me parecía poco acertada. Éramos similares, ambos fuertes, mandones y ambiciosos; él pretendía fundar un reino y yo pretendía acompañarlo. Lo que él sentía, lo sentía yo, así compartimos la misma ilusión.
Al principio me limitaba a escuchar en silencio cuando él mencionaba a Chile. No sabía de qué hablaba, pero disimulé mi ignorancia. Me informé por mis clientes, los soldados que me traían su ropa a lavar o venían a comprar empanadas, y así supe del fracasado intento de Diego de Almagro. Los hombres que sobrevivieron a esa aventura y a la batalla de Las Salinas no tenían un maravedí en la faltriquera, andaban con la ropa en hilachas y a menudo acudían sigilosos por la puerta del patio a buscar comida gratis, por eso les llamaban los «rotos chilenos». No se ponían en la cola de los mendigos indígenas, aunque eran tan pobres como ellos, porque había cierto orgullo en ser uno de esos rotos, palabra que designaba al hombre valiente, audaz, esforzado y altanero. Chile, según la descripción de esos hombres, era tierra maldita, pero imaginé que Pedro de Valdivia tenía muy buenas razones para ir allí. Al escucharlo, me fui entusiasmando con su idea.
– Aunque me cueste la vida, intentaré la conquista de Chile -me dijo.
– Y yo iré contigo.
– No es una empresa para mujeres. No puedo someterte a los peligros de esa aventura, Inés, pero tampoco deseo separarme de ti.
– ¡Ni se te ocurra! Vamos juntos o no vas a ninguna parte -repliqué.
Nos trasladamos a la Ciudad de los Reyes, fundada sobre un cementerio inca, para que Pedro consiguiera la autorización de Francisco Pizarro para ir a Chile. No podíamos alojarnos en la misma casa -aunque pasábamos juntos cada noche-, para no provocar a las malas lenguas y a los frailes, que en todo se meten, aunque ellos mismos no son ejemplos de virtud. Rara vez vi salir el sol en la Ciudad de los Reyes, el cielo estaba siempre encapotado; tampoco llovía, pero el rocío del aire se pegaba en el cabello y cubría todo con una pátina verdosa. Según Catalina, que fue con nosotros, por la noche se paseaban en las calles las momias de los incas, enterradas bajo las casas, pero yo nunca las vi.