– Señor Dios Ngenechén, te pedimos rectamente que nos ayudes a vencer a los huincas, cansarlos, molestarlos sin permitirles dormir ni comer, meterles miedo, espiarlos, ponerles trampas, quitarles las armas, aplastarles el cráneo con nuestras macanas, esto te pedimos Señor Dios.
El primer toqui volvió a tomar la palabra para decir que no debían apurarse, había que combatir con paciencia, los huincas eran como la mala yerba: cuando se corta, vuelve a brotar con más bríos; ésta sería una guerra de ellos, de sus hijos y los hijos de sus hijos. Mucha sangre de mapuche y mucha sangre de huinca habría que derramar, hasta el final. Los guerreros levantaron sus lanzas y un coro largo de gritos de aprobación salió de sus pechos. «¡Guerra! ¡Guerra!» En ese instante cesó la llovizna, se abrieron las nubes y un cóndor, magnífico, voló lento en el trozo de cielo despejado.
A comienzos de septiembre comprendimos que nuestro primer invierno en Chile terminaba. Mejoró el clima y se llenaron de brotes los árboles jóvenes que habíamos transplantado del bosque para poner a lo largo de las calles. Esos meses fueron arduos no sólo por el hostigamiento de los indios y las conspiraciones de Sancho de la Hoz, también por la sensación de soledad que a menudo nos agobiaba. Nos preguntábamos qué estaría sucediendo en el resto del mundo, si habría conquistas españolas en otros territorios, nuevos inventos, qué sería de nuestro sacro emperador, que según las últimas noticias que habían llegado al Perú, un par de años antes, estaba medio chiflado. La demencia corría en las venas de su familia, bastaba recordar a su desdichada madre, la loca de Tordesillas. De mayo a finales de agosto los días habían sido cortos, oscurecía alrededor de las cinco y las noches se hacían eternas. Aprovechábamos hasta el último rayo de luz natural para trabajar, después debíamos recogernos en una pieza de la casa -amos, indios, perros y hasta las aves de corral- con una o dos bujías y un brasero. Cada uno buscaba en qué entretenerse para pasar las horas de la tarde. El capellán inició un coro entre los yanaconas, para reforzarles la fe a punta de cánticos. Aguirre nos divertía con sus disparatadas ocurrencias de mujeriego y sus atrevidas coplas de soldado. A Rodrigo de Quiroga, quien al principio parecía callado y más bien tímido, se le soltó el ánimo y se reveló como inspirado cuentista. Disponíamos de muy pocos libros y los conocíamos de memoria, pero Quiroga tomaba los personajes de una historia, los introducía en otra y el resultado era una infinita variedad de argumentos. Todos los libros de la colonia, menos dos, estaban en la lista negra de la Inquisición, y como las versiones de Quiroga eran bastante más audaces que el libro original, ése era un placer pecaminoso y, por lo mismo, muy solicitado. También jugábamos a las cartas, vicio del que padecían todos los españoles, en especial nuestro gobernador, a quien además acompañaba la suerte. No apostábamos dinero, para evitar disputas, no dar mal ejemplo a la servidumbre y ocultar cuán pobres éramos. Se tocaba la vihuela, se recitaba poesía, se conversaba con mucho ánimo. Los hombres recordaban sus batallas y aventuras, celebradas por la concurrencia. A Pedro le pedían una y otra vez que relatara las proezas del marqués de Pescara; soldados y criados no se cansaban de alabar la astucia del marqués cuando cubrió a sus tropas con sábanas blancas para disimularlas en la nieve.
Los capitanes se reunían -también en nuestra casa- para discutir las leyes de la colonia, asunto fundamental para el gobernador. Pedro deseaba que la sociedad chilena se sostuviese sobre la legalidad y el espíritu de servicio de sus dirigentes; insistía en que nadie debía recibir pago por ocupar un cargo público, y menos él mismo, puesto que servir constituía una obligación y un honor. Rodrigo de Quiroga compartía plenamente esta idea, pero eran los únicos imbuidos de tan altos ideales. Con las tierras y encomiendas que se repartieron entre los más esforzados soldados de la conquista, habría más que suficiente en el futuro para vivir muy bien, decía Valdivia, aunque por el momento fuesen sólo sueños, y quien más bienes poseyera, más deberes con su pueblo tendría.
Los soldados se aburrían, porque, aparte de practicar con sus armas, holgar con sus mancebas y pelear cuando les tocaba, eran pocas las ocupaciones. El trabajo de construir la ciudad, sembrar y cuidar los animales lo hacíamos las mujeres y los yanaconas. A mí me faltaban horas para cumplir con todo: labores de la casa y de la colonia, atender enfermos, plantíos y corrales, aprender a leer con el fraile González de Marmolejo y mapudungu con Felipe.
La brisa fragante de la primavera nos trajo una oleada de optimismo; atrás quedaron los terrores que desataron poco antes las huestes de Michimalonko. Nos sentíamos más fuertes, a pesar de que nuestro número se había reducido a ciento veinte soldados después de las matanzas de Marga-Marga y Concón y del ajusticiamiento de los cuatro traidores. Santiago salió casi intacto del lodo y la ventolera de los meses invernales, cuando debimos sacar el agua con baldes; las casas resistieron el diluvio y la gente estaba sana. Incluso nuestros indios, que se morían con un resfrío común, pasaron los temporales sin graves problemas. Aramos las chacras y plantamos los almácigos, que yo tanto había cuidado de las heladas. Los animales ya se habían emparejado y preparamos los corrales para los cochinillos, los potrillos y las llamas que habrían de nacer. Decidimos que apenas se secara el lodo haríamos las acequias necesarias, y hasta planeábamos construir un puente sobre el río Mapocho para unir la ciudad con las haciendas que un día habría en los alrededores, pero antes sería necesario terminar la iglesia. La casa de Francisco de Aguirre ya tenía dos pisos y seguía creciendo; nos burlábamos de él, porque tenía más indias y más ínfulas que todos los demás hombres juntos y, por lo visto, pretendía que su residencia superara en altura a la iglesia. «El vasco se cree por encima de Dios», se burlaban los soldados. Las mujeres de mi casa habían pasado el invierno cosiendo y enseñándoles a otras los oficios domésticos. A los castellanos, siempre muy vanidosos, les subió la moral cuando vieron sus camisas nuevas, sus calzas remendadas, sus jubones zurcidos. Hasta Sancho de la Hoz dejó, por una vez, de conspirar desde su celda. El gobernador anunció que pronto reanudaríamos la construcción del bergantín, volveríamos a los lavaderos de oro y buscaríamos la mina de plata anunciada por el curaca Vitacura y que había resultado de lo más escurridiza.
El optimismo primaveral no nos duró mucho, porque en los primeros días de septiembre el chico indio, Felipe, llegó con la noticia de que seguían llegando guerreros enemigos al valle y se estaba juntado un ejército. Cecilia mandó a sus siervas a averiguar, y éstas confirmaron lo que Felipe parecía saber por pura clarividencia, y agregó que había unos quinientos acampados a unas quince o veinte leguas de Santiago. Valdivia reunió a sus más fieles capitanes y decidió una vez más dar escarmiento al enemigo, antes de que éste se organizara.
– No vayas, Pedro. Tengo un mal presentimiento -le rogué.
– Siempre tienes malos presentimientos en estos casos, Inés -replicó en ese tono de padre complaciente que yo detestaba-. Estamos acostumbrados a combatir contra un número cien veces superior, quinientos salvajes es cosa de risa.
– Puede haber más escondidos en otros sitios.
– Con el favor de Dios, podremos con ellos, no te preocupes.
Me parecía imprudente dividir nuestras fuerzas, que ya eran bastante exiguas, pero ¿quién era yo para objetar la estrategia de un soldado avezado como él? Cada vez que intentaba disuadirlo de una decisión militar, porque el sentido común me lo mandaba, se ponía furioso y terminábamos enojados. No estuve de acuerdo con él en esa ocasión, tal como no lo estuve después, cuando le dio la fiebre de fundar ciudades, que no podíamos poblar ni defender. Esa testarudez lo condujo a la muerte. «Las mujeres no pueden pensar en grande, no imaginan el futuro, carecen del sentido de la Historia, sólo se ocupan de lo doméstico y lo inmediato», me dijo una vez, a propósito de esto, pero debió retractarse cuando le recité la lista de todo lo que yo y otras mujeres habíamos contribuido en la tarea de conquistar y fundar.