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Stanley emerge de una pila de escombros agradeciendo a Dios que le haya salvado la vida, y se dispone a ir en busca de una salida. Otros tienen menos suerte. En el momento del impacto, el Boeing desplaza unas ciento doce toneladas. Su avance a través del interior de la torre dura unas seis décimas de segundo, cabalgando en una ola de treinta mil litros de queroseno. Algunas de las piezas más pesadas que se desprenden en la explosión (un motor, un trozo del tren de aterrizaje y una rueda) atraviesan la torre y aterrizan a seis manzanas de allí. A diferencia del primer avión, que se ha hundido en el centro de la fachada de la torre Norte, el segundo jet golpea la esquina de la torre Sur con una fuerza de unos 32.600 kilonewtons, una energía próxima al umbral de un huracán.

La colisión pulveriza gran parte de las columnas exteriores de la fachada y destruye la capa protectora contra el fuego que recubre las columnas interiores. La práctica totalidad del sistema de aspersores de incendios repartidos por la torre perece al momento, junto con las tuberías de agua que podrían alimentarlos. Lo único que encuentran las llamas es material con que multiplicarse. En cuestión de minutos, ese fuego atizado por el combustible y por toneladas y toneladas de papel almacenado en las oficinas superará los dos mil grados Fahrenheit. El acero empieza a reblandecerse al rebasar los trescientos cincuenta grados Fahrenheit. Alrededor de los mil cien, pierde la mitad de su firmeza. La mayor parte del queroseno inyectado en las entrañas de la torre arde en los cuatro primeros minutos. Ésa es sólo la chispa que desencadena un infierno mucho mayor, una pira colosal de seis pisos de altura que devora muebles, ordenadores, moquetas e incluso el cargamento del avión. Pero sobre todo papel. Toneladas y toneladas de papel esperando como cartuchos de dinamita en docenas de pisos de oficinas. La energía resultante de semejante horno es entre tres y cinco veces superior a la de una central nuclear de tamaño medio. Llegado ese punto crítico, el acero empieza a comportarse como la hojalata.

6. Huida

John Ottrando es uno de los primeros miembros del cuerpo de bomberos de Nueva York en llegar al escenario de la tragedia. Cuando aparca su camión al pie de la torre Norte, todavía nadie sabe muy bien qué es lo que ha sucedido. Se apresura a seguir a los cuatro hombres de su compañía 24 y a otros ocho bomberos de otra unidad a través del vestíbulo. Ninguno de ellos sospecha que el avión ha cortado los cables de acero de algunos de los ascensores, haciendo que éstos se precipitaran al vacío. Sobre el suelo de mármol del vestíbulo se encuentran con lo que ha quedado de sus ocupantes: carne, pelo y ropas humeantes carbonizadas por las llamas y escupidas de los ascensores al estrellarse contra el suelo. Los miembros del cuerpo de bomberos están preparados para enfrentarse al horror. Los próximos minutos pondrán más que a prueba su preparación. Mientras los primeros bomberos empiezan a ascender las escaleras de las torres, se cruzan con rostros quemados y sangrantes. Alguien les dedica una bendición. Van a necesitarla.

Abajo, en la plaza, Ottrando está intentando conectar varias mangueras desde su camión a las torres cuando ve una tormenta de fuego explotar en lo alto, en el flanco de la torre Sur. El segundo avión acaba de estrellarse. Ottrando contempla la lluvia de acero y cristal precipitarse sobre las calles. Algunos de los objetos que caen todavía se están moviendo. Son personas. Lo rodea una lluvia de cuerpos y escombros en llamas que se abalanza a una velocidad vertiginosa. La imagen que se le graba en el alma es la de las corbatas de los hombres que llueven del cielo, tiesas en el aire como sogas.

Mientras el mundo contempla sin habla la visión del horror captado por las cámaras desde lejos, el auténtico horror es el que se está desarrollando en el interior de las torres. En estos momentos, decenas, cientos de llamadas telefónicas desesperadas inundan los cielos de la ciudad. Son los miles de víctimas cuyas agonías finales nunca verán la luz. Quienes pueden alcanzar un teléfono llaman a esposas, novias, padres, hijos, madres, amigos, para decirles, muchas veces con una rara serenidad, que los quieren, que si no vuelven a verlos vivan vidas plenas y que nunca los olviden. Algunos sólo encuentran un contestador automático. Cuando sus palabras sean escuchadas, ellos habrán desaparecido para siempre. La magnitud física de la tragedia, el apocalíptico espectáculo de las torres desmoronándose, de aviones clavándose como flechas envenenadas en los símbolos emblemáticos de un Occidente odiado desde la sombra, desplazan la mirada y el pensamiento hacia esa visión lejana, electrónica, del desastre. Mientras la televisión nos mantiene a distancia, centenares de seres humanos se arrastran entre los escombros de estas ciudades verticales atrapados en laberintos de fuego, de escombros, de lluvias de metal fundido, de humo asfixiante que funde las vías respiratorias como ácido. Lo peor está por venir.

La escalera de la torre Norte es un verdadero río de gente. Cientos de cabezas se pueden ver al mirar hacia abajo. Pese al miedo, pese al dolor de heridas y quemaduras, pese al humo, cuando Mike Higson, un ciego acompañado de su perra lazarillo, Roselle, llega a la escalera en el piso 78, todo el mundo se hace a un lado para dejarlo pasar sin una sola queja. Algo más abajo, en el piso 63, aparece un hombre sin piel, en carne viva. Esta visión de pesadilla se llama Manu Dhingra, y en su interior reza por morir cuanto antes para huir del dolor indescriptible que devora cada centímetro de su piel. No es el fuego el que le ha arrancado rostro, manos y torso. Su cuerpo ha sido desollado por una inmensa ola de calor que lo ha envuelto cuando escapaba de un ascensor que se hundía en las llamas a sus espaldas, todavía repleto de gente. Antes de perder el sentido, Manu se pregunta el porqué del horror en la mirada de quienes lo observan y lo ayudan mientras su piel y su carne se les queda en las manos y la ropa. Escenas e imágenes como ésta se suceden por docenas durante la huida y la evacuación de la torre Norte. En la esquina noreste de la torre, el fuego empieza a fundir los restos del fuselaje del avión. A la media hora del impacto, lo que queda del Boeing 767 se derrama por la fachada en lágrimas de aluminio candente como gotas de cera en un cirio funerario.

7. La luz del día

Peter Hayden, comandante de la primera división de bomberos, ha establecido el puesto de mando de la operación en el vestíbulo de la torre Norte. Ya entonces Hayden y otros mandos del departamento saben perfectamente que no hay modo de extinguir ese incendio. Pese a esa certeza, decenas de bomberos se lanzan escaleras arriba en ambas torres en una desesperada misión de rescate. Muchos de ellos no volverán a salir con vida. P

Mientras los bomberos entran, Chuck Allen, una eternidad después de haber avistado aquel punto inicial en el horizonte, consigue llegar a la plaza que hay al pie de las torres tras un descenso agotador y terrorífico. Apenas la reconoce. La plaza, uno de sus rincones favoritos, está cubierta de lo que parecen escombros. Excepto que no lo son. Son cuerpos. Decenas de ellos. A Allen le cuesta calcular cuántos con precisión, porque lo que ven sus ojos son sólo trozos de cuerpos. Torsos extrañamente tocados por un cinturón negro, como si vistiesen un macabro uniforme. Sólo entonces comprende que está observando a algunos de los pasajeros del avión estrellado contra la torre, que todavía llevan el cinturón de seguridad. No hay sangre. No hay el polvo y la tiniebla que luego flotará y enmascarará el horror. Todo se ve con una claridad cristalina, dolorosa. Oficiales de policía inundan la plaza con el rostro crispado. «No miren ahí», ordenan.