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Mark Oettinger, un carpintero que acaba de escapar de la torre Norte, se detiene a contemplar la tundra de cadáveres llovidos del cielo. Los cuerpos parecen haber estallado al impacto con el suelo como sandías maduras. Un hedor similar al amoníaco envenena el aire. Oettinger siente un deseo imperioso de querer salvar a alguien, de ayudar, de poder hacer algo. Por mucho que busca, no encuentra a quien salvar, y acaba por perderse en las calles de Manhattan hasta llegar a un pequeño parque, desierto, donde advierte que no hay gente, ni pájaros, y se echa a llorar. Otros muchos como él se pierden Manhattan arriba, en trance, vagando con la mirada ida e incapaces de mirar atrás.

Poco después, Virginia DiChiara, la auditora que ha escapado poco antes de una muerte segura en un ascensor inundado de queroseno, llega al vestíbulo de la torre. Una muchedumbre de heridos yace sobre una laguna de sangre. Un latigazo de dolor la recorre y Virginia se mira las manos. Son rojas, carne viva sin piel. Tardará todavía media hora en ser trasladada al hospital de Saint Vincent. Al llegar allí, se encuentra con un ejército de doctores y enfermeros listos para acoger a una multitud de heridos. Todos esperan con las camillas listas, ansiosos por ayudar, por hacer algo. La avalancha de pacientes nunca se materializa. Virginia será una de las pocas en cruzar las puertas del hospital esa mañana. Hoy, la muerte no hace prisioneros.

En la plaza frente a la torre Sur empiezan a emerger algunos supervivientes. Uno de los primeros en respirar aire fresco es Anthony DeBlase. Pese a haber escapado con vida, no se siente más tranquilo. Al contrario. Su hermano mayor, James, trabaja en la torre Norte, en las oficinas de Cantor Fitzgerald situadas en los pisos donde le han dicho que se ha estrellado el primer avión. Sólo una idea ocupa la mente de Anthony cuando cruza la plaza rumbo a la torre Norte: encontrar a su hermano. Es entonces cuando ve a un hombre decapitado por un fragmento de cuerpo que cae desde lo alto de la torre. Es entonces cuando ve una pierna ardiendo. Aullando de terror, comprende que no volverá a ver a su hermano con vida. Semanas más tarde, cuando las primeras pruebas de ADN permitan identificar los primeros ocho fragmentos de cadáveres rescatados de entre los escombros, el nombre de James DeBlase encabezará la lista.

8. Entre tinieblas

Poco antes de las diez de la mañana, un grupo de supervivientes está cruzando el centro comercial que ha quedado inundado bajo las torres por el agua de los aspersores de incendios. Al cruzar frente a la librería de la cadena Borders, encuentran una marea de libros flotando como los restos de un naufragio. El grupo sigue avanzando en busca de una salida al exterior cuando el estruendo de una explosión indescriptible rompe el mundo. Aterrados, contemplan cómo las puertas de los ascensores y de las tiendas inundadas se encogen como acordeones. Los marcos de las entradas a comercios y restaurantes salen volando por los aires hacia ellos como cuchillas. Un viento huracanado recorre la galería comercial, y los derriba sobre el agua y los escombros. Algunos tienen que sujetarse a las columnas para no ser arrastrados por la fuerza del viento. sepulcral los envuelve. El aire se hace sólido, irrespirable. La torre Sur acaba de desplomarse a sus espaldas.

La caída de la torre dura diez segundos, y arroja a su paso una tormenta de fragmentos desprendidos de las columnas que forman el esqueleto externo de la fachada. Esta ráfaga ametralla con furia los edificios colindantes, perfora terrados, muros y estructuras de aparcamientos, y pulveriza una pequeña iglesia ortodoxa bajo una lluvia de metal. Lanzas de acero vuelan por los aires de Manhattan ensartando desde rascacielos hasta líneas de metro y túneles subterráneos situados a profundidades de incluso diez metros, los aplasta y degolla tuberías de agua y gas.

En la escalera del piso 35 de la torre Norte, Rick Picciotto, segundo oficial en la cadena de mando del departamento de bomberos, ha oído ese mismo estruendo, un rugido como no ha conocido jamás en sus veintiocho años de servicio. En apenas unos instantes, todos y cada uno de los bomberos que en ese momento estaban en el interior de la torre Sur, ascendiendo la escalera para rescatar a las víctimas, acaban de morir. La torre se ha desplomado a una velocidad de doscientos kilómetros por hora, prácticamente en caída libre. Esos diez segundos han bastado para reducir el coloso a un espectro de humo que se sostiene en el aire como un espejismo, ocupando el vacío que la torre ha abandonado para siempre.

Aquellos con vida que están atrapados en los subterráneos se enfrentan a un laberinto de oscuridad y socavones mortales que se precipitan hacia los túneles del metro. Ese inmenso sarcófago está infestado de aire irrespirable y sepultado bajo una montaña de escombros, cuerpos y fuego. Más de uno preferiría haber muerto arriba, en la torre, a quedar atrapado en las tinieblas. Al rato, alguien propone formar una cadena humana para impedir que alguno de ellos caiga por los pozos mortales. La idea encuentra apoyo. El instinto de supervivencia es lo único que los ilumina en la oscuridad. Se inicia un lento éxodo hacia la superficie.

9. Carrera contra la muerte

Tan pronto como el segundo jefe de bomberos Rick Picciotto comprende lo que significa el colapso de la torre Sur, ordena a sus hombres en la torre restante que lo abandonen todo y salgan a toda prisa. En esos momentos, casi todos los civiles que estaban por debajo del piso 96 en el instante del impacto en la torre Norte han podido ser evacuados. Los bomberos ya no pueden salvar a nadie más, excepto a sí mismos. Cada segundo cuenta. Se baten en retirada apresurada, llevando consigo a los últimos supervivientes. Al llegar al piso 12, Picciotto abre una puerta para encontrarse con cerca de setenta personas ordenadamente sentadas a sus mesas de oficina. No se lo puede creer. Les grita que salgan de allí inmediatamente. Sólo entonces advierte las sillas de ruedas y las muletas: son minusválidos. Picciotto y sus hombres se apresuran a rescatar a los minusválidos y a llevarlos escaleras abajo como pueden, en brazos o a peso. Algunos consiguen llegar al vestíbulo y salir del edificio. Picciotto está todavía en el piso 5 cuando oye el terrible rugido de nuevo, pero, esta vez, sobre él y sus hombres. Veintinueve minutos después de que su gemela cayó para siempre, la torre Norte empieza a desplomarse sobre sus cabezas. Picciotto calcula que le quedan unos diez segundos de vida. Al instante, un huracán ensordecedor desciende del cielo a toda velocidad y arrastra a Picciotto y a sus hombres sin piedad escaleras abajo.

El diluvio de escombros aplasta ambulancias, camiones de bomberos, coches de policía, y los transforma en sábanas de metal catapultadas a cinco pisos de profundidad. En unos instantes, la estructura contigua del hotel Marriot se comprime de veintidós pisos a tres. Olas de aire a presión arrancan coches del pavimento y los lanzan por los aires. La onda expansiva destruye las ventanas de varias manzanas a la redonda, e inunda apartamentos y oficinas con una ventisca tóxica de cemento, cristal, metal y carne pulverizada. La energía generada por esos segundos de caída apocalíptica creará incendios que arderán en el corazón de las ruinas de la tragedia durante meses.

Cuando Picciotto recobra el sentido, está sumergido en una oscuridad absoluta y no sabe si muerto o vivo. Trescientos cuarenta y tres de sus compañeros del departamento de bomberos ya no podrán hacerse esa pregunta. Aturdidos, Picciotto y algunos de sus hombres no sospechan que han sido salvados por un milagro. Mientras algunos habían conseguido ganar el vestíbulo de la torre, ellos iban rezagados a causa de una víctima que escoltaban, Josephine Harris, una abuela que había conseguido descender desde el piso 73. Al desplomarse los ciento diez pisos sobre ellos se ha formado milagrosamente una caverna de escombros que albergará a once personas. No pueden encender una cerilla porque el olor a gasolina los rodea. Tienen que esperar en la oscuridad. La espera puede ser de minutos, horas o eterna. Cuando finalmente sean rescatados y vean la luz de nuevo, comprenderán que deben la vida a haber intentado salvar a aquella pobre dama lenta y exhausta que apenas podía con su alma escaleras abajo. Si la hubiesen dejado atrás para huir a toda prisa, estarían muertos. Días después, los bomberos que han renacido de las cenizas gracias a esa frágil dama le regalarán una chaqueta de bombero decorada con un gran dragón verde, símbolo de su cuartel en Chinatown, y la siguiente inscripción: «Josephine, nuestro ángel de la guarda.»