– No estoy enfadada con usted.
Inspiró brevemente, abrió la boca y la cerró. Tuve la impresión de que estaba a punto de decirme algo y había cambiado de idea, como si temiera el efecto que aquello podría tener sobre su vida. Bien. Yo no me sentía con ánimos para escuchar una confesión.
– ¿Puedo servirle algo de beber?
– ¿Tiene limonada?
Metió el paño de cocina junto con el resto de la ropa sucia y abrió la nevera. Sacó una jarra de plástico, llenó un vaso y lo puso en la mesa junto a mi bocadillo.
– Y todo ese asunto de la televisión.
– Jamás he sido muy popular.
Sonreí. No quería que Ruby viese cuán alterada estaba. Pero mi gesto debió reflejar la tensión que sentía.
– No es divertido. No debería permitir que le hagan esto.
– No puedo controlar a la prensa, Ruby.
Buscó un plato de cartón para el bocadillo.
– ¿Galletas?
– Vale.
Añadió tres Oreos y luego me miró directamente a los ojos.
– «Bendito eres cuando los hombres te injurian y te persiguen y lanzan contra ti toda clase de maldades falsamente.»
– La gente que realmente me importa sabe perfectamente que estas acusaciones son falsas.
Mantén la calma.
– Entonces tal vez necesite controlar a alguna otra persona.
Apoyó el cesto contra la cadera y abandonó la cocina sin mirar atrás.
Necesitaba una conversación más racional, así que salí al porche para comer con Boyd. No me decepcionó. El chow-chow olió las galletas y luego observó sin hacer ningún comentario mientras yo comía el bocadillo y consideraba mi situación.
Cuando llegué al taller me enteré de que el problema de mi coche no era nada grave, pero necesitaba una bomba de agua nueva. La letra ausente, ya fuese P o T, se había marchado a Asheville e intentaría conseguir la pieza de recambio. Suponiendo que no hubiese ningún problema imprevisto, la reparación estaría terminada la tarde siguiente.
Tal vez. Comprobé que el Pinto, el Chevy y las dos furgonetas seguían exactamente en el mismo lugar que el día anterior.
Miré la hora. Las dos y media. Crowe aún no habría regresado de su misión en el lago Fontana.
¿Y ahora qué?
Pedí un listín telefónico y me dieron una edición de 1996, con las puntas rotas o dobladas y llena de manchas de grasa. Se necesitaban las dos manos para separar las páginas.
Aunque no había ninguna entrada correspondiente a la Casa de Dios de la Eterna Luz Sagrada Pentecostal, encontré una dirección correspondiente a L. Bowman en Swayney Creek Road. P o T conocía ese cruce pero no pudo darme más información. Le di las gracias y regresé al coche de Ryan.
Siguiendo las instrucciones de P o T me dirigí hacia las afueras del pueblo. Tal como me había dicho, Swayney Creek acababa en la Autopista 19 entre Ela y Bryson City. Me detuve en una estación de servicio para preguntar la dirección de la casa de Bowman.
El empleado era un crío de unos dieciséis años con el pelo negro y grasiento, con la raya en medio y metido detrás de las orejas. Unas manchas blancas salpicaban la raya como copos de nieve en un arroyo turbio.
El chico dejó el cómic que estaba leyendo y me miró, entrecerrando los ojos como si fuesen demasiado sensibles a la luz. Cogió un cigarrillo que quemaba en un plato de metal ondulado, dio una calada y señaló con la barbilla en dirección a Swayney Creek.
– Cae a unos cuatro kilómetros al norte.
El humo salió junto con la respuesta.
– ¿De qué lado?
– Busque un buzón verde.
Cuando me marchaba sentí sus ojos pequeños clavados en mi espalda.
Swayney Creek era una delgada lengua negra que descendía abruptamente una vez que se abandonaba la autopista. El camino continuaba aproximadamente un kilómetro, luego se nivelaba y atravesaba un estrecho tramo ocupado por un bosque de coniferas. A un lado corría un arroyo de aguas tan claras que podía ver perfectamente las piedras que cubrían el fondo.
Continué hacia el norte y apenas vi señales de presencia humana. Luego el camino torcía hacia el este, ascendía ligeramente y alcancé a divisar un claro entre los árboles con un buzón verde oxidado a la derecha. Al acercarme leí el nombre «Bowman» tallado en una placa que colgaba de dos cortos trozos de cadena debajo de la caja.
Giré hacia el polvoriento camino y comencé a ascender, esperaba que fuese el Bowman que andaba buscando. Pinos, abetos y cicutas se alzaban hacia el cielo dejando que la luz apenas se fíltrase entre sus frondosas ramas. Unos treinta metros más adelante, la casa de Bowman se alzaba como un centinela solitario que protegía el camino forestal.
El reverendo vivía en una cabaña que había conocido mejores tiempos, con un porche en un extremo y un cobertizo en el otro. Había leña suficiente para calentar un castillo medieval. A ambos lados de la puerta principal había ventanas cubiertas por marquesinas de color turquesa y, en aquella penumbra, parecían tan fuera de lugar como los Arcos Dorados en una sinagoga.
El patio delantero estaba a la sombra y en el suelo se extendía una espesa alfombra de hojas y pinaza. Un sendero de grava lo cruzaba y unía la puerta con un rectángulo de grava en el extremo del camino.
Aparqué junto a la camioneta de Bowman, apagué el motor y conecté el teléfono. Antes de que pudiese bajar del coche, se abrió la puerta de la casa y el reverendo apareció en el porche. Vestía nuevamente de negro, como si quisiera recordarse incluso a sí mismo la sobriedad de su vocación.
Bowman no sonrió, pero su expresión se relajó al reconocerme. Salí del coche y recorrí el sendero hacia la casa. A cada lado crecían pequeñas setas marrones.
– Lamento molestarle, reverendo Bowman. Me dejé la bolsa de la compra en su camioneta.
– Así es. Está en la cocina. -Dio un paso hacia atrás-. Por favor, adelante.
Pasé junto a él y accedí a un interior oscuro con un fuerte olor a beicon quemado.
– ¿Quiere beber algo?
– No, gracias. No puedo quedarme.
– Por favor, siéntese.
Señaló una pequeña sala de estar llena de muebles. Parecía como si hubiesen sido comprados todos juntos para luego disponerlos como en una exposición. Sólo que más juntos.
– Gracias.
Me senté en un sofá tapizado con una tela marrón parecida al terciopelo, el centro de un grupo de tres piezas aún cubiertas con plástico. Aunque el tiempo era fresco, las ventanas estaban abiertas y las cortinas de tela escocesa marrón a juego con los muebles se hinchaban con la brisa.
– Iré a buscar sus cosas.
El reverendo desapareció y se abrió una puerta, me llegaron claramente las voces, los sonidos y los aplausos de un concurso de la televisión. Eché un vistazo a mi alrededor.
No había objetos personales en la habitación. No había fotos de boda o de graduación. Ni una sola instantánea de los niños en la playa o del perro jugando a destrozar sombreros. Las únicas imágenes pertenecían a personas rodeadas con un halo. Reconocí a Jesús y a un tío que pensé que podía ser Juan Bautista.
El reverendo Bowman regresó unos minutos después. La funda de plástico crujió cuando me levanté.
– Gracias.
– Ha sido un placer, señorita Temperance.
– Y gracias otra vez por su ayuda ayer.
– Me alegra haber podido ayudarla. Peter y Timothy son los mejores mecánicos del condado. Hace años que les llevo mis camionetas.
– Reverendo Bowman, hace mucho tiempo que usted vive en esta zona, ¿verdad?
– Toda la vida.
– ¿Sabe usted algo acerca de una casa con paredes de piedra y un patio cerca del lugar donde cayó el avión?
– Recuerdo que mi padre hablaba de un campamento cerca de Running Goat Branch, pero nunca de una casa.
Tuve un presentimiento. Cambié el bolso de lado, saqué el fax de McMahon y se lo enseñé a Bowman.
– ¿Alguno de los nombres de esta lista le resulta familiar?
Dobló el papel y lo leyó. Le observé atentamente pero no se produjo ningún cambio en su expresión.
– Lo siento.
Me devolvió el fax y volví a guardarlo en el bolso.
– ¿Alguna vez ha oído hablar de un hombre llamado Víctor Livingstone?
Bowman sacudió la cabeza.
– ¿Edward Arthur?
– Conozco a un Edward Arthur que vive cerca de Sylva. Durante un tiempo perteneció a la congregación, pero hace años que abandonó el movimiento. El hermano Arthur solía afirmar que había sido conducido ante el Espíritu Santo por el mismísimo George Hensley.