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Un desastre aéreo de estas características era sin duda una situación de crisis. Le aseguré a Larke que cancelaría mi viaje a Montreal en octubre.

– ¿Cómo es que llegaste tan rápido?

Expliqué nuevamente mi viaje a Knoxville y la conversación telefónica que había mantenido con el jefe del DMORT.

– Ya he hablado con Earl. Mañana por la mañana ya habrá desplegado un equipo en la zona. -Larke miró a Crowe-. Los muchachos del NTSB llegarán esta noche. Hasta entonces todo debe permanecer tal como está.

– Ya he dado la orden -dijo Crowe-. Esta zona es bastante inaccesible, pero aumentaré los puestos de seguridad. Los animales serán probablemente el mayor problema. Especialmente cuando estos cadáveres comiencen a descomponerse.

El vicegobernador profirió un ruido extraño, dio media vuelta y se alejó. Lo observé cuando se aferró al tronco de un laurel, se inclinó hacia adelante y vomitó.

Larke nos miró fijamente a Crowe y a mí.

– Señoras, están consiguiendo que un trabajo muy difícil se convierta en una tarea infinitamente más sencilla. No tengo palabras para expresar cuánto aprecio su profesionalidad. -Cambio de expresión-. Sheriff, quiero que mantenga la situación controlada en la zona. -Volvió a cambiar la expresión-. Tempe, ve a dar tu charla a Knoxville. Luego quiero que recojas todo el equipo que puedas necesitar y te presentes aquí mañana. Te quedarás un tiempo, de modo que será mejor que informes a la universidad. Te conseguiremos una cama.

Quince minutos más tarde uno de los ayudantes de Crowe me llevaba hasta el lugar donde había dejado aparcado mi coche. No me había equivocado en cuanto a la existencia de una ruta mejor. Aproximadamente a medio kilómetro de donde había dejado el coche, un camino polvoriento se desviaba desde la ruta del Servicio Forestal. Utilizado en otro tiempo para transportar la madera, el estrecho camino serpenteaba alrededor de la montaña y desembocaba a unos cincuenta metros de la zona principal donde se había estrellado el avión.

Ahora había un montón de vehículos aparcados en fila a ambos lados del camino forestal y, mientras descendíamos la colina, nos habíamos cruzado con otros recién llegados. Al amanecer habría importantes atascos en las carreteras comarcales y los caminos del Servicio Forestal.

En cuanto me acomodé detrás del volante busqué el móvil. No había línea.

Realicé dos o tres maniobras para poder dar la vuelta y dirigirme colina abajo hacia la carretera del condado. Una vez en la autopista 74 intenté llamar nuevamente. Esta vez hubo suerte y marqué el número de Katy. Después de cuatro tonos respondió el contestador.

Intranquila, dejé un mensaje para mi hija y luego empecé a repetirme el tema «no-seas-una-madre-imbécil». Durante la hora siguiente intenté concentrarme en mi inminente presentación, apartando de mi mente las imágenes de la carnicería que había dejado a mis espaldas y el horror con el que tendría que enfrentarme al día siguiente. Fue absolutamente inútil. Las imágenes de rostros y miembros amputados que flotaban en el aire hicieron pedazos mi concentración.

Encendí la radio. Todas las emisoras informaban acerca de la tragedia aérea. Los locutores hablaban con gravedad y respeto de la muerte de los jóvenes deportistas y especulaban con solemnidad sobre las causas del accidente. Considerando que la climatología no parecía haber influido en absoluto en la catástrofe, las principales teorías apuntaban al sabotaje o a un fallo mecánico.

Cuando caminaba por el bosque detrás del ayudante de Crowe había divisado un grupo de árboles cortados orientados en dirección opuesta al lugar por donde yo había llegado. Aunque yo sabía que esos daños señalaban el tramo final del descenso del aparato, me negué a sumarme a las especulaciones.

Entré en la I-40, cambié de emisora por centésima vez y conseguí captar los comentarios de un periodista que informaba desde el aire acerca del incendio de un almacén. Los sonidos del helicóptero me recordaron de inmediato a Larke y pensé que no le había preguntado en qué lugar habían aterrizado el vicegobernador y él. Guardé la pregunta en un rincón de mi cabeza.

A las nueve volví a marcar el número de Katy.

No hubo respuesta. Volví a repetirme el tema.

Al llegar a Knoxville, me registré en el hotel, llamé a mi anfitrión y luego comí el pollo Bojangles que había comprado en las afueras de la ciudad. Llamé a Charlotte, a mi ex esposo, para que se ocupase de Birdie. Extrañado, Pete accedió a hacerlo, añadiendo que me pasaría la factura por el transporte y la alimentación del gato. Me dijo que hacía varios días que no hablaba con Katy. Después de darle una versión reducida de mis temores, Pete me prometió que trataría de localizarla.

Luego llamé a Pierre LaManche, mi jefe en el Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal, para informarle de que la semana siguiente estaría ausente de Montreal. Ya había tenido noticias del accidente y estaba esperando mi llamada. Por último, llamé al jefe de mi departamento en la Universidad de Carolina del Norte.

Después de haber cumplido todas mis responsabilidades dediqué una hora a seleccionar las diapositivas y colocarlas en sus respectivas bandejas en el proyector, luego me duché y traté de comunicarme nuevamente con Katy. Nada.

Miré el reloj. Las once cuarenta.

Katy está bien. Ha salido a comer una pizza. O está en la biblioteca. Sí. La biblioteca. Había utilizado esa excusa un montón de veces cuando estaba en la facultad.

Tardé mucho tiempo en dormirme.

A la mañana siguiente Katy no había llamado y tampoco estaba localizable. Intenté el número de Lija en Athens. Otra voz robótica me pidió que dejase un mensaje.

Me dirigí en coche al único departamento de antropología de Estados Unidos que se encuentra en un estadio de fútbol y di una de las conferencias más incoherentes de mi carrera. En su introducción, el anfitrión de la conferencia mencionó mi adscripción al DMORT y añadió que trabajaría en la recuperación de cuerpos de la tragedia aérea de TransSouth Air. Aunque la información que yo podía suministrar era escasa, las preguntas que siguieron a mi presentación ignoraron por completo el tema de la conferencia y se centraron en el accidente. El turno de preguntas y respuestas pareció prolongarse eternamente.

Cuando, finalmente, la multitud enfiló hacia la salida, un hombre de aspecto esperpéntico, vestido con pajarita y chaleco de punto, se dirigió directamente hacia el podio balanceando sobre el pecho sus gafas de media luna. Al pertenecer a una profesión que cuenta con relativamente pocos miembros la mayoría de los antropólogos se conocen, nuestros caminos se habían cruzado una y otra vez en reuniones, seminarios y conferencias. Me había encontrado con Simón Midkiff en numerosas ocasiones y sabía que, si no me mostraba firme, me tendría allí todo el día. Eché una mirada exagerada al reloj, recogí mis cosas, cerré el maletín y bajé de la tarima.

– ¿Cómo estás, Simon?

– Perfectamente.

Tenía los labios agrietados, la piel seca y escamosa, como la de un pez muerto bajo el sol. Una red de venas diminutas cruzaba el blanco de unos ojos cubiertos por unas cejas muy espesas.

– ¿Cómo va la arqueología?

– Excelente también. Considerando que uno debe comer, estoy trabajando en varios proyectos para el departamento de recursos culturales en Raleigh. Pero, fundamentalmente, dedico mi tiempo a organizar datos. -Profirió una risa aguda y se dio unos golpes suaves en la mejilla-. Parece que he recogido una extraordinaria cantidad de datos a lo largo de mi carrera.

Simon Midkiff se doctoró por la Universidad de Oxford en 1955 y luego viajó a los Estados Unidos para aceptar un puesto en Duke. Pero la superestrella de la arqueología no publicó ningún trabajo y, seis años más tarde, le relevaron de su cargo. Midkiff tuvo una segunda oportunidad en la Universidad de Tennessee, tampoco publicó trabajo alguno y, nuevamente, perdió su puesto académico.

Durante treinta años, incapaz de obtener un cargo permanente en una facultad, Midkiff se había dedicado a merodear por la periferia del mundo académico, realizando trabajos arqueológicos por encargo e impartiendo cursos cada vez que se necesitaban suplentes en colegios y universidades de ambas Carolinas y Tennessee. Era famoso por excavar en los sitios, redactar los informes indispensables y luego fracasar en la publicación de sus hallazgos.