Выбрать главу

– Me encantaría que me lo contases, Simón, pero me temo que no tengo tiempo.

– Sí, no lo dudo. Una tragedia terrible. Tantas vidas jóvenes. -Meneó la cabeza tristemente de un lado a otro-. ¿Dónde cayó el avión exactamente?

– En el condado de Swain. Y debo regresar allí.

Intenté continuar mi camino, pero Midkiff cambió sutilmente el peso del cuerpo de un pie al otro, bloqueándome el paso.

– ¿Dónde está el condado de Swain?

– Al sur de Bryson City.

– ¿Podrías ser un poco más concreta?

– No tengo las coordenadas a mano.

No hice nada para ocultar mi irritación.

– Por favor, disculpa mi brusquedad. He estado excavando en el condado de Swain y estaba preocupado por los daños que podría haber sufrido ese lugar. Cuán egoísta por mi parte. -Nuevamente la risa falsa-. Te pido perdón.

En ese momento mi anfitrión se reunió con nosotros.

– ¿Puedo? -Alzó una pequeña Nikon.

– Claro.

Me esforcé por asumir la sonrisa Kodak.

– Es para el boletín del departamento. Parece que ha gustado a nuestros estudiantes

Me agradeció la conferencia y me deseó buena suerte con la recuperación de los cuerpos. Yo, a mi vez, le agradecí el alojamiento, me disculpé ante ambos, recogí mis cajas con diapositivas y salí rápidamente del auditorio.

Antes de abandonar Knoxville pasé por una tienda de deportes y compré botas, calcetines y tres equipos de campaña, uno de los cuales me puse en ese momento. En una farmacia compré dos paquetes de bragas de algodón. No eran mi marca, pero servirían. Metí todo en la mochila y me dirigí hacia el este.

Nacida en las colinas de Terranova, la cadena de los Apalaches discurre paralela a la costa Este de norte a sur, en las proximidades de Harpers Ferry, Virginia Occidental, se separan para formar las cadenas de las Great Smoky y las Blue Mountains. Las Great Smoky Mountains, una de las regiones elevadas más viejas del mundo, se alzan a más de 2 200 metros en Clingman Dome, en la frontera entre Carolina del Norte y Tennessee.

Menos de una hora después de haber abandonado Knoxville ya había atravesado los pueblos de Sevierville, Pigeon Forge y Gatlinburg en territorio de Tennessee y viajaba al este del Dome, asombrada, como siempre, por la belleza irreal de esa región. Esculpidas por millones de años de viento y lluvia, las Great Smoky Mountains se extienden al sur de una serie de picos y valles tranquilos. La vegetación del bosque es exuberante y una gran parte ha sido conservada como parque nacional. El Nantahala. El Pisgah. El Cherokee. El Parque Nacional Great Smoky Mountains. Los verdes suaves y la tenue bruma que dan nombre a esta sierra ejercen una fascinación inimitable. La tierra en su máxima expresión.

Sobre el fondo de ese paisaje maravilloso, la muerte y la destrucción constituían un terrible contraste.

Justo al salir de Cherokee, por Carolina del Norte, llamé nuevamente a Katy. Mala idea. Otra vez me respondió la voz metálica del contestador. Nuevamente dejé un mensaje: «Llama a tu madre.»

Tenía la mente a cientos de kilómetros de la tarea que me esperaba más adelante. Pensé en los pandas del zoológico de Atlanta, la pérdida de audiencia de la NBC, la retirada del equipaje en el aeropuerto de Charlotte. ¿Por qué era siempre un procedimiento tan lento?

Pensé en Simon Midkiff. ¡Qué tío tan extraño! ¿Cuáles eran las probabilidades de que un avión se estrellase precisamente en el lugar donde estaba realizando una excavación?

Evité la radio, puse un CD de Kiri Te Kanawa y escuché los temas de Irving Berlín con la maravillosa voz de la diva.

Cuando llegué al lugar del accidente ya eran casi las dos de la tarde. Ahora dos coches patrulla bloqueaban la carretera comarcal justo antes de la intersección con la carretera del Servicio Forestal. Un miembro de la Guardia Nacional se encargaba de dirigir el tráfico, enviaba a algunos motoristas montaña arriba y ordenaba a otros que bajaran. Mostré mi credencial y el guardia comprobó mi nombre en su lista.

– Sí, señora. Su nombre está en la lista. Puede dejar el coche en la zona de aparcamiento.

Se apartó y pasé a través de un pequeño espacio entre los dos coches de la policía.

La zona de aparcamiento estaba en un mirador en el que se construiría una torre de vigilancia de incendios y en un pequeño terreno sembrado al otro lado de la carretera. Se había rebajado la pared del risco para aumentar el tamaño de la parte interna y habían esparcido grava como medida de precaución ante la lluvia. Desde este lugar se darían las instrucciones para trabajar en la zona del accidente y se asesoraría a los parientes de las víctimas hasta que se pudiese establecer un centro de asistencia a los familiares.

Un creciente número de personas y vehículos ocupaban ambos lados de la carretera. Remolques de la Cruz Roja. Unidades de la televisión con antenas parabólicas. Furgonetas. Un camión de materiales peligrosos. Logré deslizar mi pequeño Mazda entre un Dodge Durango y un Ford Bronco en la zona que descansaba contra la ladera de la colina, cogí mis cosas y me dirigí hacia la zona del mirador.

Al llegar al lugar vi una mesa de escuela plegable colocada en la base de la torre, fuera de uno de los remolques de la Cruz Roja. Una cafetera de grandes dimensiones brillaba bajo el sol. Alrededor de la máquina había un grupo de familiares, abrazados, apoyados unos en los otros, algunos lloraban, otros permanecían inmóviles y en silencio. Muchos de ellos se aferraban con ambas manos a los vasos de plástico llenos de café, unos pocos hablaban por sus móviles.

Un sacerdote paseaba entre los aflijidos, palmeando hombros y estrechando manos. Lo observé mientras se inclinaba para hablar con una mujer mayor. Con su postura doblada, la cabeza calva y la nariz aguileña, guardaba un notable parecido con las aves carroñeras que había visto en las llanuras de África Oriental, una comparación totalmente injusta.

Recordé a otro sacerdote. Otra vigilia. La actitud compasiva de aquel hombre había echado por tierra cualquier esperanza de que mi abuela pudiese recuperarse. Recordé la agonía de aquella vigilia y mi corazón se unió a aquellos que se habían reunido para reclamar a sus seres queridos.

Periodistas, cámaras de televisión y técnicos de sonido ocupaban sus posiciones junto al muro de piedra de baja altura que rodeaba el mirador, cada equipo buscaba el mejor telón de fondo para su reportaje. Como había sucedido en 1999 durante el accidente del avión de Swissair en Peggy's Cove, Nueva Escocia, yo estaba segura de que las vistas panorámicas se destacarían de forma notable en todos los telediarios.

Afiancé la mochila que llevaba colgada en el hombro y continué colina abajo. Otro miembro de la Guardia Nacional me franqueó el paso al camino forestal utilizado para el transporte de madera y que, de la noche a la mañana, habían convertido en un camino de grava de dos carriles. Ahora una ruta de acceso llevaba desde el camino ampliado hasta el lugar del desastre. La grava crujía bajo mis pies mientras caminaba a través del túnel de árboles recién cortados. El aroma de los pinos estaba viciado por el tenue olor de los primeros estadios de la putrefacción.

Los remolques encargados de la descontaminación se alineaban junto a barricadas que bloqueaban el acceso a la zona principal del accidente, y dentro del área restringida se había instalado un Centro de Mando de Incidencias. Podía ver la silueta familiar del remolque del NTSB, con su antena parabólica y su cobertizo para proteger el generador. Junto a él habían aparcado camiones frigoríficos y en el suelo había varias pilas de bolsas de plástico para los cadáveres. Este depósito sería el lugar provisional hasta el traslado de los restos a otro más permanente.

Excavadoras, grúas hidráulicas, camiones de basura, coches de bomberos y de policía se hallaban diseminados por una amplia zona. La solitaria ambulancia me confirmó que la operación había cambiado oficialmente de «búsqueda y rescate» a «búsqueda y recuperación». Ahora su función era atender a los trabajadores heridos.

Lucy Crowe se encontraba en la zona interior de las barricadas hablando con Larke Tyrell.

– ¿Cómo están las cosas? -pregunté. -Mi teléfono no deja de sonar. -Crowe parecía agotada-. Anoche estuve a punto de apagar el maldito chisme.

Por encima de su hombro podía ver la zona cubierta de restos donde los equipos de buscadores, provistos de mascarillas y monos de protección, avanzaban en línea recta con los ojos clavados en el suelo. Ocasionalmente alguien se agachaba, inspeccionaba un objeto y luego marcaba el lugar. Detrás del equipo, banderas rojas, azules y amarillas punteaban el terreno como chinchetas de colores en el plano de una ciudad.