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Tampoco podía librarme de la irritante sospecha de que yo era la causa de la melancolía de Jonathan. Puede que le hubiera decepcionado, o que todavía no me hubiera perdonado. No habíamos hablado de por qué me había dejado, y yo creía conocer la razón: porque después de años de frustración y recriminaciones, se había hartado de decepcionarme.

Pero aquella vez no se trataba de estar juntos para siempre; era otra cosa. Solo que yo no estaba segura de qué era. Jonathan quería estar conmigo, eso era evidente; de lo contrario, no me habría pedido que hiciera el viaje con él. Si todavía estuviera resentido, no se habría puesto en contacto conmigo, enviado el correo electrónico, bebido champán, besado mi cara y permitido que yo le acunara en la cama. Yo estaba insegura acerca de él y siempre lo estaría; el peso de mi amor era como una piedra encadenada a mi cuello.

– ¿Qué te gustaría hacer mañana? -pregunté, fingiendo indiferencia y apagando el cigarrillo en la tierra.

Jonathan levantó la barbilla hacia las estrellas y cerró los ojos.

– Bueno, pues entonces -dije despacio, al ver que no respondía-, ¿cuánto tiempo más te gustaría quedarte? No es por meterte prisa, yo me quedaré todo el tiempo que tú quieras.

Me dedicó una sonrisa lenta, pero siguió sin responder. Yo rodé sobre el costado hacia Jonathan y apoyé la cabeza en una mano.

– ¿Has pensado en lo que vamos a hacer después? ¿Con… lo nuestro?

Por fin, él abrió los ojos y parpadeó hacia el cielo.

– Lanny, te pedí que vinieras aquí por una razón. ¿No la has adivinado?

Negué con la cabeza.

Él agarró la botella de vino, empinó el codo y echó un trago; después me pasó la botella, en cuyo fondo solo quedaban un par de dedos de vino.

– ¿No sabes por qué te sugerí que viniéramos aquí otra vez? -preguntó, y negué con la cabeza-. Lo hice por ti.

– ¿Por mí?

– Esperaba que te hiciera feliz que volviéramos aquí juntos, que fuera una pequeña compensación por haberme marchado. Este viaje no lo hemos hecho por mí… Para mí ha sido un infierno volver. Sabía que lo sería. Siempre he deseado poder arreglar las cosas con ellos, con mi familia, con la mujer y la hija que pensaban que las había abandonado. Daría cualquier cosa por recuperar aquello.

¿Cómo podía todo cambiar tan de repente, estropearse tanto? Sentí que una barrera fría e invisible caía entre nosotros.

– No fue culpa tuya -dije, como si no supiera de quién era la culpa. No tenía el estómago para más vino y le devolví la botella-. ¿Qué sentido tiene hablar de esto, Jonathan? No hay nada que tú o yo podamos hacer para que aquello vuelva. Lo pasado pasado está.

– Lo pasado pasado está -repitió él antes de terminarse la botella. Se quedó mirando hacia la oscuridad y tuvo mucho cuidado de no mirarme a mí-. Estoy tan harto de esto, Lanny… No puedo seguir más tiempo en esta noria, en esta interminable sucesión de días… He intentado todo lo que se me ha ocurrido para seguir adelante.

– Por favor, Jonathan, estás borracho. Y cansado…

La botella de vino se hundió en la tierra blanda cuando Jonathan se apoyó en ella.

– Sé lo que estoy diciendo. Por eso te pedí que vinieras conmigo. Eres la única persona que puede ayudarme.

Yo sabía adónde iba a llevar aquello: la vida es circular, y puedes tener la seguridad de que las peores partes volverán por segunda vez, arrastrándose a tus pies. Era la discusión que habíamos mantenido todas las noches durante meses… ¿años?, hasta que él había acabado por marcharse. Había fanfarroneado, suplicado, amenazado. Aquella había sido la verdadera razón de que se marchara. No fue porque no pudiera evitar decepcionarme: fue porque yo no le daba precisamente lo que él quería. Su único deseo flotaba en el aire entre nosotros, su manera de escapar de todo lo que deseaba olvidar: la responsabilidad abandonada, un hijo muerto, ser traicionado por la persona que más lo amaba. Solo una cosa podía hacer que todo aquello desapareciera.

– No puedes pedirme que haga eso. Los dos estábamos de acuerdo en que era algo demasiado terrible para pedírmelo. No puedes dejarme sola con… eso.

– ¿No crees que merezco la liberación, Lanny? Tienes que ayudarme.

– No. No puedo.

– ¿Quieres que te diga que me lo debes?

Aquello me dolió, porque nunca jamás me lo había dicho. De alguna manera, se las había arreglado para no esgrimir aquellas palabras en mi cara, palabras que yo tenía bien merecidas. «Me debes esto porque tú me hiciste esto. Esta es una maldición que tú me impusiste.»

– ¡Cómo puedes decir eso -chillé, empeñada en devolver el golpe, deseando que se sintiera tan mal como él me había hecho sentir a mí-, cuando tú te marchaste y me dejaste sin saber por qué, todos estos años!

– Pero no has estado sola. Yo seguía contigo, en cierta manera. Estuvieras donde estuvieses, sabías que yo también estaba por ahí, en alguna parte del mundo. -Jonathan se puso en pie con dificultad, fatigado, meneando la cabeza cada vez que respiraba-. Las cosas han cambiado para mí. Tengo que contarte una cosa. No deseaba hacerlo, Lanny. No quiero hacerte daño, pero tienes que entender por qué te lo pido de nuevo. Por qué ahora es importante para mí. -Respiró hondo-. Verás, me enamoré.

Se detuvo, esperando que yo reaccionara mal a la noticia de lo mejor que le había pasado en la vida. Abrí la boca para felicitarle, pero, por supuesto, no me salieron palabras.

– Una mujer checa, una enfermera. Nos conocimos en los campos. Ella trabajaba para otra organización humanitaria. Un día, la llamaron a su embajada de Nairobi para una reunión. Por la radio, en la selva, oí la noticia de que había perdido la vida en un accidente de tráfico, en la ciudad. Tardé un día en conseguir que me llevaran en helicóptero para recuperar su cuerpo. Solo habíamos estado juntos unos cuantos años. No podía creerme aquella injusticia: yo había esperado tanto, varias vidas, para encontrar a la persona con la que estaba destinado a vivir, y pasamos juntos tan poco tiempo…

Hablaba con tranquilidad, sin demasiada pena, supongo que para no herirme. No obstante, mientras lo escuchaba se me revolvían las entrañas.

– ¿Lo entiendes ahora? No puedo seguir.

Negué con la cabeza, decidida a ser dura como el acero ante su dolor.

– No quiero hacerte daño -dijo-, y sé que tú conoces el dolor que estoy sufriendo. ¿Quieres que te diga lo maravillosa que era? ¿Que era inevitable amarla? ¿Que es imposible seguir viviendo sin ella?

– La gente lo hace todos los días -conseguí decir-. El tiempo pasa, vas olvidando. Se hace más fácil.

– No. Para mí, no. Yo sé más cosas. Lo mismo que tú… -Era posible que en aquel momento me odiara un poco-. No puedo seguir con esto. No puedo soportar su pérdida. Me niego a aceptar que no puedo hacer nada, ¡nada!, para que cese este dolor. Me volveré loco, loco… y atrapado para siempre en este cuerpo. No puedes condenarme a eso. He resistido todo el tiempo que he podido porque sé… sé muy bien que lo que te pido es algo terrible. No tenía intención de pedírtelo así. No quería hablarte de ella tan bruscamente. Pero has forzado mi jugada, y ahora que te lo he dicho… no podemos volver atrás. Ya está, ya sabes lo que necesito de ti. Tienes que ayudarme.

Agarró la botella de vino y la estrelló contra una roca.

Aquel tintineo de notas agudas nos atravesó, nos rodeó. Su puño aferraba aún el cuello de la botella, puntas de sierra de vidrio verde que él sostenía en la mano como un ramo de flores. Era la única arma que teníamos al alcance; era tosca y cruel, y él quería que yo la usara con él. Quería morir desangrado.

«No puedes dejarme sola, desvalida, sin ti.» Quería decirle eso, pero no podía. Me había presentado un argumento irrebatible: había perdido a su amor y no era capaz de seguir adelante. Había llegado por fin la hora de liberarlo.

Yo no podía hablar y solo sabía que estaba llorando por el frío que provocaba en mis mejillas el viento, implacable como el fuego. Estiró el brazo y me tocó las lágrimas.