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No era momento para desear que las cosas fueran diferentes. Estaba solo y tendría que arreglárselas por su cuenta. Se ruborizó de vergüenza, sabiendo lo mucho que su madre había deseado que él y Tricia siguieran juntos, cómo le sermoneó por dejarla escapar. Echó un vistazo a la difunta, un acto reflejo de culpabilidad.

La muerta tenía los ojos abiertos. Un minuto antes, estaban cerrados. Luke sintió que se le encogía el pecho de esperanza, aunque sabía que aquello no significaba nada. Un simple impulso eléctrico que recorría los nervios, y las sinapsis dejaban de funcionar, como un coche petardeando mientras pasan por el motor los últimos vapores de gasolina. Extendió el brazo y le bajó los párpados.

Se abrieron por segunda vez, de forma natural, como si su madre se estuviera despertando. Luke casi dio un salto atrás, pero consiguió controlar el susto. No; susto, no: sorpresa. Volvió a colocarse su estetoscopio y se inclinó sobre ella, apretando el diafragma contra el pecho. Silencio; la sangre no circulaba por las venas, no había respiración. Le cogió la muñeca. No tenía pulso. Consultó su reloj: habían pasado quince minutos desde que declaró muerta a su madre. Le bajó la mano fría, incapaz de dejar de mirarla. Habría jurado que ella le estaba devolviendo la mirada, con los ojos fijos en él.

Y entonces la mano de su madre salió de debajo de la sábana y lo buscó. Estirada hacia él, con la palma hacia arriba, le hacía señas para que Luke la cogiera. Él lo hizo y la llamó por su nombre, pero en cuanto agarró la mano, la dejó caer. Estaba fría y sin vida. Luke dio cinco pasos alejándose de la cama, frotándose la frente, preguntándose si estaba alucinando. Cuando se volvió, los ojos de su madre estaban cerrados y su cuerpo inmóvil. Luke apenas podía respirar, con el corazón palpitándole en la garganta.

Tardó tres días en decidirse a hablar con un colega de profesión de lo que había ocurrido. Eligió al viejo John Mueller, un médico de cabecera pragmático que se sabía que atendía los partos de terneros de un ganadero vecino. Mueller le había echado una mirada escéptica, como si sospechara que Luke había estado bebiendo. «Temblores de los dedos de manos y pies, sí, eso ocurre -había dicho-. Pero ¿quince minutos después? ¿Movimiento muscular-esquelético? -Mueller había vuelto a mirar fijamente a Luke, como si el mero hecho de estar hablando de aquello fuera vergonzoso-. Crees que lo viste porque querías verlo. No deseabas que estuviera muerta.» Luke sabía que no era así. Pero no había querido insistir en ello, al menos entre médicos.

«Además -había añadido Mueller-, ¿qué diferencia hay? Aunque el cuerpo se moviera un poco, ¿acaso piensas que estaba intentando decirte algo? ¿Crees en ese rollo de la vida después de la muerte?»

Pensar en ello cuatro meses después todavía le produce a Luke un ligero escalofrío que le baja por los brazos. Deja la revista de sudokus en la mesita y se masajea la cabeza con los dedos, para librarse de la confusión. La puerta de la sala se abre hacia atrás con un chasquido: es Judy.

– Joe está aparcando ahí delante.

Luke sale sin su parka, para que el frío le despeje a bofetadas. Ve cómo Duchesne para junto a la acera en una gran furgoneta pintada de negro y blanco, con el distintivo del escudo del estado de Maine en las puertas delanteras y una discreta barra de luces sujeta al techo. Luke conoce a Duchesne desde que los dos eran niños. No estaban en el mismo curso, pero coincidieron en el colegio, así que lleva más de veinte años viendo la estrecha cara de hurón de Duchesne, con sus ojos brillantes y su nariz algo siniestra.

Con las manos en las axilas para calentárselas, Luke ve cómo Duchesne abre la puerta y agarra del brazo a la detenida. Tiene curiosidad por ver a la alborotadora. Se esperaba una motorista grandota y hombruna, con la cara colorada y un labio partido, y le sorprende ver que la mujer es menuda y joven. Podría ser una adolescente. Delgada y andrógina, excepto por la cara bonita y la mata de tirabuzones rubios, un pelo de querubín.

Cuando mira a la mujer (¿la chica?), Luke siente un extraño hormigueo, un zumbido en la cabeza. Esa pulsación capta algo que es casi… reconocimiento. «Te conozco», piensa. Puede que no el nombre, pero sí algo más fundamental. ¿Qué es? Luke fuerza la vista, estudiándola con más atención. «¿La he visto antes en alguna parte?» No, se da cuenta de que se equivoca.

Mientras Duchesne conduce por el codo a la mujer, que va maniatada con una brida de plástico, un segundo coche de policía se detiene y un agente, Clay Henderson, se baja y se encarga de acompañar a la detenida a urgencias. Cuando pasan, Luke ve que la blusa de la detenida está mojada, con una mancha oscura, y percibe un olor familiar mezcla de hierro y de sal, el olor de la sangre.

Duchesne se acerca a Luke, señalando con la cabeza en dirección a la pareja.

– La hemos encontrado así, andando por la orilla de la pista forestal que va a Fort Kent.

– ¿Sin abrigo? ¿A cuerpo, con este tiempo? No podía llevar mucho tiempo fuera.

– No. Escucha, necesito que me digas si está herida o si puedo llevarla a la comisaría y encerrarla.

Aun teniendo en cuenta que Duchesne es un agente de la ley, Luke siempre ha sospechado que se le va la mano; ha visto a demasiados borrachos que llegaban con chichones o con contusiones faciales. Esa chica es solo una cría. «¿Qué demonios puede haber hecho?»

– ¿Por qué está detenida? ¿Por no llevar abrigo con este tiempo?

Duchesne le dirige a Luke una mirada cortante; no está acostumbrado a que se burlen de él.

– Esa chica es una asesina. Nos ha dicho que ha matado a un hombre a puñaladas y que ha dejado su cadáver en el bosque.

Luke ejecuta los movimientos de examinar a la detenida, pero apenas puede pensar a causa de la extraña pulsación que siente en la cabeza. Le apunta con una linterna de bolsillo a los ojos -son del azul más claro que ha visto nunca, como dos cristales de hielo comprimido- para ver si tiene dilatadas las pupilas. La piel está húmeda al tacto, el pulso es bajo y la respiración entrecortada.

– Está muy pálida -le dice a Duchesne mientras se separan de la cama a la que la detenida está atada por las muñecas-. Eso podría significar que se está poniendo cianótica. Que va a entrar en shock.

– ¿Eso quiere decir que está herida? -pregunta Duchesne, escéptico.

– No necesariamente. Podría sufrir un trauma psicológico. Tal vez por una discusión. Puede que por pelear con ese hombre al que dice que ha matado. ¿Cómo sabes que no ha sido en defensa propia?

Duchesne, con las manos en las caderas, observa a la detenida de la cama como si pudiera discernir la verdad solo con mirarla. Cambia su peso de un pie al otro.

– No sabemos nada. No ha contado mucho. ¿Puedes decir si está herida? Porque si no está herida, me la llevo detenida.

– Tengo que quitarle la blusa, limpiar la sangre…

– Pues hazlo. No puedo quedarme aquí toda la noche. He dejado a Boucher en el bosque, buscando el cadáver.

Aun con luna llena, el bosque es oscuro e inmenso, y Luke sabe que el agente Boucher tiene muy pocas probabilidades de encontrar un cadáver él solo.

Luke tira del borde de su guante de látex.

– Ve a ayudar a Boucher mientras yo la examino.

– No puedo dejar aquí a la detenida.