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El físico indicó a Marguerite que lo siguiera. La condujo hasta una de las plantas, le puso las manos alrededor del tallo y le hizo señas de que esperara. Después, se apartó de ella y llamó a Adair para que fuera con él. Caminaron hasta que la sirvienta casi desapareció en la penumbra y solo su bata clara brillaba a la luz de la luna.

– Tápate los oídos… Te lo digo en serio, o será peor para ti -le ordenó a Adair.

Después, por señas, le indicó a Marguerite que tirara, y ella lo hizo, poniendo todo su esfuerzo. A pesar de tener las manos bien apretadas sobre los oídos, Adair podría jurar que oyó un ruido apagado que surgía de la planta al ser arrancada del suelo. Adair miró al físico y bajó las manos; se sentía ridículo.

Marguerite trotó como un perro que sigue a su amo, llevándole la planta en las manos. El físico se la cogió y le quitó la tierra adherida a los pelos de las raíces.

– ¿Sabes qué es esto? -le preguntó a Adair, mientras inspeccionaba el grueso tubérculo de cinco puntas, más grande que una mano de hombre abierta-. Esto es la raíz de la mandrágora. ¿Ves que tiene la forma de un hombre? Estos son los brazos, las piernas, la cabeza. ¿Has oído cómo gritaba hace un momento, al arrancarla del suelo? Ese sonido mata a cualquier hombre que lo oiga. -El físico acercó la raíz a Adair. Parecía efectivamente un hombre rechoncho y deforme-. Esto es lo que tienes que hacer para recoger raíces de mandrágora. Acuérdate bien cuando te envíe a coger más. Algunos físicos utilizan un perro completamente negro para arrancar la raíz, pero el perro también muere al oír el grito, como los hombres. Nosotros no tenemos por qué matar perros, ya que tenemos a Marguerite, ¿verdad?

A Adair no le gustó que el físico le incluyera en su comentario sobre Marguerite. Se preguntó, avergonzado, si el viejo estaría enterado de sus escarceos y si aprobaría la indiferencia con que Adair la trataba. En realidad, no era muy distinta de la brusquedad con que el propio físico trataba a su ama de llaves, a la que utilizaba como si fuera un buey para arrancar un tocón de un campo; y aunque fuera sordomuda, estaba claro que el físico tenía tan poca consideración por la vida humana que no le importaba si ella sobrevivía o moría al arrancar la raíz. Por supuesto, también era posible que el grito de la mandrágora no matara a nadie y que el anciano le hubiera contado aquello a Adair solo para asustarlo. Pero el muchacho guardó en su memoria aquel fragmento de conocimiento sobre la mandrágora, junto con las otras perlas de sabiduría que el físico le había entregado, para utilizarlos algún día.

El escaso disfrute que Adair obtenía de su nueva vida comenzó a desvanecerse a medida que se iba hartando de su silenciosa y solitaria rutina. El aburrimiento dejó paso a la curiosidad. Hizo una inspección a fondo de los frascos y jarras del estudio del físico, y después un inventario de la habitación en general, hasta llegar a conocer cada centímetro de la planta superior de la torre. Conservaba el suficiente sentido común para no aventurarse en el sótano.

Sin pedirle permiso al físico, Adair empezó a salir a caballo por las tardes para investigar por el campo. Se dijo que era bueno que el caballo hiciera ejercicio entre las escasas ocasiones en que el físico lo montaba. Pero a veces, cuando ponía muchos kilómetros entre él y su pequeña prisión, una voz le tentaba a huir, a seguir cabalgando y no volver. Al fin y al cabo, ¿cómo iba aquel anciano a encontrar a Adair sin un caballo que lo llevara? Sin embargo, Adair también sabía que, con el tiempo que había pasado desde que llegó a la torre, no sería capaz de encontrar a su familia, y sin familia a la que regresar no tenía sentido marcharse. Allí tenía comida y cobijo. Si huía, no tendría nada y sería un fugitivo durante todo el tiempo que todavía debía permanecer con el físico. Tras mirar largamente cualquier camino que lo alejaría de su prisión, daba la vuelta de mala gana y cabalgaba de regreso a la torre.

Con el tiempo, Adair pensó que el físico estaba empezando a cogerle afecto. Por las noches, mientras trabajaban en una pócima, veía que el anciano le miraba con menos dureza de la habitual. El físico empezó a contarle a Adair algunas cosas sobre el contenido de los tarros mientras machacaba semillas secas o separaba las hierbas para guardarlas: cosas como los nombres de las plantas menos conocidas y sus posibles aplicaciones. Estaba prevista una segunda visita al castillo y el anciano se sentía entusiasmado, y se frotaba las manos mientras iba de un lado para otro por la torre.

– Tenemos un nuevo pedido del conde, para el que empezaremos a hacer preparativos esta noche -dijo entre risitas, mientras Adair colgaba la capa del anciano de un gancho junto a la puerta.

– ¿Empezar qué, amo? -preguntó Adair.

– Una petición especial del conde. Una tarea muy difícil, pero ya lo he hecho antes. -Correteó de un lado a otro por el suelo de madera, reuniendo tarros de ingredientes sobre la mesa de trabajo-. Prepara el caldero grande y aviva el fuego, que está casi apagado.

Adair observó desde el hogar. Primero, el físico eligió una de sus recetas manuscritas y la repasó rápidamente antes de apoyarla en un tarro para poder consultarla. De vez en cuando, le echaba una mirada al papel mientras medía ingredientes para el caldero que se iba calentando. Sacó de los estantes cosas que no había utilizado nunca: misteriosos fragmentos de animales, hocicos, trozos de piel coriácea, pedazos de carne desecada. Polvos, brillantes cristales blancos y cobrizos. Lo echaba todo en una cantidad exacta de agua, y después le dijo a Adair que colgara el pesado caldero del espetón. Cuando el agua empezó a hervir, el físico cogió un puñado de polvo amarillo de un frasco y lo arrojó al fuego: ardió con una nube de humo, emanando el inconfundible hedor del azufre.

– Nunca he visto esta mezcla antes, ¿verdad, amo? -preguntó Adair.

– No, no la has visto. -Hizo una pausa-. Es una pócima que hace invisible al que la bebe. -Examinó el rostro de Adair en busca de una reacción-. ¿Qué te parece eso, chico? ¿Crees que puede ocurrir de verdad?

– Nunca he oído nada parecido. -No era tan tonto para contradecir al anciano.

– A lo mejor te gustaría verlo con tus propios ojos. El conde ordenará a algunos de sus mejores hombres que beban esta pócima, y se harán invisibles durante una noche. ¿Te imaginas lo que es capaz de hacer un ejército al que no se puede ver?

– Sí, amo -respondió Adair, y desde aquel momento empezó a tener otra opinión de los hechizos y las pócimas del físico.

– Ahora tienes que vigilar este caldero y dejar que el agua se vaya reduciendo, como has hecho otras veces. Cuando se haya evaporado, debes retirarlo del fuego y dejar que se enfríe. Una vez hayas hecho eso, puedes irte a dormir, pero no antes. Estos ingredientes son difíciles de conseguir, y unos cuantos se me han terminado, así que no podemos permitirnos estropear este preparado. Vigila el caldero con atención -dijo por encima del hombro mientras descendía por la escalera-. Al atardecer comprobaré lo bien que lo has hecho.

Adair no tuvo problemas para mantenerse despierto aquella noche. Se sentó bien erguido, apoyado en la dura pared de piedra; se dio cuenta de que el anciano les había mentido a él y a su padre. El viejo no era un físico, sino un alquimista, tal vez un nigromante. No era de extrañar que la gente de la aldea lo rehuyera. No era solo a causa del noble traidor a su pueblo. Le tenían miedo al anciano y por buenas razones: era muy probable que estuviera aliado con el diablo. Sabía Dios lo que sospechaban de Adair.

Aquella pócima no era como las anteriores y el líquido tardaba una eternidad en reducirse. Empezó a romper el alba antes de que se hubiera evaporado una cantidad apreciable. Pero en las últimas horas de la noche, mientras miraba el vapor que se elevaba lentamente de las profundidades del caldero, la mirada de Adair seguía volviendo a la pila de papeles manuscritos del escritorio. Seguro que en aquel montón había fórmulas más interesantes -y más provechosas- que la capacidad de volver invisibles a los hombres durante una noche. Era muy probable que el viejo supiera hacer pócimas de amor infalibles y talismanes que procuraran grandes riquezas y poder a su propietario. Y seguro que cualquier alquimista sabía convertir los metales inferiores en oro. Aunque Adair no podía leer las recetas, no tenía duda de que encontraría a alguien que supiera, y le daría una parte de los beneficios.