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Temiendo la reacción del físico a sus noticias, tomó un camino que no conocía para volver a la torre, con la esperanza de que le trajera suerte. El camino llevaba a un claro donde, para su sorpresa, había varias carretas, carretas no muy diferentes de aquella en la que había vivido su familia. Una tribu de romaníes había llegado a la aldea, y el corazón de Adair se hinchó de esperanza, pensando que tal vez su familia había ido a rescatarlo. Pero al buscar entre los trabajadores nómadas, no tardó en darse cuenta de que no reconocía a un solo miembro de aquel grupo. Había, no obstante, niños de todas las edades, niños con mofletes colorados y niñas de caras dulces. Y como él era de su misma raza, podía moverse libremente entre ellos, aunque era un desconocido para ellos.

¿Podía hacer algo tan diabólico?, se preguntó con el corazón acelerado mientras echaba un vistazo, mirando rostro tras rostro. Estaba a punto de huir, dominado por el odio a sí mismo – ¿cómo podía él elegir quién iba a ser entregada a aquel monstruo?-, cuando se topó de pronto con una niña, una criatura que le recordaba muchísimo a su querida Katarina cuando se habían conocido. La misma piel blanca y suave, los mismos ojos oscuros y penetrantes, la misma sonrisa simpática. Era como si el destino hubiera tomado la decisión por él. El instinto de conservación triunfó.

El físico quedó encantado con la noticia y le ordenó que fuera al campamento gitano aquella noche, cuando todos durmieran, y le llevara la niña.

– Se lo merecen, ¿no crees? -dijo entre risitas, pensando que tal vez con aquello Adair se sentiría mejor a pesar de lo que iba a hacer-. Tu pueblo te rechazó, te entregó sin pensárselo dos veces. Ahora tienes tu oportunidad de vengarte.

En lugar de persuadir a Adair de que estaba en su derecho de raptar a la niña, aquello le hizo rebelarse.

– ¿Para qué queréis a esa niña? ¿Qué le vais a hacer?

– A ti no te toca pensar, solo obedecer -gruñó el anciano-. Ahora que justo empiezas a curarte… sería una pena tener que romperte otra vez los huesos, ¿no?

Adair pensó en rogarle a Dios que interviniera, pero en aquel momento las oraciones eran inútiles. Tenía toda clase de motivos para creer que él y la niña estaban condenados, y nada los salvaría, a ninguno de los dos. Así que aquella noche, ya tarde, volvió al campamento. Fue de carreta en carreta, mirando por las ventanas o por encima de las puertas holandesas abiertas hasta que encontró a la niña, que dormía acurrucada como un gatito en una manta. Conteniendo la respiración, empujó la puerta y se apoderó de la niña; casi deseaba que gritara y alertara a sus padres, aunque eso significara que lo atraparan. Pero la niña siguió dormida en sus brazos como si estuviera hechizada.

Adair no oyó nada a sus espaldas al huir: ni pisadas, ni ruidos reveladores de cualquier clase procedentes de la carreta de los padres, ni gritos para alertar del intruso al campamento. La niña empezó a despertarse y a moverse, y Adair no sabía qué hacer, excepto apretarla más contra su corazón, que palpitaba desbocado, con la esperanza de que aquello la tranquilizara. Por mucho que deseara tener valor para desobedecer las inquietantes órdenes del anciano, Adair corrió a través del bosque, llorando durante todo el camino.

Sin embargo, al acercarse a la torre, de pronto recobró el valor. Simplemente, no podía cumplir las órdenes del físico por muy importante que ello fuera para su propia seguridad. Sus pies se detuvieron por iniciativa propia, y a los pocos pasos había dado media vuelta. Para cuando llegó al borde del claro, la niña estaba despierta, aunque confiada y callada. La puso en pie y se arrodilló ante ella.

– Vuelve con tus padres. Diles que tienen que marcharse inmediatamente de esta aldea. Aquí hay mucha maldad, y habrá una tragedia si no hacen caso de esta advertencia -le dijo a la niña.

La pequeña extendió una mano hacia la cara de Adair y le tocó las lágrimas.

– ¿Quién les digo que les envía este mensaje?

– Mi nombre no importa -dijo Adair. Sabía que aunque los gitanos supieran su nombre y fueran a por él, con la intención de darle un escarmiento por haberse introducido en su campamento y raptado a una niña, no importaría. Para entonces estaría muerto.

Adair se quedó arrodillado en la hierba viendo cómo la niña corría hacia las carretas. Deseó poder correr también, ir a toda velocidad hacia el bosque que se abría ante él y seguir corriendo, pero sabía que no serviría de nada. Mejor sería que regresara a la torre y aceptara su castigo.

Cuando Adair empujó la puerta de la torre, el anciano estaba sentado ante su escritorio. La ligera ansiedad de la cara del físico se transformó rápidamente en la familiar expresión de desprecio y desagrado al ver que Adair llegaba solo.

El físico se levantó y de pronto pareció muy alto, como un árbol gigantesco.

– Veo que me has fallado. No puedo decir que me sorprenda.

– Puedo ser vuestro esclavo, pero no podéis convertirme en un asesino. ¡No lo haré!

– Todavía estás débil, mortalmente débil. Acobardado. Necesito que estés más fuerte. Si pensara que eres incapaz de esto, te mataría esta noche. Pero todavía no estoy convencido… Así que no te mataré esta noche, solo te castigaré.

El físico golpeó a su sirviente con tanta fuerza que este cayó al suelo y perdió el conocimiento. Cuando Adair volvió en sí, se dio cuenta de que el anciano le había levantado la cabeza y estaba empujando un vaso contra la boca de Adair.

– Bebe esto.

– ¿Qué es? ¿Veneno? ¿Así es como me vais a matar?

– He dicho que no te mataría esta noche. Eso no significa que no tenga otros planes. Bebe esto -dijo, con los ojos brillando implacables mientras Adair miraba el contenido del vaso-. Bebe esto y no sentirás dolor.

En aquel momento, Adair habría agradecido el veneno, así que tragó lo que el físico le metía en la boca. Una extraña sensación se apoderó rápidamente de Adair, no muy diferente del embotamiento provocado por los elixires curativos del anciano. Empezó con un hormigueo que iba creciendo en sus miembros, y se apoderó de él con rapidez. Incapaz de controlar sus músculos, Adair cayó flácido, con los párpados caídos a su pesar, respirando con dificultad. Cuando el hormigueo llegó a la base del cráneo, un zumbido entumecedor anunció que iba a ocurrir algo sobrenatural.

El anciano estaba de pie delante de su sirviente, observándolo de una manera fría e inquietante. Adair sintió que lo levantaban y transportaban, le pareció que caía con cada paso. Bajaron por la escalera, hasta el sótano donde nunca había estado, la habitación del anciano, y aquella certeza exacerbó su pánico. El sótano estaba húmedo y mal ventilado, era una verdadera mazmorra, y sucio. Había sabandijas que se arrastraban afanosamente en los rincones. El viejo dejó caer al muchacho sobre una cama, un viejo y pestilente colchón de plumas enmohecido. Adair quería huir arrastrándose, pero estaba atrapado en un cuerpo que no le respondía.

Sin inmutarse, el anciano se subió a la cama y empezó a desnudar a su cautivo, sacándole la túnica por encima de la cabeza, aflojando el ceñidor de su cintura.

– Esta noche has cruzado el último umbral que te quedaba. A partir de esta noche, no habrá nada que no pueda obligarte a hacer. Y te digo que también te entregarás a mí, sin absurdas ilusiones.

Le bajó los pantalones y echó mano a la prenda que cubría su entrepierna. Una vez más, Adair cerró los ojos mientras el físico buscaba con los dedos, hurgando entre el vello púbico. Adair se esforzó en no excitarse cuando el anciano manipulaba su pene. Después de lo que le pareció mucho tiempo, el anciano soltó su juguete, pero dejó que sus manos recorrieran el rostro de Adair. Sus dedos apretaron los pómulos de Adair y después la zona bajo los ojos. El joven luchó lo mejor que pudo en su estado narcotizado contra aquel horrible abuso.