– Ahora, chico tonto, te ahogaré si no me obedeces. Tienes que respirar, ¿no?
Cerró una mano sobre la nariz de Adair, cortando el paso del aire. Adair aguantó todo lo que fue capaz, preguntándose, en su estado de desorientación, si moriría o se desmayaría primero… Pero al final el reflejo se impuso y jadeó en busca de aire. En cuanto tuvo los labios abiertos, el viejo penetró en la laxa boca de su cautivo. Por fortuna, la droga nubló los sentidos de Adair, amortiguando el horror y la humillación, y lo último que recordaba era al anciano diciendo que estaba enterado de sus escarceos con Marguerite y que se iban a acabar. No permitiría que Adair gastara su energía y desperdiciara su semilla en otra persona.
22
Por la mañana, Adair se despertó en el piso de arriba, sobre su miserable jergón de paja, con las ropas revueltas. Destrozado por las náuseas y los restos de narcótico, recordaba la advertencia del anciano, pero no tenía ni idea de si se había tomado otras libertades. Le acometió el impulso de correr escalera abajo y apuñalar al viejo en su cama. La idea brilló en su mente durante un fugaz segundo. Pero sabía que allí estaba ocurriendo algo misterioso y sobrenatural. La fuerza y los poderes del anciano superaban toda expectativa razonable, y sería lo bastante fuerte para no dejarse matar en su propio cubil.
Se pasó el día intentando reunir valor para huir. Pero un miedo familiar encadenaba a Adair a aquel lugar, y el frío dolor en sus maltrechos huesos le recordaba el precio de la desobediencia. Y así, cuando el sol hubo atravesado el cielo y la oscuridad empezó a caer, Adair seguía sentado en un rincón, con la mirada fija en lo alto de la escalera.
Al anciano no le sorprendió encontrar todavía allí a su sirviente. Una sonrisa cruel cruzó su cara, pero no intentó acercarse a Adair. Se dedicó a sus asuntos como de costumbre, descolgando la capa del gancho.
– Esta noche voy al castillo, para una función especial. Si sabes lo que te conviene, estarás aquí cuando regrese.
Cuando se marchó, Adair se dejó caer junto al fuego, deseando tener valor para arrojarse a él.
Así continuó la vida durante incontables meses. Las palizas se convirtieron en algo rutinario, aunque el anciano no volvió a utilizar el atizador. Adair comprendió enseguida que era tan sumiso que no había motivos para que lo castigara. Las palizas servían tan solo para mantenerlo obediente, y por eso nunca terminarían. Los abusos continuaron, esporádicamente. El físico hacía que Marguerite drogara la comida o la bebida de Adair para facilitar aquellas sesiones, hasta que el joven se percató de su táctica y empezó a negarse a comer. Entonces, el viejo lo golpeaba y le obligaba a tragar narcóticos debilitantes hasta que se encontraba indefenso.
La depravación del físico se acentuó. Ya nada parecía refrenarlo; se había entregado a aquellos actos inmorales, y no había manera de pararlo. Aunque era posible que el anciano hubiera sido siempre así. Adair se preguntaba si el viejo habría matado a su último sirviente y había buscado a Adair para comenzar de nuevo. El conde empezó a enviar a una muchacha de vez en cuando para disfrute del anciano, alguna desdichada joven capturada por los hombres del conde durante sus incursiones en la campiña húngara. La joven era conducida al aposento del físico y encadenada a su cama. Los gritos de la muchacha llegaban a oídos de Adair durante el día, atormentándolo, castigándolo por no bajar a la guarida del físico para ayudarla a escapar.
A veces, cuando el viejo salía a sus vagabundeos nocturnos, Marguerite enviaba a Adair abajo con comida para la pobre prisionera. Adair recordaba la primera vez que había ido de mala gana al sótano y había visto a la pobre chica, desnuda bajo la ropa de cama, temblando de conmoción y miedo e incapaz de reconocer su presencia. Entonces no le había pedido al joven que la dejara libre. Paralizada por el miedo, no se había acercado a la comida. Adair se avergonzó al descubrir que se había excitado al mirar la delgada figura femenina que se adivinaba bajo la manta, el vientre liso que subía y bajaba con cada aterrada respiración. Su compasión por la apurada situación de la muchacha y sus propios y horribles recuerdos de lo que le había ocurrido a él en aquella cama no impidieron que lo dominara la lujuria. No se atrevió a forzarla, ya que era propiedad del anciano, así que, estremeciéndose de deseo, ni siquiera la tocó y se retiró escalera arriba.
Las muchachas solían morir en menos de tres días, y el anciano ordenaba a Adair que se deshiciera de ellas; retiraba sus cuerpos fríos de la cama y los llevaba al bosque. Las tumbaba en el suelo como estatuas derribadas y cavaba las tumbas, las enterraba, echaba cal encima y las cubría de tierra oscura. La muerte de la primera muchacha le llenó de vergüenza, odio a sí mismo y desesperación, tanto que no pudo mirarla mientras ella esperaba su anónima tumba.
Pero después de la primera, y la tercera y la cuarta, Adair descubrió que algo había cambiado dentro de él, y su deseo -que él sabía que era abominable- se impuso a su miedo a adentrarse en la lascivia. Le temblaban las manos cuando se rendía al deseo de tocar los pechos, ahora duros y faltos de vida, o acariciar los cuerpos curvilíneos. Cada vez que bajaba a una de ellas al suelo, se frotaba contra su vientre y se excitaba al notar el endurecimiento en su miembro. Pero nunca fue más allá, nunca cometió un acto que le resultaba más repulsivo que fascinante, y así los cadáveres se libraron de más abusos.
Así transcurrieron varios años. Las palizas y las violaciones disminuyeron, tal vez porque Adair había crecido y se había hecho más fuerte con el tiempo y eso hacía que el anciano se lo pensara. O quizá la razón era que había dejado de ser un muchacho y ya no atraía al físico.
Después de un invierno particularmente frío y riguroso, el anciano anunció que iban a viajar a Rumania para visitar sus tierras. Se envió un mensaje previo al vasallo que gestionaba la finca, para que pudiera poner en orden sus cuentas y lo preparara todo para la visita del físico. Se obtuvo el permiso del conde, y se adquirió un segundo caballo para que lo montara Adair durante el viaje. Cuando llegó la hora de partir, solo se empaquetaron unas pocas provisiones, algo de ropa y dos pequeños cofres cerrados. Partieron después de la puesta del sol, adentrándose en la noche rumbo al este.
Después de siete noches de viaje, estaban en pleno territorio rumano y habían atravesado un paso en las faldas de los Cárpatos para llegar a las tierras del anciano.
– Nuestro viaje ha terminado -le dijo el viejo a Adair, indicando con la cabeza una luz que brillaba débilmente en un castillo lejano.
El castillo era imponente, una fortaleza cuadrada con altos torreones en las esquinas, y resultaba claramente visible a la luz de la luna. El último tramo del camino los llevó a través de campos fértiles, viñedos pegados a la ladera de la montaña y ganado durmiendo en los prados. Los enormes portones se abrieron cuando la pareja se acercaba, y en el patio aguardaba una cohorte de sirvientes, con antorchas en alto. Un hombre mayor estaba a la cabeza del grupo, sosteniendo un abrigo de piel que colocó sobre los hombros del físico en cuanto el anciano desmontó.
– Confío en que su señoría haya tenido buen viaje -dijo con el afán complaciente de un sacerdote, mientras seguía al físico por los anchos escalones de piedra.
– Estoy aquí, ¿no? -le espetó el anciano.
Adair no perdía detalle de la fortaleza mientras entraban. El castillo era enorme, viejo pero bien conservado. Vio que los sirvientes tenían la misma expresión de terror que suponía que tenía él. Uno de los lacayos le cogió del brazo y lo condujo a la cocina, donde le sirvieron exquisitas carnes y aves asadas, y después lo llevaron a una pequeña habitación. Aquella noche, Adair se hundió en un auténtico colchón de plumas, abrigado con una manta con remates de piel.