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Cuando terminó el oficio, mi padre, Kieran, me cogió de la mano y me condujo escalera abajo para reunirnos con nuestros vecinos en el prado comunal. Ese era el premio por permanecer sentados durante todo el oficio: la oportunidad de hablar con tus vecinos, de tener algo de relajación después de seis días de trabajo duro y tedioso. Para algunos, era el único contacto que tenían fuera de su familia en toda la semana, la única oportunidad de oír las últimas noticias y los cotilleos. Yo me quedé detrás de mi padre mientras él hablaba con un par de vecinos, espiando desde detrás de sus piernas para localizar a Jonathan, con la esperanza de que no estuviera con Tenebraes. Se encontraba junto a sus padres, solo, mirándoles la nuca como petrificado. Estaba claro que quería irse, pero igual habría podido desear que nevara en julio; la relación social después de los oficios religiosos solía durar una hora por lo menos, y más si el tiempo era tan agradable como aquel día, y a los más obstinados prácticamente había que llevárselos. Su padre estaba muy solicitado, porque había muchos en el pueblo que veían el domingo como una oportunidad de hablar con el hombre que, o bien era el dueño de sus tierras, o bien estaba en condiciones de mejorar de algún modo su situación. Pobre Charles Saint Andrew; hasta muchos años después no me di cuenta de la carga que tenía que soportar.

¿De dónde saqué el valor para hacer lo que hice a continuación? Puede que fuera la desesperación y el empeño en no perder a Jonathan por culpa de Tenebraes lo que me impulsó a separarme de mi padre. En cuanto estuve segura de que no había advertido mi ausencia, corrí a través del prado hacia Jonathan, sorteando los grupos de adultos que charlaban. A aquella edad yo era una niña menuda que se ocultaba fácilmente de la vista de mi padre tras las voluminosas faldas de las señoras, hasta que llegué ante Jonathan.

– Jonathan, Jonathan Saint Andrew -dije, pero mi voz salió como un chillido.

Aquellos preciosos ojos oscuros me miraron a mí y solo a mí por primera vez, y mi corazón dio un pequeño brinco.

– ¿Sí? ¿Qué quieres?

¿Qué quería? Ahora que tenía su atención, no sabía qué decir.

– Eres de los McIlvrae, ¿no? -dijo Jonathan con recelo-. Nevin es tu hermano.

Mis mejillas se sonrojaron al acordarme del incidente. ¿Por qué no había pensado en el incidente antes de acercarme? La primavera pasada, Nevin le había tendido una emboscada a Jonathan a la puerta de la tienda de provisiones y le había hecho sangrar por la nariz antes de que los adultos los separaran. Nevin siempre había odiado a Jonathan, por razones desconocidas por todos menos por Nevin. Mi padre pidió disculpas a Charles Saint Andrew por lo que se consideró simplemente como el tipo de peleas en las que los niños se enzarzan de manera rutinaria, sin la menor malicia. Lo que ni mi padre sabía era que Nevin mataría sin dudarlo a Jonathan si alguna vez tuviera la oportunidad.

– ¿Qué quieres? ¿Es una de las jugarretas de Nevin?

Le guiñé un ojo.

– Yo… Hay una cosa que quiero preguntarte.

Pero no podía hablar en presencia de todos aquellos adultos. Era solo cuestión de tiempo que los padres de Jonathan se dieran cuenta de que había una niña entre ellos, y se preguntarían qué demonios estaba haciendo la hija mayor de Kieran McIlvrae, si era verdad que los hijos de McIlvrae tenían extrañas intenciones para con su hijo.

Le cogí la mano con las dos mías.

– Ven conmigo.

Le guié a través de la multitud, volviendo al vacío vestíbulo de la iglesia, y por razones que nunca sabré, él me obedeció. Curiosamente, nadie se fijó en nuestra partida, nadie gritó para impedir que nos marcháramos solos. Nadie se separó del grupo para acompañarnos. Era como si el destino conspirara también para que Jonathan y yo tuviéramos nuestro primer momento juntos.

Entramos en el guardarropa, con su frío suelo de pizarra y sus huecos oscuros, sus insinuaciones de soledad. El sonido de las voces parecía muy lejano, solo eran murmullos y fragmentos de conversación que llegaban desde el prado. Jonathan estaba inquieto, confuso.

– Bueno, ¿qué es lo que quieres decirme? -preguntó con un tono de impaciencia en la voz.

Yo había pensado en preguntarle por Tenebraes. Quería preguntarle por todas las chicas del pueblo, cuáles le gustaban y si se había prometido con alguna de ellas. Pero no podía. Aquellas preguntas se agolpaban en mi pecho y me tenían al borde del llanto.

Y así, por pura desesperación, me acerqué a él y apreté mis labios contra los suyos. Supe que le sorprendió por la manera en que se echó atrás, solo un poco, antes de recobrarse. Y entonces hizo algo inesperado: me devolvió el beso. Se me echó encima, buscando mis labios con la boca, echando el aliento en la mía. Fue un beso intenso, desesperado y torpe, mucho más de lo que yo podía esperar. Antes de que tuviera tiempo de asustarme, me empujó contra la pared, con su boca todavía sobre la mía, y se apretó contra mí hasta que me topé con el bulto oculto bajo la delantera de sus pantalones, por debajo de los pliegues de su chaqueta. Se le escapó un gemido; era la primera vez que yo oía un gemido de placer de otra persona. Sin decir palabra, me cogió la mano y la puso sobre la parte delantera de sus pantalones, y sentí que le recorría un estremecimiento mientras soltaba otro gemido.

Retiré la mano. Noté un hormigueo. Todavía sentía su erección en la palma.

Él estaba jadeando, intentando controlarse, confuso al ver que yo me separaba de él.

– ¿No es esto lo que querías? -preguntó al tiempo que escrutaba mi cara, más que un poco preocupado-. Me has besado.

– Sí… -Las palabras me salían a trompicones-. Quería preguntar… Tenebraes…

– ¿Tenebraes? -Retrocedió, alisándose la delantera de su chaleco-. ¿Qué pasa con Tenebraes? ¿Y qué importa…? -Siguió retrocediendo, tal vez porque había caído en la cuenta de que había sido observado en la iglesia. Meneó la cabeza, como sacudiéndose el pensamiento mismo de Tenebraes Poirier-. ¿Y cómo te llamas? ¿Cuál de las hermanas McIlvrae eres?

No podía reprocharle que no estuviera seguro. Éramos tres.

– Lanore -respondí.

– No es un nombre muy bonito, ¿eh? -dijo, sin darse cuenta de que cualquier pequeña palabra puede herir el corazón de una chica-. Te llamaré Lanny, si no te importa. Bueno, Lanny, ¿sabes que eres una niña muy mala? -Había un tono de guasa en su voz, para hacerme saber que no estaba enfadado de verdad conmigo-. ¿Nunca te han dicho que no debes provocar a los chicos, y menos aún a chicos que no conoces?

– Pero sí te conozco. Todo el mundo te conoce -dije yo, un poco preocupada porque me considerara frívola. Él era el hijo mayor del hombre más rico del pueblo, el propietario de la empresa maderera alrededor de la cual giraba toda la colonia. Claro que todos sabían quién era-. Y… y creo que te quiero. Me gustaría ser tu mujer algún día.

Jonathan enarcó una ceja con cinismo.

– Saber mi nombre es una cosa, pero ¿cómo puedes saber que me quieres? ¿Cómo puedes entregarme tu corazón? No me conoces nada, Lanny, y sin embargo te has declarado mía. -Se alisó la chaqueta una vez más-. Deberíamos volver afuera antes de que venga alguien a buscarnos. Lo mejor sería que no nos vieran juntos, ¿no crees? Sal tú primero.

Me quedé quieta un segundo, escandalizada. Estaba confusa, todavía poseída por los fantasmas de su deseo, su beso y el recuerdo de su erección en mi mano. En cualquier caso, él me había malinterpretado: yo no me había entregado a él; había declarado que él era mío.