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Lo miré por encima del hombro.

– ¿Cuánto tiempo tarda en desaparecer el dolor?

Alejandro levantó un terrón de azúcar del cuenco con un par de pequeñas pinzas y lo dejó caer en su té.

– Depende de lo sentimental que seas. Yo soy muy tierno de corazón. Amaba a mi familia y los eché de menos durante siglos, después del cambio. Pero Dona, por ejemplo, seguro que nunca ha mirado atrás. No dejó nada precioso. Su familia le había abandonado cuando era niño, por ser afeminado -dijo Alejandro, bajando la voz al nivel de un susurro en las últimas palabras, aunque en aquella casa todos éramos sodomitas, y cosas peores-. Su vida estaba llena de privaciones e incertidumbres. Linchamientos, hambre, encarcelamiento. No, no debe de tener ninguna queja.

– No creo que mi dolor desaparezca nunca. ¡He perdido a mi hijo! Quiero que me devuelvan mi hijo. Quiero que me devuelvan mi vida.

– No puedes recuperar a tu hijo, eso lo sabes -dijo él con suavidad, y extendió la mano por el espacio que nos separaba para acariciarme el brazo-. Pero ¿por qué, querida, puedes querer volver a tu antigua vida? Por lo que me has contado, no tienes adónde regresar: tu familia te apartó de su lado; te abandonó cuando más la necesitabas. No veo nada que puedas lamentar haber perdido. -Y Alejandro me miró con aquellos ojos suyos, oscuros y dulces, como si pudiera conjurar la respuesta de mi corazón-. En tiempos de adversidad, muchas veces queremos volver a lo familiar. Eso dejará de importarte.

– Bueno, hay una cosa… -murmuré.

Se inclinó hacia delante, esperando ansioso mi confesión.

– Un amigo. Echo de menos a un amigo en particular.

Alejandro era, como había dicho, un alma tierna y dada a la nostalgia. Entrecerró los ojos como un gato sentado al calor del sol en un alféizar, deseoso de escuchar mi historia.

– Siempre son personas lo que más se echa de menos. Háblame de ese amigo.

Desde que salí de Saint Andrew, me había esforzado todo lo posible en no pensar en Jonathan. Por supuesto, estaba fuera de mis capacidades no pensar nada en él, así que solo me permitía breves respiros, unos pocos minutos antes de quedarme dormida, en los que recordaba la sensación de su cálida y sonrojada mejilla apretada contra la mía, el hormigueo que me recorría la espalda cuando rodeaba con sus manos mi encorsetada cintura, reclamándome para él. Ya me resultaba bastante difícil controlar las emociones cuando Jonathan era solo un fantasma en los márgenes de mi memoria; recordarlo directamente era doloroso.

– No puedo. Le echo demasiado de menos -le dije a Alejandro.

Alejandro se recostó en su silla.

– Ese amigo tuyo lo significa todo para ti, ¿verdad? Es el amor de tu vida. Era el padre de tu hijo.

– Sí -dije yo-. El amor de mi vida… -Alejandro esperó a que siguiera, y su silencio era como una cuerda que tiraba de mí, hasta que cedí-. Se llama Jonathan. He estado enamorada de él desde que éramos niños. La mayoría de la gente te dirá que era demasiado bueno para acabar a mi lado. Su familia es la dueña del pueblo en el que yo vivía. No es grande ni próspero, pero allí todos dependen de la familia de Jonathan para sobrevivir. Y luego está su gran belleza… -Me sonrojé-. Debes de considerarme una persona terriblemente superficial.

– ¡En absoluto! -dijo en tono amable-. Nadie es inmune al influjo de la belleza. Pero de verdad, Lanore, ¿tan guapo es ese hombre? Piensa en Dona, por ejemplo. Es tan atractivo que hechizó a uno de los más grandes artistas de Italia. ¿Es más guapo que Dona?

– Si conocieras a Jonathan, lo entenderías. A su lado, Dona parecería un adefesio.

Aquello hizo reír a Alejandro. A ninguno de nosotros le gustaba mucho Dona; era tan vanidoso que a veces resultaba insoportable.

– ¡Que Dona no te oiga decir eso…! Muy bien, de acuerdo. ¿Y qué me dices de Adair? ¿No es un tipo atractivo? ¿Has visto alguna vez unos ojos como los suyos? Son como los de un lobo…

– Adair tiene cierto encanto. -Un encanto animal, pensé, pero no lo dije en voz alta-. Sin embargo, no admite comparación, Alej. Créeme. Claro que… eso no importa. No lo volveré a ver.

Alejandro me palmeó la mano.

– No digas eso. No lo sabes… Podrías verlo.

– No puedo ni imaginar volver a casa ahora. ¿No sabes lo que le pasó a Adair con su familia? ¿Cómo iba a explicárselo a los míos? -me burlé.

– Hay maneras… No podrías vivir otra vez entre ellos.

No, eso es impensable, pero una breve visita… si solo te quedaras algún tiempo… -Jugueteó con su labio inferior, reflexionando.

– No me des esperanzas. Es muy cruel. -Los ojos se me arrasaron en lágrimas-. Por favor, Alejandro, necesito descansar. Tengo un dolor de cabeza terrible.

Me tocó la frente con los dedos.

– No tienes fiebre… Dime, ese dolor de cabeza, ¿lo sientes como una punzada constante en el fondo de tu mente? -Asentí-. ¿Sí? Pues bien, querida, será mejor que te acostumbres a ello. No es un dolor de cabeza: es parte del regalo. Ahora estás conectada a Adair.

– ¿Conectada a Adair? -repetí.

– Hay un vínculo entre vosotros dos, y esa sensación es un recordatorio de esa conexión. -Se inclinó hacia mí con aire conspirador-. ¿Recuerdas que te he dicho que solo has cambiado en un aspecto, que no eres mágica? Pues sí que somos un poco mágicos, solo un poquito. A veces pienso que somos como animales, ¿sabes? Habrás notado que todo parece un poco más brillante, que puedes oír el menor ruido, que todos los olores te pican con fuerza en la nariz. Forma parte del regalo: la transformación nos hace mejores. Nos hemos perfeccionado. Oirás una voz que procede de muy lejos y sabrás quién viene a visitarte, puedes detectar el aroma del lacre y saber que una persona lleva una carta oculta. Con el tiempo, dejarás de fijarte en esos poderes, pero a otros les parecerá que puedes leerles el pensamiento, que eres mágica.

»La segunda cosa que debes saber es que ya no sentirás dolor. Creo que tiene que ver con el poder de no morir. No sentirás el aguijón del hambre y la sed. Sí, el reflejo, la convicción de que tienes que comer y beber, tarda tiempo en desaparecer… Pero podrías ayunar durante semanas y no sentir el hambre royéndote el estómago, ni ponerte débil y desmayarte. Podría derribarte un caballo al galope y no sentirías más que una pequeña molestia allí donde tengas un hueso roto, pero el dolor desaparecerá en unos minutos, en cuanto el hueso se cure. Es como si ahora estuvieras hecha de tierra y viento, y puedes sanarte a voluntad. -Sus palabras me hicieron estremecer, pues ya me sentía así-. Y esta conexión con Adair, las punzadas en tu cabeza, es un recordatorio de ese poder, porque solo él puede hacer que seas otra vez como un mortal. A sus manos, y solo a sus manos, puedes sentir dolor. Pero cualquier daño que te haga sufrir será temporal, a menos que él decida otra cosa. Puede hacerte lo que sea con la voluntad: dolor, desfiguración, muerte. Por su mano e intención. Esas son las palabras que utiliza en el encantamiento. Son las palabras que te atan a él.

Me llevé una mano al abdomen. Tenía razón en lo del dolor. La palpitación sorda que había sentido en mi vientre purgado había desaparecido por completo.

– Él te lo habrá dicho. Créele: ahora es tu dios. Vives o mueres según su capricho. Y… -Su expresión se suavizó del todo por un momento, como si acabara de bajarse un escudo-. Debes tener cuidado con Adair. Te ha dado todo lo que un mortal podría desear, pero solo mientras esté contento contigo. No vacilará en quitártelo si le enfureces. No lo olvides nunca.

No tardé en darme cuenta de que, tanto si quería como si no, formaba parte de aquella extraña familia y me convenía encontrar mi lugar en ella. Mi vida había cambiado de manera irremediable, y no estaba segura de cómo sobrevivir en ella. Adair, en cambio, tenía cientos de años de experiencia. Los otros que él había elegido se habían quedado a su lado, probablemente por buenas razones.